Laurence la miró fijamente. No se explicaba el porqué de aquella insólita respuesta, pero tras reflexionar un instante, y conociendo la forma de ser de Hollín, se decidió.
—Señor Granby —dijo en voz alta—, debo ausentarme un momento. Lo dejo todo en sus manos. Roland, quédese aquí y venga a avisarme si pasa cualquier cosa —le dijo a la mensajera.
Caminó con paso rápido, sin saber si debía enfadarse o preocuparse, reacio a exponerse a una nueva queja de Rankin, y aún más en las circunstancias presentes. Nadie podía negar que el hombre acababa de cumplir su deber con valentía, y ofenderle directamente después de aquello sería una grosería enorme. Pero al mismo tiempo, mientras seguía las indicaciones que le había dado Roland, Laurence no podía evitar sentir un gran enojo hacia él.
El claro en el que se encontraba Levitas era pequeño y estaba muy cerca del cuartel general, pues sin duda Rankin lo había escogido pensando en su propia comodidad y no en la del dragón. El suelo estaba muy descuidado, y cuando Laurence vio a Levitas descubrió que estaba tendido sobre un círculo de arena pelada y tenía la cabeza apoyada en el regazo de Hollín.
—Bien, señor Hollin, ¿se puede saber qué pasa? —preguntó Laurence, en tono agudo e irritado. Después, al rodear el cuerpo del dragón, comprobó que tenía el costado y el vientre cubiertos de vendas empapadas de sangre negruzca. Desde el otro lado, no las había visto—. Dios mío —se le escapó.
Al escuchar a Laurence, Levitas entreabrió los ojos y los volvió hacia él con esperanza. Su mirada era vidriosa y brillante de dolor, pero pasado un instante, con un destello de reconocimiento, el pequeño dragón suspiró y los cerró de nuevo, sin pronunciar palabra.
—Señor —dijo Hollín—. Lo siento, sé que tengo mis propios deberes, pero no podía abandonarlo. El médico se ha ido. Dice que ya no puede hacer nada más por él y que no durará mucho. Aquí no hay nadie, ni siquiera alguien que pueda traer agua. —Hollin hizo una pausa y luego repitió—: No podía abandonarlo.
Laurence se arrodilló junto a él y puso la mano en la cabeza de Levitas, rozándola apenas por temor a hacerle más daño aún.
—No —dijo—. Claro que no.
Se alegró de estar tan cerca del cuartel general. Había unos asistentes haraganeando junto a la puerta y comentando las noticias, así que los envió para que ayudaran a Hollin. Rankin se encontraba en el club de oficiales, donde era fácil de localizar. Estaba bebiendo vino, tenía mucho mejor color y se había cambiado las ropas manchadas de sangre por otras limpias. Lenton y dos capitanes exploradores estaban sentados con él, discutiendo las mejores posiciones para defender la costa.
Laurence se acercó y dijo con voz serena:
—Si puede andar, póngase de pie. De lo contrario, le llevaré yo mismo.
Rankin dejó el vaso en la mesa y le miró con ojos gélidos.
—¿Puede repetirlo, por favor? —dijo—. Supongo que está volviendo a entrometerse, como…
Sin prestarle atención, Laurence agarró el respaldo de su silla y empujó. Rankin cayó hacia delante, manoteando para tratar de sujetarse al suelo. Laurence le asió por el cuello de la chaqueta y tiró de él para ponerlo en pie, haciendo caso omiso de sus quejas de dolor.
—Laurence, ¿se puede saber qué…? —dijo Lenton, levantándose con gesto atónito.
—Levitas se está muriendo. El capitán Rankin desea despedirse de él —dijo Laurence, mirando a los ojos a Lenton mientras sujetaba a Rankin del brazo y del cuello—. Le ruega que le disculpe, señor.
Los demás capitanes, que se habían incorporado a medias de sus sillas, se le quedaron mirando. Lenton observó a Rankin y después volvió a sentarse con toda la intención.
—Muy bien —dijo, extendiendo la mano para agarrar la botella.
Los otros capitanes se sentaron también con gesto parsimonioso.
Rankin caminó a trompicones, sin intentar librarse de la presa de Laurence, aunque ofreció una débil resistencia por el camino. Al borde del claro, Laurence se detuvo y le miró de frente.
—Va a ser generoso con él, ¿me entiende? —le dijo—. Le va a dedicar todas las alabanzas que se merecía y que nunca le dijo. Va a decirle que ha sido bravo y leal, y mucho mejor compañero de lo que usted se merece.
Rankin no decía nada, sólo miraba a Laurence como si se tratara de un lunático peligroso. Laurence le zarandeó de nuevo.
—Por Dios, va a hacer esto y mucho más, y rece para que me dé por satisfecho con eso —concluyó en tono salvaje y tiró de él.
Hollín seguía sentado, con la cabeza de Levitas en el regazo y un cubo a su lado. Estaba escurriendo agua de un trapo limpio en la boca entreabierta del dragón. Miró a Rankin sin molestarse en disimular su desprecio, pero después se inclinó sobre el dragón y dijo:
—Levitas, mira quién ha venido.
Levitas abrió los ojos, pero ya los tenía lechosos y no podía ver.
—¿Mi capitán? —dijo en tono inseguro.
Laurence empujó a Rankin y le obligó a arrodillarse sin miramientos. Rankin jadeó y se apretó el muslo, pero dijo:
—Sí, estoy aquí. —Levantó la mirada hacia Laurence, tragó saliva y añadió con torpeza— Has sido muy valiente.
No había nada de natural ni de sincero en su voz, que no podía sonar más forzada. Pero Levitas sólo respondió, muy suavemente:
—Has venido…
Después lamió las gotas de agua que tenía en la comisura de la boca. La sangre seguía manando perezosa, lo bastante espesa para diferenciar los vendajes de ambos: los de Rankin estaban relucientes, y los del dragón, negros. Rankin se removió inquieto. Se estaba empapando las calzas y las medias, pero miró de nuevo a Laurence y renunció a levantarse.
Levitas suspiró tenuemente, y después incluso el débil movimiento de sus costados cesó. La mano encallecida de Hollín le cerró los ojos.
Los dedos de Laurence seguían apretando el cogote de Rankin. Ahora le soltó por fin. Su rabia había desaparecido, sustituida por un silencioso aborrecimiento.
—Vayase —dijo—. Nosotros, los que le apreciábamos, nos encargaremos de todo, no usted. —Cuando Rankin salió del claro, ni se molestó en mirarle—. No puedo quedarme —le dijo a Hollín con voz queda—. ¿Puede arreglárselas usted?
—Sí —dijo Hollin, acariciando la pequeña cabeza—. Con una batalla inminente no se puede hacer gran cosa, pero me aseguraré de que se lo lleven y lo entierren como es debido. Gracias, señor. Esto ha significado mucho para él.
—Más de lo que debería —repuso Laurence.
Durante un rato se quedó mirando a Levitas. Después, se dirigió al cuartel general y se presentó ante el almirante Lenton.
—¿Y bien? —preguntó Lenton, ceñudo, cuando Laurence entró en su despacho.
—Señor, pido disculpas por mi comportamiento —dijo Laurence—. Aceptaré de buen grado las medidas que usted juzgue oportuno tomar.
—No, no, ¿de qué me está hablando? Me refería a Levitas —dijo Lenton, impaciente.
Laurence hizo una pausa, y después dijo:
—Ha muerto. Ha sufrido mucho, pero al menos al final se fue en paz.
Lenton meneó la cabeza.
—Es una verdadera lástima —dijo, sirviendo sendas copas de brandy para él y para Laurence. Apuró su propia bebida de dos tragos y después exhaló un profundo suspiro—. Y el momento más desafortunado para que Rankin quede descabalgado —añadió—. En Chatham tenemos un Winchester que está a punto de eclosionar, antes de lo previsto. A juzgar por el endurecimiento de la cascara, puede hacerlo en cualquier momento. He estado bregando para encontrar a alguien que pueda llegar a tiempo, sea digno de ese puesto y no le importe ser asignado a un Winchester. Ahora Rankin ha quedado libre y el hecho de haber traído la información le ha convertido en un héroe. Si no le envío a él y la bestia acaba sin arnés, tendremos que soportar las airadas protestas de toda su condenada familia, y probablemente una interpelación en el Parlamento.