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Temerario lo oyó y se precipitó como un dardo sobre el agua, alejándose por un momento de su alcance, y se quedó suspendido en el aire. La avanzada francesa se vio frenada por un momento, con algunos de los soldados aturullados, recelando de acercarse y tan confusos como Temerario y Laurence. Sin embargo, esto iba a durar poco, ya que los capitanes franceses en el aire terminarían dándose cuenta, o al menos recobrarían la calma. Incluso podrían planear un ataque concertado sobre Temerario y hacerle caer. Les quedaba muy poco tiempo para aprovechar la sorpresa.

—Temerario —dijo con voz apremiante—, vuela más bajo e intenta si puedes golpearles desde abajo, a la altura del acantilado. Señor Turner —añadió volviéndose hacia el oficial de señales—. Deles un disparo de aviso a esos barcos de ahí abajo y muéstreles la señal de «comprometer al enemigo en lucha a corta distancia», creo que entenderán lo que quiero decir.

—Lo intentaré —respondió Temerario con cierta inseguridad.

Luego, voló más bajo, mientras volvía a concentrarse para realizar esa tremenda aspiración de aire.

Esta vez se situó bajo la parte inferior de otro de los transportes que aún se encontraban por encima del agua, y curvando la cabeza hacia arriba, rugió de nuevo. La distancia era mayor y el navio no resultó totalmente destruido, pero sufrió grandes grietas en las planchas del casco. Los cuatro dragones que lo llevaban tuvieron que emplearse de forma desesperada en evitar que reventara durante todo el resto del camino.

Una formación francesa en forma de punta de flecha encabezada por el Grand Chevalier, al que seguían seis dragones pesados, se lanzó a por ellos. Temerario se alejó a gran velocidad y cuando Laurence le avisó, perdió altura hasta volar a ras del mar, donde aguardaban media docena de fragatas y tres buques de línea. Cuando pasaron por encima de ellos, los cañones pesados lanzaron una retumbante andanada por la borda, un cañón tras otro, dispersando a los dragones franceses en una confusión frenética mientras intentaban evitar la metralla y las balas de cañón.

—Ahora, rápido, a por el siguiente —instó Laurence a Temerario, aunque la orden apenas fue necesaria; Temerario ya había girado sobre sí mismo.

Se situó justo sobre la parte inferior del siguiente transporte en línea, el más grande de todos. Lo sostenían cuatro dragones pesados, y las enseñas de las águilas doradas flameaban en la cubierta.

—Ésas son las banderas imperiales, ¿no? —preguntó Temerario, volviendo la cabeza hacia atrás—. ¿Está ahí Bonaparte?

—Más bien será uno de sus mariscales —gritó Laurence contra el viento, aunque de cualquier modo, también se sentía terriblemente alborotado.

Los defensores recuperaban otra vez la formación a mayor altura, preparados para perseguirles de nuevo, aunque Temerario batió las alas con denuedo y consiguió distanciarlos. Este transporte de mayor tamaño estaba hecho de madera más recia, por lo que no se rompió con la misma facilidad que los anteriores, pero aun así, la madera estalló con el sonido de un disparo y las astillas saltaron por doquier.

Temerario se lanzó en picado con el propósito de efectuar una segunda pasada. De pronto, vio que Lily volaba a un lado y Obversaria al otro, mientras Benton gritaba a voz en cuello a través de su bocina:

—¡Ve a por ellos, directamente a por ellos, nosotros nos haremos cargo de estos malditos granujas!

Los otros dos giraron para interceptar a los defensores franceses que volvían en persecución de Temerario, pero cuando éste comenzaba el ascenso, el transporte dañado cambió su rumbo. Los cuatro dragones que lo acarreaban giraron a la vez y lo apartaron de la lucha. Todos los transportes que se encontraban aún sobre el campo de batalla se retiraron también y se dieron la vuelta para emprender el largo y penoso viaje de retirada hacia Francia.

Epílogo

—Laurence, sé buen chico y tráeme un vaso de vino —pidió Jane Roland en cuanto se dejó caer en la silla contigua a la suya sin preocuparse por arrugar la falda—. Me basta y sobra con bailar dos canciones. No pienso levantarme de esta mesa hasta que sea la hora de irme.

—¿No preferirías irte ya? —le preguntó él a la par que se levantaba—. Me encantaría llevarte.

—Si insinúas que me muevo con tal torpeza vestida así que me consideras incapaz de andar cuatrocientos metros sin caerme, dilo, y entonces te atizaré en la cabeza con este encantador bolso —dijo con una profunda carcajada—. No me he puesto mis mejores galas para estropearlas y luego escabullirme tan pronto. Dentro de una semana, Excidium y yo volveremos a Dover, y sólo Dios sabe cuánto tiempo va a transcurrir antes de que asista a otro baile, y mucho menos a uno que, supuestamente, se celebra en nuestro honor.

—Yo vendré a buscaros y os llevaré —contestó Chennery, quien también se levantó de su silla—. Si no nos van a dar de comer más que estos bocaditos franceses, voy a traer más.

—¡Eso, eso! —apuntó Berkley—. Trae la fuente.

Se abrió paso entre las mesas hasta llegar al tremendo gentío, que había crecido enormemente a medida que pasaba el tiempo. La sociedad londinense estaba a punto de alcanzar el delirio después de la alegría de las victorias de Trafalgar y Dover, y en ese momento sentía tanto entusiasmo por los aviadores como desdén había sentido en el pasado. La chaqueta y las barras le granjearon bastantes sonrisas e invitaciones al pasar, que Laurence aprovechó para conseguir un vaso de vino sin demasiada dificultad. Renunció a llevarse un cigarro para él a regañadientes. Hubiera sido el colmo de la mala educación permitirse ese capricho cuando Roland y Harcourt no podían fumar. En vez de eso, tomó un segundo vaso de vino al suponer que a alguno de los que se sentaban a la mesa le apetecería.

Por suerte, tenía ambas manos ocupadas y forzosamente sólo podía saludar con una inclinación de cabeza cuando se dirigía de vuelta a la mesa.

—Capitán Laurence —dijo miss Montagu, que le sonrió con bastante más simpatía de la que le había mostrado en la casa de sus padres; parecía decepcionada al no poder ofrecerle su mano—. ¡Cuánto me alegra volver a verle! Han pasado siglos desde que estuvimos juntos en Wollaton Hall. ¿Cómo está el querido Temerario? Se me encogió el corazón cuando me enteré de las noticias. Estaba segura de que usted estaba en lo más reñido de la batalla, y, por supuesto, allí estaba.

—El se encuentra muy bien, gracias —contestó Laurence con la mayor amabilidad posible.

El «querido Temerario» se hallaba extremadamente dolorido, pero no iba a comportarse de manera abiertamente grosera con una mujer a la que había conocido como huésped de sus padres, incluso aunque la aprobación social que había merecido tras la batalla no había suavizado la postura de su padre; carecía de sentido agravar la disputa y tal vez poner a su madre en una situación más comprometida sin necesidad.

—¿Puedo presentarle a lord Winsdale? —inquirió al tiempo que se volvía hacia su acompañante—. Éste es el capitán Laurence. —En voz baja, tanto que Laurence apenas la podía oír, agregó—: Ya sabes, es el hijo de lord Allendale.

—Por supuesto, por supuesto —dijo Winsdale, asintiendo levemente con la cabeza en lo que en su opinión debía ser una muestra de enorme condescendencia—. Es usted el hombre del momento, Laurence. Se habla muy bien de usted. Todos debemos considerarnos muy afortunados de que consiguiera hacerse con ese animal para Inglaterra.

—Sus palabras son muy amables, Winsdale —respondió, tratándole de igual a igual—. Deben disculparme, el vino se va a calentar enseguida.

Miss Montagu difícilmente podía pasar por alto el tono tajante de su voz. Pareció enfadarse durante un momento, pero luego respondió con súbita dulzura: