—Oh, en eso sí que estoy de acuerdo —reconoció Temerario—. Algunas leyes que conozco tienen muy poco sentido y, si no fuera por complacerte a ti, no sé si las obedecería. Me parece que si queréis aplicarnos vuestras leyes, lo más razonable sería consultarnos sobre ellas. Pero por lo que me has leído sobre el Parlamento, creo que nunca han invitado a acudir a ningún dragón.
—Lo próximo que harás será negarte a pagar impuestos si no te dejan votar y arrojar un cargamento de té a las aguas del puerto —bromeó Laurence—. Veo que tienes un alma jacobina, así que me temo que debo renunciar a cuidarte. Lo único que puedo hacer es lavarme las manos y negar mi responsabilidad.
Capítulo 12
A la mañana siguiente, Praecursoris ya se había ido. Lo enviaron a un transporte de dragones que zarpaba desde Portsmouth hacia la pequeña base de Nueva Escocia, desde donde lo llevarían a Terranova. Allí, por último, sería confinado en un criadero de reciente construcción. Laurence había procurado evitar ver de nuevo al afligido dragón, y la noche anterior había mantenido en vela a Temerario para asegurarse de que estuviese dormido cuando se produjera la partida.
Lenton había elegido el momento con sabiduría. El regocijo general por la victoria de Trafalgar aún duraba, y eso servía para contrarrestar de alguna manera las desdichas privadas. Ese mismo día los carteles anunciaron que en la desembocadura del Támesis se iba a celebrar un espectáculo de fuegos artificiales. Lily, Temerario y Maximus, los dragones más jóvenes de la base y, por tanto, los más afectados por lo ocurrido, fueron enviados como observadores por orden de Lenton.
Mientras presenciaba aquella brillante exhibición que alumbraba el cielo y escuchaba la música que llegaba desde las barcazas surcando el agua, Laurence se sintió muy agradecido a Lenton por lo acertado de su decisión. Los ojos de Temerario estaban dilatados de la emoción. Los brillantes estallidos de colores se reflejaban en sus pupilas y en sus escamas, y el dragón ladeaba la cabeza a uno y otro lado para oír con más claridad. Mientras volvían a la base sólo habló de la música, las explosiones y los fuegos.
—Entonces, ¿eso es un concierto como los de Dover? —preguntó—. Laurence, ¿no podemos volver otro día y ponernos un poco más cerca? Puedo sentarme muy callado para no molestar a nadie.
—Me temo que unos fuegos artificiales como ésos son para ocasiones especiales. En los conciertos normales sólo hay música —dijo Laurence, evitando una respuesta directa.
De sobra se imaginaba cómo reaccionarían los habitantes de la ciudad si un dragón aparecía entre ellos para asistir a un concierto.
—Oh —dijo Temerario, aunque no por eso se desanimó—. Aun así, me gustaría mucho ir. Esta noche no he podido oír la música demasiado bien.
—No sé si en la ciudad podrían construir algún alojamiento adecuado —respondió Laurence, a regañadientes. Pero por suerte tuvo una inspiración repentina y añadió—: A lo mejor puedo contratar a unos músicos para que vengan a la base y toquen para vosotros. Ésa sería una solución mucho más cómoda.
—Sí, es cierto, sería magnífico —dijo Temerario, emocionado.
Después, en cuanto aterrizaron todos, comunicó la idea a Maximus y Lily, que se mostraron tan interesados como él.
—Maldita sea, Laurence, debería aprender a decir que no —protestó Berkley—. Siempre nos está metiendo en líos absurdos. Ahora, a ver si algún músico quiere venir aquí, sea por dinero o por amor al arte.
—Por amor al arte tal vez no. Pero estoy seguro de que, a cambio de la paga de una semana y una buena comida, la mayor parte de los músicos se dejaría convencer para tocar en un manicomio —dijo Laurence.
—Me parece una buena idea —dijo Harcourt—. A mí también me gustaría. Sólo he ido a un concierto una vez, cuando tenía dieciséis años. Me tuve que poner una falda, y cuando no había pasado ni media hora, un tipo asqueroso se sentó a mi lado y empezó a susurrarme groserías, hasta que tuve que tirarle un puchero de café caliente entre las piernas. Me chafó el concierto, y eso que él salió corriendo de allí.
—¡Dios santo, Harcourt! Si alguna vez se me ocurre ofenderla, me aseguraré antes de que no tenga nada caliente a mano —dijo Berkley, mientras Laurence se debatía entre dos sensaciones desagradables, pensando en el insulto que había sufrido Harcourt y también en cómo había reaccionado en aquella ocasión.
—Bueno, hubiera podido pegarle, pero para eso habría tenido que levantarme. No tienen ni idea de lo difícil que es colocarte bien la falda cuando te sientas. La primera vez tardé cinco minutos en hacerlo —dijo ella, en tono razonable—, así que no me apetecía repetirlo todo de nuevo. En ese momento llegó el camarero, y pensé que eso sería más fácil, y además se trataba de una reacción más apropiada para una chica.
Todavía algo pálido por imaginarse la escena, Laurence les dio las buenas noches y se llevó a Temerario para que descansara. Volvió a dormir junto al dragón, en la pequeña tienda de campaña, aunque estaba convencido de que Temerario ya había superado su trauma. Como recompensa, a la mañana siguiente le despertó muy temprano. Temerario asomó uno de sus enormes ojos dentro de la tienda y le preguntó a Laurence si no le importaría ir a Dover para organizar el concierto ese mismo día.
—Me gustaría seguir durmiendo hasta una hora civilizada, pero como es evidente que eso es imposible, le puedo pedir permiso a Lenton —dijo Laurence, bostezando y arrastrándose fuera de la tienda—. ¿Te importa que desayune primero?
—Oh, claro que no —respondió Temerario con magnanimidad.
Rezongando un poco, Laurence se puso la chaqueta y caminó de vuelta al cuartel. Cuando se encontraba a medio camino del edificio, estuvo a punto de chocar con Morgan, que venía corriendo a buscarle. Laurence lo sujetó para que no se cayera y el muchacho, jadeante de emoción, le dijo:
—Señor, el almirante Lenton quiere verle. Y también ha ordenado que Temerario se ponga el arnés de combate.
—Muy bien —dijo Laurence, disimulando su sorpresa—. Vaya a decirles al teniente Granby y al señor Hollín que se presenten enseguida, y después siga las instrucciones del teniente Granby. No hable de esto con nadie más.
—A la orden, señor —dijo el chico, y se fue hacia los barracones corriendo como una exhalación.
Laurence aceleró el paso.
—Entre, Laurence —respondió Lenton cuando llamó a la puerta.
Al parecer, todos los capitanes de la base estaban reunidos en su despacho. Para sorpresa de Laurence, Rankin estaba sentado de cara a los demás, junto al escritorio de Lenton. Por acuerdo tácito, ambos habían evitado dirigirse la palabra desde que el aristócrata llegó, trasladado de Loch Laggan. Laurence no sabía nada de sus actividades ni de las de Levitas. Era evidente que debían de ser más peligrosas de lo que había imaginado: un vendaje ensangrentado rodeaba el muslo de Rankin, y su ropa también estaba manchada. Su rostro afilado estaba pálido y tenía un rictus de dolor.
Lenton esperó a que la puerta se cerrara tras los últimos rezagados, y después empezó en tono sombrío:
—Es probable que ya se hayan dado cuenta, caballeros. Nos hemos apresurado al celebrar la victoria. El capitán Rankin acaba de regresar de un vuelo sobre la costa. Ha conseguido infiltrarse tras la frontera enemiga y ha podido ver en qué anda trabajando ese maldito corso. Pueden verlo por ustedes mismos.
Lenton deslizó sobre la mesa una hoja de papel, manchada de polvo y gotas de sangre, que aun así no impedían ver un elegante dibujo trazado con precisión por la mano de Rankin. Laurence frunció el ceño, tratando de adivinar qué era aquello. Parecía un buque de guerra, pero no tenía balaustrada en la cubierta superior, ni tampoco mástiles. Había unas gruesas vigas de extraño aspecto que sobresalían por ambos costados a proa y a popa, y no tenía portillas para los cañones.