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Granby le miró durante unos instantes y después, con un respingo, se apresuró a contestar:

—Así es. Tiene usted razón. ¿No deberíamos permitir a los hombres un poco de ejercicio? Creo que disponemos de al menos media hora de gracia antes de encontrarnos con ellos.

—Muy bien —dijo Laurence, poniéndose en pie.

Aunque el viento soplaba con fuerza, apuntalado en sus correas se pudo dar la vuelta. A los hombres no les gustaba demasiado toparse con su mirada, pero lo cierto fue que causó efecto. Los hombros se irguieron y los susurros cesaron. Ninguno de ellos quería mostrar miedo o desánimo ante los ojos de su capitán.

—Señor Johns, cambio de posiciones, por favor —ordenó Granby por la bocina.

Al momento, los hombres del lomo y del vientre se apresuraron a intercambiar posiciones bajo la dirección de los tenientes. La dotación entró en calor al recibir el mordisco del viento y los rostros parecieron un poco menos atribulados. Tan cerca de otras tripulaciones no podían dedicarse a prácticas de artillería con fuego real; pero con un despliegue de energía encomiable, el teniente Riggs hizo que sus fusileros dispararan cartuchos de fogueo para soltar los dedos. Dunne tenía unas manos largas y finas, que ahora se veían blancas de frío. Mientras se esforzaba por recargar, el cuerno de pólvora se le resbaló de los dedos y estuvo a punto de caer por el costado del dragón. Collins consiguió recuperarlo inclinándose casi en ángulo recto fuera de la espalda de Temerario, apenas sujeto por una cuerda.

Al oír los disparos, Temerario volvió la cabeza para mirar, pero después la enderezó de nuevo sin mayor comentario. Volaba con facilidad, a un ritmo que podría haber sostenido durante casi un día entero. Su respiración no era trabajosa, ni siquiera se había acelerado. Su único problema era el exceso de entusiasmo: al ver a los dragones franceses más de cerca, se dejó llevar por la emoción y aceleró de golpe su vuelo. Pero un toque de la mano de Laurence le hizo retroceder de vuelta a la formación.

Los defensores franceses habían formado en una línea de batalla muy difusa. Los dragones más grandes volaban arriba y los más pequeños abajo, en una masa rápida y cambiante, formando un muro que protegía a las naves de transporte y a sus porteadores. Laurence pensó que si conseguían abrir brecha en aquella línea aún tendrían alguna esperanza. Los porteadores, la mayoría de los cuales eran Pécheur-Rayé, una raza de tamaño mediano, estaban haciendo un gran esfuerzo. Sobrellevar la carga desacostumbrada sin duda hacía mella en el, y Laurence estaba convencido de que serían vulnerable ante un ataque.

Pero contaban con veintitrés dragones contra los cuarenta y tantos defensores franceses, y casi una cuarta parte de la fuerza inglesa estaba compuesta por Abadejos Grises y Winchesters, que no eran rivales contra los dragones pesados de combate. Atravesar su línea se antojaba casi imposible, y en caso de conseguirlo, los atacantes se encontrarían aislados y serían vulnerables a su vez.

A lomos de Obversaria, Lenton desplegó las banderas que daban la señal para atacar: «entablar contacto con el enemigo». Laurence sintió que el corazón se le aceleraba, con ese temblor nervioso que sólo desaparecería tras los primeros momentos del combate. Tomó la bocina y dijo:

—Elige tu objetivo, Temerario. Si consigues llevarnos hasta uno de esos transportes, mejor que mejor.

En la confusión de aquella enorme multitud de dragones, confiaba en el instinto de Temerario más que en el suyo propio. Si había algún hueco en la línea francesa, Laurence estaba seguro de que Temerario lo vería.

Por toda respuesta, el dragón se dirigió de inmediato contra uno de los transportes más apartados del centro de la formación, como si tuviera la intención de ir directamente a por él. Después, de repente, plegó las alas de golpe y se lanzó en picado, y los tres dragones franceses que habían cerrado filas frente a él se lanzaron en su persecución. Girando las alas, Temerario se detuvo a mitad de su vuelo mientras los otros tres pasaban de largo como una exhalación. Con apenas unas batidas de sus poderosas alas, el dragón empezó a subir, derecho hacia el vientre desprotegido del primer transporte, por el lado de babor. Laurence comprobó que la bestia de aquel flanco, una pequeña hembra Pécheur-Rayé, estaba visiblemente cansada y aleteaba con gran esfuerzo, aunque aún seguía manteniendo un ritmo regular.

—¡Bombas preparadas! —gritó Laurence.

En el momento en que Temerario hacía una pasada junto a la Pécheur-Rayé y lanzaba un zarpazo contra el costado de la dragona francesa, los tripulantes arrojaron sus bombas sobre la cubierta del transporte. Sobre el lomo de la Pécheur sonó una detonación, y Laurence oyó un grito a sus espaldas. Collins levantó los brazos al cielo y quedó colgando inerte de su arnés, mientras su fusil caía a las aguas que se extendían bajo ellos. Momentos más tarde, su cuerpo lo siguió: estaba muerto, y alguien había cortado sus correas.

En el transporte no había cañones, pero su cubierta había sido construida con la inclinación de un tejado. Tres de las bombas rodaron antes de estallar, dejando un reguero de humo mientras caían sin haber cumplido si misión. Sin embargo, dos explotaron a tiempo. La nave entera se balanceó en el aire cuando la conmoción hizo que la Pécheur perdiera el ritmo por un instante, lo que abrió una serie de boquetes en la tablazón del transporte. Laurence tuvo un atisbo de una cara pálida que le miraba desde el interior, manchada de polvo y con un gesto de terror inhumano. Después, Temerario viró hacia un lado y se apartó de allí.

Había sangre que caía goteando de algún lugar, un chorro fino y negro. Laurence se inclinó para comprobarlo, pero no vio ninguna herida. Temerario estaba volando bien.

—¡Granby! —gritó, señalando a la sangre.

—¡Es de sus garras! ¡De la otra bestia! —le gritó Granby un momento después, y Laurence asintió.

Pero no hubo ocasión para hacer una segunda pasada. Dos dragones franceses venían directamente hacia ellos. Temerario batió las alas y se elevó hacia el cielo a toda velocidad, seguido por las bestias enemigas. Ya habían visto su truco y se acercaron a él a un ritmo más precavido para no pasarse de largo.

—¡Media vuelta, directo hacia abajo y a por ellos! —le indicó Laurence a Temerario.

—¡Armas preparadas! —gritó Riggs a su espalda.

Temerario expelió una profunda bocanada y giró en redondo a mitad del vuelo. Sin tener que luchar ya contra la gravedad, se precipitó en picado hacia los dragones franceses con un feroz rugido. Su tremendo volumen hizo vibrar los huesos de Laurence, a pesar del ulular del viento en su rostro. El dragón que iba delante retrocedió con un chillido y enredó sus alas contra la cabeza del segundo.

Temerario pasó volando entre ambos, atravesando la humareda acre de los disparos enemigos, mientras los fusiles ingleses ladraban su respuesta. Varios de los adversarios muertos ya tenían las correas cortadas y se precipitaban al vacío. Temerario lanzó un zarpazo al pasar y abrió una herida en el costado del segundo dragón. Un chorro de sangre salpicó los pantalones de Laurence, que sintió su contacto cálido y febril contra la piel.

Mientras se alejaban, sus dos atacantes seguían esforzándose por enderezarse. El primero estaba volando muy mal y emitía agudos chillidos de dolor. Laurence miró hacia atrás y vio cómo el dragón volvía grupas hacia Francia: con tal superioridad numérica, los aviadores de Bonaparte no tenían por qué exigir más a los dragones heridos.

—¡Bravo! —dijo Laurence, incapaz de reprimir la alegría.

Su orgullo era evidente en su tono de voz, por absurdo que fuese permitirse esos sentimientos en el apogeo de una batalla tan desesperada. Tras él, los tripulantes prorrumpieron en vítores cuando el segundo dragón francés se alejó para buscar a otro adversario, sin atreverse a atacar él solo a Temerario. Éste se dirigió de nuevo hacia su objetivo original, irguiendo la cabeza con orgullo: por el momento, no había sufrido ni un rasguño.