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La mirada de Moraine se detuvo un momento en Perrin, y pareció clavarse muy adentro.

—Se ha caído y se ha hecho un corte en la cabeza cuando Rand… —Frunció los labios, pero al cabo de un segundo había recobrado el sosiego en el semblante—. La he curado, y ahora duerme. Siempre sale mucha sangre con las heridas en la cabeza, aunque sean superficiales, pero no era nada grave. ¿Has percibido algo a su alrededor, Min?

—He visto… —Min parecía dudar—. He visto su muerte. Su cara, bañada en sangre. Estaba convencida de que ése era el significado, pero si se ha hecho un corte en la cabeza… ¿Estáis segura de que se encuentra bien?

La pregunta daba una idea de la profundidad de su preocupación. Cuando una Aes Sedai curaba, sanaba cuanto era susceptible de ser curado, y los Talentos de Moraine eran particularmente notables en esa área.

Min parecía tan turbada que Perrin se sorprendió. Al cabo de un momento asintió para sus adentros. Aun cuando verdaderamente no le gustara lo que hacía, aquello formaba parte de ella, y la muchacha creía saber cómo funcionaba, al menos en parte. Si se equivocaba, sería como encontrarse con que de pronto no sabía utilizar sus propias manos.

Moraine la observó un instante con desapasionada serenidad.

—Nunca has errado en las lecturas que has realizado para mí, ni siquiera en una entre todas cuyo desenlace he tenido ocasión de comprobar. Quizás ésta sea la primera vez.

—Cuando lo sé, lo sé de cierto —susurró Min con obstinación—. La Luz me asista, lo sé.

—O tal vez sea algo que aún ha de producirse. Todavía le queda mucho camino por recorrer hasta volver a sus carromatos, y debe cabalgar a través de tierras donde reina la agitación.

La voz de la Aes Sedai era una fría y despreocupada canción. Perrin emitió involuntariamente un sonido gutural. «Luz, ¿he hablado yo antes de ese modo? No estoy dispuesto a consentir que la muerte de una persona me afecte tan poco».

—La Rueda gira según sus propios designios, Perrin —sentenció, mirándolo, la Aes Sedai, como si él hubiera hablado en voz alta—. Hace mucho te dije que estábamos en guerra. No podemos detenernos sólo porque algunos de nosotros perezcamos tal vez. Cualquiera de nosotros puede morir antes de que todo haya concluido. Aunque Leya no se valga de las mismas armas que tú, era consciente de ello cuando se sumó a nuestras filas.

Perrin bajó la vista. «Puede que sea cierto, Aes Sedai, pero yo nunca lo aceptaré como vos».

Lan se reunió con ellos alrededor de la fogata, acompañado de Ino y Loial. Las sombras cambiantes que proyectaban las llamas en su rostro acusaban la angulosidad de sus facciones, confiriendo a su ya pétreo semblante una dureza más marcada de lo habitual. Su capa no ofrecía una apariencia menos inquietante con la luz del fuego. En ciertas ocasiones parecía una simple capa gris oscuro, o negra, pero, si uno la miraba con atención, el gris y el negro se modificaban, veteados de sombras o fundidos en ellas. En otras, daba la impresión de que Lan hubiera horadado de algún modo la noche y se hubiera envuelto los hombros con su oscuridad. Aquella prenda no constituía ni de lejos una visión tranquilizante, y menos sumada al hombre que la llevaba.

Lan era alto y fuerte, ancho de hombros, con unos ojos azules tan gélidos como un lago helado de montaña, y se movía con una gracia fatal que hacía que la espada que pendía de su cadera diera la impresión de formar parte de él. No era solamente que de su aspecto se dedujera que era capaz de obrar con violencia y matar; aquel hombre había amaestrado la violencia y la muerte y se las había guardado en el bolsillo, y estaba listo para soltarlas o abrazarlas en cuanto Moraine se lo indicara. Al lado de Lan, incluso Ino presentaba una apariencia menos imponente. Los largos cabellos del Guardián, que apartaba de la cara una cinta de cuero trenzado, estaban entreverados de canas, pero hombres más jóvenes que Lan rehuían entrar en combate con él… si sabían lo que les convenía.

—La señora Leya ha traído las mismas noticias que habitualmente nos llegan del llano de Almoth —anunció Moraine—. Todos pelean contra todos. Pueblos quemados. Gente huyendo en todas direcciones. Y han aparecido cazadores en el llano, en busca del Cuerno de Valere.

Perrin se movió con inquietud —el Cuerno se hallaba en un lugar donde no lo encontraría ningún cazador que recorriera el llano de Almoth, en un lugar donde esperaba que ningún cazador pudiera encontrarlo—, y la mujer le dirigió una fría mirada antes de proseguir. No le gustaba que ninguno de ellos hablara del Cuerno. Salvo cuando ella decidía hacerlo, por supuesto.

—También ha traído noticias diferentes. Los Capas Blancas tienen destacados aproximadamente cinco mil hombres en el llano de Almoth.

—Debe de ser la jod… —gruñó Ino— …eh, perdón, Aes Sedai. Debe de ser la mitad de sus fuerzas. Hasta ahora nunca se habían concentrado en tan elevado número en un solo lugar.

—Entonces supongo que todos los que se declararon partidarios de Rand estarán muertos o se habrán dispersado —murmuró Perrin—. O pronto lo harán. Teníais razón, Moraine. —No le gustaban los Capas Blancas. No le hacían la más mínima gracia los Hijos de la Luz.

—Eso es lo más extraño —comentó Moraine—, o al menos la primera parte de su estrategia. Los Hijos han anunciado que su propósito es pacificar la zona, lo cual no es raro en ellos. Lo que sí es insólito es que, aunque tratan de forzar la retirada de los taraboneses y domani dentro de los límites de sus respectivas fronteras, no han dedicado ninguna fuerza al hostigamiento de quienes se han declarado seguidores del Dragón.

Min lanzó una exclamación de sorpresa.

—¿Estás segura? Eso no concuerda con la actitud de los Hijos de la Luz.

—No puede haber muchos conden… eh… muchos gitanos en el llano —dijo Ino. Su voz evidenciaba la tensión que le causaba tener que hablar con corrección delante de una Aes Sedai. Su ojo de verdad estaba tan entornado como el pintado—. Tienden a huir de cualquier complicación, en especial de enfrentamientos armados. No debe de haber los suficientes para estar al corriente de lo que ocurre en todas partes.

—Hay los suficientes para mí —aseveró con firmeza Moraine—. La mayoría se han ido, pero unos cuantos se quedaron porque yo se lo pedí. Y Leya está segura. Oh, los Hijos han apresado a algunos de los fieles al Dragón, en los puntos donde sólo se concentraban un puñado de ellos. Sin embargo, y pese a que proclaman que abatirán a ese falso Dragón y que disponen de un millar de hombres que supuestamente no hacen otra cosa más que perseguirlo, evitan todo contacto con cualquier grupo de fieles al Dragón que supere las cincuenta personas. No lo hacen de un modo abierto, claro está, pero siempre se produce un retraso, algo que les permite escapar.

—En ese caso Rand puede ir a las tierras bajas cuando quiera. —Loial miró pestañeando a la Aes Sedai. Todo el campamento estaba enterado de las discusiones que Rand sostenía con ella—. La Rueda le teje un camino.

Ino y Lan abrieron la boca al mismo tiempo, y el shienariano cedió deferentemente la palabra al Guardián.

—Lo más probable —interpretó éste— es que se trate de alguna argucia de los Capas Blancas, aunque juro por la Luz que no entiendo qué se proponen. Pero, cuando los Capas Blancas me ofrecen un regalo, siempre busco la aguja envenenada oculta en él. —Ino asintió lúgubremente—. Aparte de ello —añadió Lan—, los domani y los taraboneses ponen tanto empeño en liquidar a los fieles al Dragón como en matarse entre sí.

—Y hay algo más —agregó Moraine—. En los pueblos cerca de donde han pasado los carromatos de la señora Leya han muerto tres jóvenes. —Perrin advirtió cómo Lan pestañeaba brevemente, gesto que en él era un indicio de sorpresa tan evidente como un grito en otro hombre—. Uno murió envenenado y dos acuchillados. Todos en circunstancias en que nadie debiera haber llegado hasta ellos sin ser visto, pero así ocurrió. —Fijó la vista en las llamas—. Los tres tenían una estatura superior a la media y ojos claros. En el llano de Almoth hay poca gente de ojos claros, pero creo que en estos momentos es muy peligroso ser un joven alto con ojos claros.