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Maximus rugió con furia, se desenganchó de las garras del Grand Chevalier y lanzó un ataque desesperado contra el segundo transporte cuando éste comenzaba a descender. Actuó sin preparación ni maniobras previas, simplemente volando hacia abajo. Dos dragones más pequeños intentaron cortarle el paso, pero él se había lanzado en picado con todo su empeño y, aunque al pasar recibió algunos embates de sus garras y dientes, los apartó a un lado por pura fuerza. Uno sólo recibió un golpe de refilón, pero el otro, un Honneur-d’Or a rayas rojas y azules, se estrelló contra los acantilados y una de las alas le quedó inutilizada. Intentó aferrarse con desesperación a la irregular pared de piedra, levantando rocas y nubes de polvo a su alrededor en el intento de sujetarse y subir hasta alcanzar terreno firme.

Una fragata ligera de veinticuatro cañones y poco calado se había atrevido a permanecer cerca de la costa. Ahora aprovechó la circunstancia y disparó una doble andanada con todos sus cañones de una banda, que sonaron como un trueno, antes de que el dragón consiguiera asirse al borde del acantilado. Los gritos del dragón francés sólo se oyeron una vez por encima del fragor del combate; luego, cayó deshecho. El despiadado oleaje empujó los cadáveres del animal y de su tripulación contra las rocas.

Alzándose por encima de todos, Maximus había aterrizado sobre el segundo transporte y daba fuertes tirones a las cadenas que lo sostenían. El peso añadido era excesivo para que los dragones de tiro pudieran aguantarlo, pero lucharon con denuedo. Realizaron un gran esfuerzo coordinado, gracias al cual lograron mantener el transporte sobre el borde del acantilado hasta que al fin se rompieron las sujeciones. El casco de madera se desplomó desde de unos siete metros de altura y estalló contra el suelo como si fuera un huevo a causa del impacto. Hombres y armas de fuego salieron despedidos por todos lados, pero como la caída no había sido demasiado fuerte, los supervivientes se incorporaron casi al momento y se vieron a salvo, detrás de las posiciones francesas ya consolidadas.

Maximus, por su parte, había aterrizado pesadamente detrás de las líneas británicas. Los costados le humeaban en el aire frío, sangraba con profusión por más de una docena de heridas, y las alas le colgaban hasta el suelo. Se esforzó por volver a batirlas en un infructuoso intento de despegar, y cayó sobre la grupa con todas las extremidades temblorosas.

Los franceses tenían ya en tierra tres o cuatro mil hombres y cinco cañones; las tropas británicas contaban con veinte mil efectivos, pero en su mayor parte eran milicianos poco dispuestos a atacar de frente con todos esos dragones pululando en el alto; muchos intentaban huir ya en aquellos momentos. Si el comandante francés tenía una pizca de sentido común, esperaría a que llegaran tres o cuatro transportes más a lo sumo antes de lanzar una carga. Si sus soldados sobrepasaban los emplazamientos de los cañones enemigos, podrían volver la artillería contra los dragones británicos, lo cual permitiría el acceso de los demás transportes de forma definitiva.

—Laurence —dijo Temerario, volviéndose hacia él—. Hay dos más de esos navios a punto de aterrizar.

—Sí —contestó el interpelado en voz baja—. Debemos intentar detenerlos; la batalla en tierra estará perdida si aterrizan.

Temerario se quedó callado un momento, mientras cambiaba su itinerario de vuelo en un ángulo que le permitiera situarse delante del transporte más adelantado; entonces, preguntó:

—Laurence, ¿no podemos ganar, verdad?

Los dos vigías delanteros, unos alféreces muy jóvenes, también estaban a la escucha, así que Laurence tuvo que hablar tanto para él como para ellos.

—Quizá no de manera definitiva —contestó—, pero seguramente podemos hacer lo suficiente para ayudar a proteger Inglaterra. La milicia los podrá contener durante cierto tiempo si los obligamos a aterrizar de uno en uno o en peores posiciones.

Temerario asintió, pero Laurence creyó que había captado lo que él no había expresado con palabras: que la batalla estaba perdida, y que incluso aquello no pasaba de ser una maniobra simbólica.

—Y aun así, hemos de intentarlo o estaríamos dejando a nuestros amigos luchando a solas —replicó Temerario—. Creo que te referías a esto cuando hablabas de «deber» durante todo este tiempo; ahora lo entiendo, en su mayor parte al menos.

—Sí —reconoció Laurence, con la garganta dolorida.

Habían adelantado a los transportes y ahora sobrevolaban tierra firme. Allí abajo, la milicia parecía un borroso mar carmesí. Temerario dio la vuelta para recibir de frente al primero de los transportes; apenas hubo tiempo suficiente de que Laurence pusiera su mano en el cuello de Temerario en signo de silenciosa compenetración.

La visión de la costa había insuflado coraje a los dragones franceses, tanto que habían aumentado su velocidad. Dos Pécheur lideraban el transporte. Eran aproximadamente del mismo tamaño que Temerario y seguían ilesos. Laurence confió a su dragón la decisión de elegir el rival y recargó sus pistolas.

Temerario se detuvo y permaneció suspendido en el aire delante de los dragones que se acercaban. Desplegó las alas como si intentara bloquearles el paso, y la gorguera se alzó de forma instintiva, con la palmeada piel gris translúcida a la luz del sol. Mientras tomaba aliento, experimentó un estremecimiento lento y profundo a lo largo de todo el cuerpo y sus costados se hincharon aún más contra los enormes costillares, realzando el contorno de los huesos. Su piel tenía un aspecto muy tirante, tanto que Laurence empezó a alarmarse; sentía el aire moviéndose debajo, creando ecos resonantes en las cámaras de los pulmones de Temerario.

La carne del dragón parecía emitir una sorda reverberación, como el retumbar de un tambor o un latido.

—Temerario —le llamó Laurence, o al menos lo intentó, ya que ni siquiera oía su voz.

Sintió cómo un tremendo temblor recorría el cuerpo del dragón, que en ese movimiento había contenido del todo el aliento. Acto seguido, abrió las mandíbulas y profirió un rugido que era más pura fuerza que sonido, una terrible onda sonora tan grande que parecía distorsionar el aire delante de él.

Una neblina repentina cegó al aviador. Luego, cuando se aclaró la visión, no comprendió la escena que se presentaba ante sus ojos. Frente a ellos, el transporte temblaba como si lo hubiera barrido una andanada de cañonazos de la banda de un barco. La madera ligera se astillaba igual que si hubiera soportado el fuego de los cañones, y los hombres y las armas se precipitaban hacia el oleaje espumoso al pie de los acantilados. Le dolían la mandíbula y los oídos como si le hubieran propinado un golpe en la cabeza, y el cuerpo de Temerario todavía temblaba bajo sus piernas.

—Laurence, me temo que he sido yo quien ha provocado eso —dijo Temerario.

Su voz sonaba más sorprendida que complacida. También Laurence compartía sus sentimientos, por lo que ni siquiera tuvo voz para contestar.

Los cuatro dragones seguían atados aún a las bordas del destrozado transporte, el primer dragón de estribor sangraba por los orificios nasales, ahogándose y bramando de dolor. La tripulación se deshizo de las cadenas y arrojó lejos los fragmentos en un rápido intento de salvar a la criatura, que consiguió recorrer a duras penas los últimos trescientos metros y aterrizar detrás de las líneas francesas. El capitán y la tripulación se bajaron de inmediato mientras el dragón herido se acurrucaba, quejándose al tiempo que se tocaba la cabeza con la pata.

Después de esto, se elevó un clamor salvaje desde las filas británicas a la vez que se producía una descarga de fusilería procedente de las francesas: los soldados en tierra disparaban a Temerario.

—Señor, estamos al alcance de aquellos cañones si los recargan a tiempo —advirtió Martin con una nota de urgencia en la voz.