—A los mismísimos emperadores —repitió Laurence maravillado, y lentamente empezó a comprender—. No tendría que saber esto, señor, pero atrapamos a un espía francés en la base de Dover poco antes de la batalla. Nos reveló que el huevo de Temerario no estaba destinado solamente para Francia, sino para Bonaparte en persona.
Sir Edward asintió con la cabeza.
—Esas noticias no me sorprenden nada. El Senado aprobó la coronación de Bonaparte como emperador el pasado mes de mayo. El momento de vuestro encuentro con la embarcación francesa sugiere que los chinos le enviaron el huevo en cuanto se enteraron. No logro imaginar por qué tendrían que darle semejante presente. Ellos mismos no han mostrado ninguna señal de alianza con Francia, pero la coincidencia de fechas es demasiado exacta para que exista otra explicación…
—… Y si sabían algo del momento en que se esperaba la eclosión, eso bien podría explicar también la forma de transportarlo —concluyó Laurence por él—. Siete meses de China a Francia doblando el cabo de Hornos… Los franceses sólo podían tener esperanzas de conseguirlo con una veloz fragata sin tener en cuenta el riesgo que con ello corrían.
—Laurence —repuso sir Edward con acusada tristeza—, he de pedirle de todo corazón que me perdone por inducirle a un error. No puedo alegar el pretexto de la ignorancia. He leído descripciones de Celestiales y he visto numerosos dibujos de ellos. Simplemente, jamás se me ocurrió que con la madurez desarrollara la gorguera y los tirabuzones. El cuerpo y la forma de las alas de los Celestiales son iguales a los de los Imperiales.
—No le dé vueltas, por favor. No hay nada que disculpar —respondió el aviador—. Eso apenas hubiera supuesto mucha diferencia en el entrenamiento y, al fin y al cabo, hemos sabido de su habilidad en el momento más oportuno. —Alzó el rostro hacia el dragón para sonreírle y le acarició la reluciente pata delantera mientras Temerario demostraba su acuerdo resoplando jubiloso—. Bueno, amigo, eres un Celestial. No debería sorprenderme tanto. No me maravilla que Bonaparte se llevara semejante disgusto por perderte.
—Imagino que seguirá furioso —comentó sir Edward—, y lo que es peor, tal vez se nos echen encima los chinos cuando se enteren. Se muestran terriblemente quisquillosos allí donde el prestigio del emperador se pueda ver en entredicho, y no cabe la menor duda de que les va a molestar ver a un oficial británico de servicio en posesión de uno de sus tesoros.
—No veo por qué el asunto les preocupa lo más mínimo a ellos ni a Napoleón —intervino Temerario irritado—. Ya no estoy en el huevo y no me preocupa que Laurence no sea emperador. Derrotamos a Napoleón en batalla y le hicimos huir a pesar de que él sí lo es. No veo que haya nada especialmente interesante en ese título.
—No te inquietes, amigo. Carecen de base sobre la que presentar una protesta —intervino Laurence—. No te tomamos de una embarcación china, que sin ninguna duda hubiera sido una nave neutral, sino de un buque de guerra francés. Fueron ellos quienes eligieron entregar tu huevo a nuestro enemigo y tú eres una captura totalmente legal.
—Me alegra oír eso —dijo sir Edward, aunque parecía dubitativo—. Puede que opten por discrepar a ese respecto, ya que valoran en muy poco las leyes de los demás países, y en nada con lo que ellos consideran un comportamiento adecuado. ¿Tiene alguna idea de cuál es su postura respecto a nosotros?
—Es posible que metan un poco de ruido, supongo —respondió Laurence con inseguridad—. Sé que no tienen una Armada digna de tal nombre, pero se oye hablar mucho de sus dragones. Informaré de estas noticias al almirante Lenton. Estoy seguro de que él sabrá mejor que yo cómo resolver cualquier posible diferencia de opinión que surja sobre la materia.
Desde lo alto provino un apresurado batir de alas y el suelo tembló con el golpe. Maximus acababa de regresar volando a su propio claro, a escasa distancia de allí. Laurence podía entrever su piel roja y dorada entre los árboles. Varios dragones más pequeños los sobrevolaron en su viaje de regreso a sus respectivos lugares de descanso. Parecía evidente que el baile había finalizado y Laurence comprendió, a juzgar por lo bajo que ardía la llama de sus faroles, que se había hecho muy tarde.
—Debe de estar fatigado después de su viaje —dijo, volviéndose hacia sir Edward—. He contraído una gran deuda con usted, señor, por haberme traído esa información. ¿Puedo pedir un favor más? ¿Comería conmigo mañana? No quiero que permanezca por más tiempo aquí con el frío que hace, pero le confieso que tengo muchas preguntas, y me encantaría que me enseñara algo más sobre los Celestiales.
—El placer será mío —respondió sir Edward, que hizo una reverencia a Laurence y a Temerario. Se anticipó cuando el aviador hizo ademán de acompañarle—. No, gracias. Puedo encontrar la salida por mis propios medios. Crecí en Londres y vagabundeaba por estos alrededores cuando era un joven que soñaba con dragones. Si bien sólo lleva aquí unos cuantos días, me atrevería a decir que conozco el lugar mejor que usted.
Se despidió de ellos después de haber convenido los detalles de la cita.
Laurence había planeado pasar la noche en un hotel cercano en el que la capitana Roland había alquilado una habitación, pero descubrió que no le apetecía abandonar la compañía del dragón, por lo que en lugar de irse, buscó algunas viejas mantas en el establo que empleaba la dotación de tierra y se preparó un polvoriento nido en las patas del animal, con la chaqueta enrollada a modo de almohada. Le presentaría sus disculpas a Jane por la mañana. Ella lo entendería.
—Laurence, ¿cómo es China? —preguntó Temerario despreocupadamente después de que se hubieran tumbado ambos, con las alas del dragón protegiéndolos del viento invernal.
—Nunca he estado allí, amigo, sólo en la India —contestó—, pero tengo entendido que es un país maravilloso. Es la nación más antigua del mundo, ya lo sabes; es incluso anterior a Roma, y, sin lugar a dudas, sus dragones son los mejores de la tierra —agregó.
Vio cómo Temerario se henchía de satisfacción.
—Bueno, tal vez podamos visitarla alguna vez, cuando acabe la guerra y hayamos ganado. Me gustaría conocer a otro Celestial algún día —dijo el dragón—, pero eso que hicieron de enviarme a Napoleón fue una soberana estupidez. No voy a dejar que nadie te aparte de mí.
—Ni yo, amigo —respondió Laurence al tiempo que sonreía.
A pesar de todas las complicaciones que él sabía que se podrían producir si China presentaba una queja, en el fondo de su corazón compartía la simplicidad del punto de vista de Temerario. Casi de inmediato se quedó dormido, confiado en la seguridad del palpitar cadencioso, profundo y acompasado del corazón del dragón, tan parecido al infinito sonido del mar.
Extractos elegidos de:
Observaciones sobre el orden dragontino en Europa
Con notas sobre las razas orientales
De sir Edward Howe, F. R. S.
Londres
John Murray, Albemarle Street
1796
Nota preliminar del autor acerca de las unidades de medida del peso de los dragones
La incredulidad es la reacción más probable de la mayoría de mis lectores ante los guarismos que van a aparecer de ahora en adelante para describir el peso de varias razas de dragones, al ser completamente desproporcionados respecto a los reflejados hasta este momento. El peso estimado de unas diez toneladas de un Cobre Regio es sobradamente conocido, y, sin embargo, una corpulencia tan descomunal ya exige realizar un esfuerzo de imaginación. En tal caso, ¿qué ha de pensar el lector cuando le advierta que esto es un eufemismo y le asegure que la cifra está más próxima a las treinta toneladas, y que los especimenes de mayor tamaño de esta raza alcanzan pesos próximos a las cincuenta?