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—¡Por supuesto! Tal vez vaya a ver a miss Galman, ¿puede llevarle mis saludos? ¡Ay, qué tonta soy! Ya debería llamarla señora Woolvey, y además, ahora no se encuentra en la ciudad, ¿verdad?

La contempló con desagrado y se maravilló que la combinación de intuición y maldad de la joven le hubiera permitido descubrir la verdad de la antigua relación entre Edith y él.

—No. Tengo entendido que ella y su marido se encuentran en la actualidad al noroeste de Inglaterra, en Lake District —contestó él, e hizo una reverencia al alejarse, profundamente agradecido de que no hubiera tenido la oportunidad de sorprenderle con la noticia.

Su madre le había puesto al corriente del enlace en una carta que le había enviado poco después de la batalla y que recibió cuando aún estaba en Dover. Después de anunciarle el compromiso, le había escrito: «Espero que mis palabras no te causen mucho pesar. Sé que la has admirado durante mucho tiempo y siempre la he considerado un verdadero encanto, aunque su decisión en este asunto me parece un error».

El verdadero golpe se había producido mucho antes de la llegada de la carta. La noticia del matrimonio de Edith con otro hombre no suponía una sorpresa para Laurence, quien había sido capaz de tranquilizar a su madre sin faltar a la verdad. Es más, no cuestionaba el criterio de Edith. Mirando hacia atrás, veía lo desastroso que el matrimonio hubiera sido para ambas partes. No había dispuesto de tiempo para pensar en ella en los últimos nueve meses, ni tampoco antes. No existía motivo alguno para creer que Woolvey no fuera a ser un buen marido, cosa que él mismo no podía ser, sin duda, y creía que, si volvía a verla, sería perfectamente capaz de desearle que fuera feliz.

Pero las insinuaciones de miss Montagu le habían irritado y sus facciones se habían vuelto algo adustas. Jane debió de darse cuenta, ya que tomó los vasos y le dijo:

—Has estado mucho tiempo por ahí. ¿Te han molestado? No les hagas caso. Ve a dar una vuelta, ve a ver cómo se divierte Temerario. Eso te mejorará el humor.

La idea le atrajo enormemente.

—Creo que voy a hacerlo, con vuestro permiso —dijo saludando a la concurrencia.

—Échale un ojo a Maximus por mí, mira a ver si quiere algo más para cenar —gritó Berkley a sus espaldas.

—¡Y a Lily! —añadió Harcourt, que luego miró con aire de culpabilidad al resto de los invitados de las mesas próximas por si alguno la había oído.

Por supuesto, los participantes en la fiesta no se habían dado cuenta de que las mujeres que estaban en compañía de los aviadores eran ellas mismas capitanas, y daban por sentado que se trataba de sus esposas. Las cicatrices del rostro de Roland habían atraído unas cuantas miradas de sorpresa que ella había ignorado con absoluta naturalidad.

Laurence buscó el camino de salida al aire libre y dejó que la mesa volviera a su vehemente y bulliciosa conversación. Hacía tiempo que la ciudad había invadido el antiguo puesto cerca de Londres y la Fuerza Aérea lo había abandonado, y ahora servía sólo para el uso de los mensajeros. No obstante, lo habían reclamado para la ocasión y se había erigido un gran pabellón en la ribera norte, donde antaño estuvo el cuartel general.

A petición de los aviadores, los músicos se habían situado al borde mismo del pabellón, donde los dragones podían reunirse y asomarse. Al principio, la perspectiva los había atemorizado y se sentaron al borde de las sillas, listos para huir, pero conforme pasaba la velada, los dragones resultaron ser una audiencia mucho más agradecida que el ruidoso gentío de la alta sociedad, y la vanidad de los intérpretes poco a poco disipó su miedo. Al llegar, descubrió que el primer violinista se había desentendido totalmente de la orquesta e interpretaba para los dragones fragmentos de diferentes estilos de una forma pedagógica con el fin de mostrar a éstos la obra de diferentes compositores.

Maximus y Lily se hallaban entre el grupo de los interesados que escuchaban con fascinación y formulaban un sinnúmero de preguntas. Laurence vio después de un momento, no sin cierta sorpresa, que Temerario se había aovillado en un claro a cierta distancia de un lateral del pabellón, lejos de los otros, y conversaba con un caballero cuyo rostro no podía ver.

Eludió al grupo y se aproximó pronunciando en voz baja el nombre de su dragón. El hombre se dio la vuelta al oírle. Laurence dio un respingo de sorpresa al reconocer a sir Edward Howe y se apresuró a ir a su encuentro para saludarle.

—Me alegro mucho de verle, señor —dijo Laurence mientras le estrechaba la mano—. Ignoraba que hubiera vuelto a Londres, aunque lo primero que hice al llegar fue preguntar por usted.

—Estaba en Irlanda cuando me enteré de las noticias. Acabo de venir a Londres —respondió sir Edward; sólo entonces se percató Laurence de que el caballero aún vestía ropas de viaje y calzaba unas botas polvorientas—. Espero que sepa disculparme. Abusé de nuestra relación y acudí aquí a pesar de no tener una invitación formal, con la esperanza de hablar con usted. Cuando he visto la multitud que había en el interior, he pensado que sería mejor venir y aguardar junto a Temerario a que usted apareciera en vez de intentar encontrarle ahí dentro.

—Sin duda, estoy en deuda con usted por soportar tantos inconvenientes —repuso Laurence—. Confieso que tenía muchas ganas de charlar con usted desde que descubrimos la habilidad de Temerario, ya que imagino que ésa es la noticia que le ha hecho venir. Todo lo que sabe decirnos es que la sensación es la misma que la de proferir un bramido. Ni imaginábamos que un simple sonido podría producir un efecto tan extraordinario, y ninguno de nosotros había oído jamás algo parecido.

—No, no lo habían oído —confirmó sir Edward—. Laurence… —Se calló y lanzó una mirada a la multitud de dragones que había entre ellos y el pabellón, que proferían un murmullo de aprobación ahora que se acercaba el final de la primera actuación—. ¿Podríamos hablar en algún otro sitio con más privacidad?

—Si desea estar en un lugar más tranquilo, siempre podemos ir a mi propio claro —sugirió Temerario—. Estaré encantado de llevarles a los dos; volar hasta allí sólo será un momento.

—Tal vez eso sería lo mejor, si no tiene nada que objetar —respondió sir Edward. Temerario los tomó con cuidado con las patas delanteras y los depositó en un claro abandonado antes de tumbarse cómodamente—. He de pedirle perdón por causarle esta molestia e interrumpirle la velada —dijo luego sir Edward.

—Señor, le aseguro que, en este caso, me alegra que me haya interrumpido —contestó Laurence, que estaba impaciente por enterarse de lo que sir Edward pudiera saber. No había desaparecido de su ánimo la preocupación ante la aparición de un posible agente de Napoleón, tal vez incluso había aumentado después de la victoria—. Le ruego que no se preocupe a ese respecto.

—No le voy a mantener en ascuas por más tiempo —dijo sir Edward—. Aunque no pretendo comprender siquiera los principios mecánicos a los que se debe la habilidad de Temerario, los libros han descrito esos efectos, por lo que puedo identificarlo para usted. Los chinos, y en especial los japoneses, lo denominan «viento divino». Me temo que esto le dice poco más de lo que ya sabía, visto lo visto, pero lo realmente importante reside en esto: se trata de una habilidad única y sólo una raza, sólo una, la posee, la de los Celestiales.

El nombre flotó suspendido en el aire durante una eternidad. Laurence no supo qué pensar en un primer momento. El dragón los miraba a ambos con aire vacilante.

—¿Hay mucha diferencia con un Imperial? —preguntó—. ¿No son chinas ambas razas?

—Mucha, mucha diferencia —Contestó sir Edward—. Los dragones Imperiales son realmente escasos, pero los Celestiales sólo se entregan a los mismísimos emperadores o a familiares muy cercanos. Me sorprendería que hubiera más de un centenar en todo el mundo.