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Bajó la vista. Ella sabía lo de él —ella y Lan eran los únicos que lo sabían en el campamento— y él sentía aprensión al percibir ese conocimiento en su rostro cuando lo miraba a los ojos. Ojos amarillos. Algún día, tal vez se sobrepondría y se decidiría a preguntarle qué sabía. Una Aes Sedai había de saber por fuerza más de lo que él sabía. Pero aquél no era el momento. Nunca parecía presentarse la ocasión propicia.

—Él… no quería… Ha sido un accidente.

—Un accidente —repitió ella con voz tajante.

Luego sacudió la cabeza y volvió a desaparecer en el interior de su cabaña. La puerta se cerró de forma un tanto estrepitosa.

Perrin respiró hondo y siguió bajando en dirección a las hogueras. Rand y la Aes Sedai sostendrían otra discusión, si no esa noche, a la mañana siguiente.

Media docena de árboles yacían en las laderas de la depresión, arrancados de cuajo, formando arcos rebozados de tierra. Un sendero de tierra arañada y removida descendía hasta la orilla del arroyo, donde reposaba un canto rodado que antes no había allí. Una de las cabañas del otro lado de la pendiente se había derrumbado con el terremoto, y la mayoría de los shienarianos estaban concentrados a su alrededor, reconstruyéndola. Loial, que era capaz de levantar solo un tronco que habría exigido la fuerza de cuatro hombres para despegarlo del suelo, se encontraba con ellos. Ino profería de tanto en tanto un juramento.

Min se hallaba junto al fuego, removiendo una olla con expresión de disgusto. Tenía una pequeña magulladura en la mejilla, y en el aire flotaba un tenue olor a estofado quemado.

—Detesto cocinar —anunció, lanzando una dubitativa mirada a la olla—. Si a veces no sale bueno, no es por mi culpa. Rand ha derramado la mitad en el fuego con sus… ¿Qué derecho tiene a hacernos saltar de un lado a otro como si fuéramos sacos de grano? —Se frotó los pantalones y torció el gesto—. Cuando le ponga las manos encima, le voy a dar una paliza que no olvidará nunca. —Agitó una cuchara de madera frente a Perrin como si se propusiera comenzar a descargar los golpes sobre él.

—¿Hay alguien herido?

—Sólo si se cuentan las contusiones —respondió tristemente Min—. Al principio estaban furiosos. Entonces han visto que Moraine observaba en dirección al escondrijo de Rand y han deducido que era obra suya. Si el Dragón quiere zarandear la montaña sobre nuestras cabezas, tendrá un buen motivo para hacerlo. Si se le antojara hacer que se desollaran y bailaran sólo con su esqueleto, les parecería bien. —Soltó un bufido y rascó el borde de la olla con la cuchara.

Perrin volvió la mirada hacia la cabaña de Moraine. Si Leya se hubiera lastimado —si hubiera muerto—, la Aes Sedai no habría entrado de nuevo sin más. La sensación de expectación seguía allí. «Sea lo que sea, todavía no se ha producido».

—Min, quizás harías bien en irte. Mañana a primera hora. Tengo un poco de plata que podría prestarte y estoy seguro de que Moraine te daría la suficiente para pagar un pasaje en una caravana de mercaderes que salga de Ghealdan. En menos que canta un gallo podrías encontrarte de nuevo en Baerlon.

La joven se quedó mirándolo tan fijamente que él sospechó haber dicho alguna inconveniencia.

—Es muy amable por tu parte, Perrin —dijo por fin—. Pero no.

—Pensaba que querías irte. No paras de quejarte de tener que estar aquí.

—Una vez conocí a una mujer illiana —explicó—. Cuando era joven, su madre dispuso su matrimonio con un hombre al que no conocía. En Illian es algo bastante frecuente. Me contó que se había pasado los primeros cinco años llena de rabia contra él y los cinco siguientes planeando la mejor forma de amargarle la vida sin que él supiera que ella era la culpable. Hubieron de pasar varios años, dijo, hasta que él murió, para que se diera cuenta de que él había sido realmente el gran amor de su vida.

—No veo qué tiene que ver eso con lo que hablamos.

Su mirada lo acusó de no tratar de comprender, y su voz adoptó un tono de forzada paciencia.

—El hecho de que el destino haya elegido algo por ti en lugar de que tú lo hayas decidido por ti mismo no significa que necesariamente haya de ser algo malo. Incluso si se trata de algo que estás seguro que no habrías escogido ni aunque vivieras cien años. «Es preferible diez días de amor que años de lamentación» —citó.

—Todavía lo entiendo menos —admitió—. No tienes por qué quedarte si no quieres.

La joven colgó la cuchara en una alta estaca bifurcada clavada en el suelo y luego lo sorprendió poniéndose de puntillas y dándole un beso en la mejilla.

—Eres un buen hombre, Perrin Aybara. Aunque no comprendas nada.

Perrin pestañeó con incertidumbre. Sintió deseos de no poner en tela de juicio el sano estado mental de Rand o de disponer de la compañía de Mat. Él siempre se sentía en terreno resbaladizo en lo concerniente a las mujeres, pero Rand siempre parecía saber cómo actuar con ellas. Y lo mismo ocurría con Mat; casi todas las chicas de Campo de Emond lo trataban despectivamente como a un eterno chiquillo, pero tenía cierta popularidad entre ellas.

—¿Y tú, Perrin? ¿No tienes a veces ganas de volver a casa?

—Constantemente —reconoció con fervor—. Pero… me temo que no va a ser posible. Todavía no. —Tendió la mirada hacia el valle donde se refugiaba Rand. «Estamos atados, según parece, ¿verdad, Rand?»—. Quizá no llegue nunca el momento.

Creía haber pronunciado las últimas palabras en voz suficientemente baja para que no lo oyera, pero en la compasiva mirada de la joven advirtió una corroboración de sus temores.

Percibió un quedo sonido de pasos tras él y se volvió hacia la cabaña de Moraine. Dos figuras descendían entre las crecientes sombras del crepúsculo; una de mujer, delgada y airosa aun caminando por el escabroso terreno. El hombre, varios palmos más alto que su compañera, se giró hacia el lugar donde trabajaban los shienarianos. Incluso los ojos de Perrin lo percibían de manera difusa. Tan pronto lo perdían como si fuera invisible como volvían a verlo. Luego una parte de él se confundía con la noche y después desaparecía de nuevo como si se lo hubiera llevado una ráfaga de viento. Sólo la capa de color cambiante de un Guardián era capaz de producir ese efecto, lo cual identificaba a la silueta más alta como la de Lan, al igual que la otra más pequeña era, sin duda, la de Moraine.

A bastante distancia de ellos otra forma aún más imprecisa se deslizó entre los árboles. «Rand —pensó Perrin— regresando a su cabaña. Otra noche que va a pasar sin cenar porque no puede soportar la manera como lo miran todos».

—Debes de tener ojos en la nuca —comentó Min, mirando con ojos entornados a la mujer que se acercaba—. O si no el oído más aguzado de que he tenido noticia. ¿Es Moraine?

«Otro descuido». Se había acostumbrado tanto a que los shienarianos dieran por sentado que tenía muy buena vista —como mínimo de día, porque ignoraban que también la tuviera de noche— que estaba comenzando a dejar que los demás notaran otras cosas. «Todavía podría hallar la muerte por un descuido como éste».

—¿Se encuentra bien la Tuatha’an? —preguntó Min cuando Moraine se aproximó al fuego.

—Está descansando.

La queda voz de la Aes Sedai tenía una habitual vibración musical, como si el acto de hablar fuera para ella algo semejante al canto, y sus cabellos y su ropa presentaban de nuevo una apariencia impecable. Se frotó las manos sobre las llamas. En la izquierda llevaba un anillo que representaba a una serpiente mordiéndose la cola. La Gran Serpiente, un símbolo de la eternidad aún más antiguo que la Rueda del Tiempo. Toda mujer formada en Tar Valon llevaba una sortija como aquélla.