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—¿Cuáles han sido nuestras pérdidas? —preguntó Warren; y su voz calmada penetró como un cuchillo entre la emoción y el ardor de los hombres.

James meneó la cabeza.

—Fue un auténtico baño de sangre, no exagero —respondió en tono sombrío—. Estimo unas bajas cercanas al millar de hombres, y el pobre Nelson ha estado a un tris de morir: el dragón de fuego prendió una de las velas de la Victoria, que le cayó encima cuando estaba en el alcázar. Un par de tipos rápidos de mente le echaron un barril de agua encima, pero según dicen las medallas se le han fundido sobre la piel, así que a partir de ahora tendrá que llevarlas encima a todas horas.

—Mil hombres… Que Dios los acoja —dijo Warren.

Las conversaciones cesaron. Después se reanudaron, y aunque al principio sonaban un tanto apagadas, la emoción y la alegría se sobrepusieron paulatinamente a otras emociones que tal vez habrían sido más apropiadas para aquel momento.

—Espero que me disculpen, caballeros —dijo Laurence, casi a gritos, pues las voces habían vuelto a subir de tono, lo que le impedía por el momento recopilar más información—. Le he prometido a Temerario que volvería enseguida. James, supongo que los informes sobre el fallecimiento de Bonaparte son falsos.

—Sí, y es una pena. A menos que haya sufrido una apoplejía al recibir las noticias —respondió James, lo que provocó una gran carcajada en todos que, siguiendo la progresión general, se convirtió en una ronda de Corazón de roble; el himno oficial de la Armada británica acompañó a Laurence mientras salía por la puerta y después por toda la base, ya que los hombres del exterior se unieron al canto.

Cuando el sol se levantó, el refugio estaba medio vacío. Casi nadie había podido dormir. Era inevitable que el estado de ánimo dominante fuera una alegría que rozaba el punto de la histeria, pues los nervios que habían llegado al límite de la tensión se habían relajado de golpe. Lenton ni siquiera intentó llamar al orden a los hombres, e hizo la vista gorda cuando salieron de la base para desparramarse por la ciudad, llevar las buenas noticias a aquellos que aún no las habían escuchado y entremezclar sus voces con el regocijo general.

—Sea cual sea el plan de invasión que Bonaparte tenía planeado, seguro que esto le ha puesto fin —dijo Chenery esa misma tarde, exultante. Estaban juntos en la balconada y observaban cómo los hombres que regresaban se apiñaban en una confusa multitud en el patio de armas. Todos estaban borrachos, pero demasiado felices para organizar peleas, y de cuando en cuando se oían retazos de canciones que llegaban flotando hasta ellos—. ¡Cómo me gustaría verle la cara!

—Creo que le hemos estado otorgando demasiado crédito —dijo Lenton. Sus mejillas estaban coloradas por el oporto y por la satisfacción, y razones tenía: su decisión de enviar a Excidium se había demostrado acertada y había contribuido de forma material a la victoria—. Ahora veo claro que no entiende la Armada tan bien como el Ejército o la Fuerza Aérea. Hasta un civil se daría cuenta de que treinta y tres buques de guerra no tienen excusa alguna para sufrir una derrota tan aplastante contra veintisiete.

—Pero ¿cómo es posible que sus divisiones aéreas hayan tardado tanto tiempo en alcanzarlos? —preguntó Harcourt—. Sólo había diez dragones, y por lo que ha dicho James, más de la mitad eran españoles. Eso no supone ni la décima parte del contingente que Bonaparte tenía en Austria. ¿Y si al final no llegó a desplazarlos del Rin?

—Tengo entendido que el paso sobre los Pirineos es muy difícil, aunque nunca lo he comprobado por mí mismo —apuntó Chenery—, pero lo más probable es que Bonaparte no haya llegado a enviarlos al creer que Villeneuve ya contaba con todas las fuerzas que necesitaba. Esos dragones deben de haber pasado todos estos meses en sus bases, cebándose y haraganeando. Sin duda, todo este tiempo ha estado convencido de que Villeneuve atravesaría las líneas de Nelson, perdiendo a lo sumo una o dos naves. Y mientras, nosotros esperándolos todos los días, preguntándonos dónde estaban y mordiéndonos las uñas sin ningún motivo.

—Y ahora su ejército no puede cruzar el canal —concluyó Harcourt.

—Citando a lord St. Vincent, «no digo que no puedan venir, pero al menos no podrán hacerlo por mar» —dijo Chenery con una sonrisa—. Si Bonaparte piensa tomar Inglaterra con cuarenta dragones y sus dotaciones, podemos invitarle a que lo intente y pruebe el sabor de los cañones que han instalado los chicos de la milicia. Sería una pena desperdiciar un trabajo tan duro.

—Confieso que no me importaría darle otro correctivo a ese bergante —dijo Lenton—, pero dudo que sea tan insensato. Nos contentaremos con haber cumplido con nuestro deber y les dejaremos a los austríacos la gloria de acabar con él. Sus esperanzas de invasión se han terminado. —Apuró el resto de su oporto y dijo de repente—: Me temo que no podemos aplazarlo más. Ya no necesitamos a Choiseul.

En el silencio que se hizo entre ellos, la respiración contenida de Harcourt era casi un sollozo. Pero la capitana no hizo ninguna objeción y preguntó con voz admirablemente firme:

—¿Ha decidido usted qué va a hacer con Praecursoris?

—Lo enviaremos a Terranova, si es que él quiere ir. Necesitan otro semental para completar su dotación, y no puede decirse que ese dragón se haya comportado de forma depravada —dijo Lenton—. La culpa ha sido de Choiseul, no suya —meneó la cabeza—. Es una lástima, desde luego. Todas nuestras bestias estarán deprimidas unos cuantos días, pero no podemos hacer otra cosa. Lo mejor es terminar cuanto antes. Mañana por la mañana.

Le concedieron a Choiseul unos momentos con Praecursoris. El gran dragón estaba prácticamente cubierto de cadenas y Maximus y Temerario le vigilaban de cerca, uno a cada lado. Laurence sentía cómo los escalofríos recorrían el cuerpo de Temerario mientras aguantaba en su desagradable misión de guardia, obligado a observar mientras Praecursoris movía la cabeza a uno y otro lado en señal de negativa y Choiseul hacía un intento desesperado de convencerle para que aceptara el refugio que le ofrecía Lenton. Al fin, el dragón agachó su enorme cabeza como si asintiera y Choiseul se acercó a él para apretar la mejilla contra la suave superficie de su nariz.

Después, los guardias se adelantaron. Praecursoris trató de arañarlos con sus garras, pero la maraña de cadenas le mantuvo a raya. Cuando se llevaron a Choiseul, el dragón chilló. Era un sonido espantoso. Temerario se encorvó, se apartó desplegando las alas y emitió un débil gemido. Laurence se acercó a él y se abrazó a su cuello, acariciándolo una y otra vez.

—No mires, amigo mío —dijo, luchando para pronunciar aquellas palabras pese al nudo que tenía en la garganta—. Todo habrá terminado dentro de un momento.

Praecursoris chilló una vez más, ya al final. Después se desplomó pesadamente, como si toda su fuerza vital hubiera abandonado su cuerpo. Lenton les hizo una señal para indicarles que podían irse, y Laurence tocó el costado de Temerario.

—Vamonos lejos de aquí —dijo, y el dragón voló lejos del patíbulo, batiendo las alas sobre el mar límpido y vacío.

—Laurence, ¿puedo traer a Maximus y a Lily? —preguntó Berkley con su habitual tosquedad, tras abordarle sin previo aviso—. Su claro es lo bastante grande para todos, creo yo.

Laurence levantó la cabeza y lo miró sin comprender. Temerario seguía acurrucado, con la cabeza escondida entre las alas, y no había forma de consolarle. Habían volado durante horas, sólo ellos dos y el océano bajo sus pies, hasta que Laurence le suplicó que regresaran a tierra, por miedo a que el vuelo dejara completamente exhausto al dragón. Él mismo se sentía enfermo y dolorido, como si tuviera fiebre. Había asistido antes a otras ejecuciones, una lúgubre realidad de la vida naval, y Choiseul se merecía aquel destino mucho más que otros hombres a los que Laurence había visto balancearse al extremo de una soga. Ni él mismo sabía decir por qué sentía tanta congoja.