—¿Cómo? —inquirió Perrin—. ¿Cómo pudieron matarlos si nadie podía llegar hasta ellos?
—El Oscuro tiene asesinos que nadie ve hasta que es demasiado tarde —explicó quedamente Lan.
—Los Sin Alma —identificó Ino, estremeciéndose—. Nunca oí de un caso en que hubiera llegado uno tan al sur de las Tierras Fronterizas.
—Basta de hablar de ello —zanjó con firmeza Moraine.
Perrin ardía en deseos de hacer más preguntas —«¿Qué diantre son los Sin Alma? ¿Se parecen a los trollocs o a los Fados?»—, pero no alcanzó a formularlas. Cuando Moraine decidía que ya se había dicho todo lo que había que decir sobre un tema, se negaba a hablar más de él. Y, cuando cerraba la boca, no había forma de que Lan abriera la suya. Los shienarianos acataban sus indicaciones. Nadie quería suscitar las iras de una Aes Sedai.
—¡Luz! —murmuró Min, lanzando inquietas ojeadas a la oscuridad que se cerraba en torno a ellos—. ¿No los sentís? ¡Luz!
—De modo que nada ha cambiado —dijo melancólicamente Perrin—. No podemos bajar al llano, y el Oscuro nos quiere ver muertos.
—Todo cambia —sentenció plácidamente Moraine—, y el Entramado lo abarca todo. Debemos cabalgar en el Entramado, no en las mutaciones de un momento. —Los miró a todos, uno a uno, y luego preguntó—: Ino, ¿estáis seguro de que vuestros exploradores no han pasado por alto algún indicio sospechoso? ¿Ni siquiera algo insignificante?
—El señor Dragón Renacido ha desatado los cabos de la certeza, Moraine Sedai, y nunca existe la certeza cuando se lucha contra los Myrddraal, pero, aun a riesgo de mi vida, apostaría a que los exploradores han realizado un trabajo digno de un Guardián.
Aquélla era una de las alocuciones no salpicadas de juramentos más largas que Perrin había escuchado de labios de Ino. El shienariano estaba sudoroso a causa del esfuerzo que le había costado.
—Puede que todos la arriesguemos —dijo Moraine—. Lo que ha hecho Rand podría tener el mismo efecto que una hoguera encendida en la cumbre de una montaña para cualquier Myrddraal que se hallara en un radio de quince kilómetros.
—Tal vez… —apuntó, indecisa, Min—, tal vez deberíais disponer salvaguardas que les impidan el paso. —Lan le asestó una dura mirada. Aun cuando en ocasiones él mismo cuestionaba las decisiones de Moraine, raras veces expresaba objeciones a ellas en presencia de otras personas y no aprobaba que los demás lo hicieran. Min no se dejó amedrentar por él—. Bueno, los Myrddraal y los trollocs son una amenaza terrible, pero al menos puedo verlos. No me gusta la perspectiva de que uno de esos…, esos Sin Alma puedan entrar furtivamente aquí y degollarme sin que yo los perciba siquiera.
—Las salvaguardas que yo dispongo impiden que nos vean tanto los Sin Alma como cualquier otro Engendro de la Sombra —afirmó Moraine—. Cuando uno es débil, como lo somos nosotros, lo mejor que puede hacer normalmente es esconderse. Si hay un Semihombre lo bastante cerca como para haber… Bien, no dispongo de la capacidad para establecer salvaguardas que los maten en caso de que intenten entrar en el campamento, e, incluso si pudiera, tal medida sólo serviría para dejarnos acorralados aquí. Dado que no es posible instaurar dos clases de salvaguarda al mismo tiempo, dejo a cargo de los exploradores y los guardias… y de Lan, nuestra defensa y utilizo la clase de protección que puede sernos más útil.
—Podría dar una vuelta alrededor del campamento —propuso Lan—. Si hay algo ahí afuera que no han advertido los exploradores, yo lo encontraré.
No era una fanfarronada, sino una mera constatación de hechos. Ino incluso realizó un gesto afirmativo en señal de acuerdo.
—Si vas a ser necesario esta noche, mi Gaidin, será aquí —lo disuadió Moraine. Alzó la mirada hacia las oscuras montañas que los rodeaban—. Algo flota en el aire.
—Un compás de espera.
Las palabras brotaron de la garganta de Perrin sin que pudiera impedirlo. Cuando Moraine lo miró —miró a través de él— se arrepintió de haberlas pronunciado.
—Sí —convino—. Un compás de espera. Cercioraos de que vuestros guardias estén especialmente alerta esta noche, Ino. —No había necesidad de sugerir que los hombres durmieran con las armas al alcance de la mano, pues los shienarianos siempre lo hacían—. Que durmáis bien —deseó a todos, como si hubiera la más mínima posibilidad de hacerlo ahora.
Después se alejó hacia su cabaña. Lan se quedó el tiempo suficiente para dar cuenta de tres platos de estofado. Luego se marchó presuroso tras ella y pronto lo engulló la noche. Los ojos de Perrin refulgían con un brillo dorado mientras seguían al Guardián entre las tinieblas.
—Que durmáis bien —murmuró. De repente el olor a comida cocinada le produjo náuseas—. ¿Me toca la tercera guardia, Ino? —El shienariano asintió—. Entonces trataré de seguir su consejo.
Otros hombres acudían a la lumbre del fuego, y los murmullos de la conversación llegaron hasta él mientras subía la cuesta. Tenía una cabaña para él solo, un reducido habitáculo de troncos, con los resquicios tapados con barro, que apenas le permitía caminar erguido dentro. Una tosca cama compuesta por un colchón de ramas de pino y una manta ocupaba la mitad de su superficie. Quienquiera que hubiera desensillado su caballo había dejado también su arco al lado de la puerta. Colgó el cinturón, con el hacha y el carcaj, en un clavo y luego se quitó, estremeciéndose, toda la ropa. Las noches aún eran frías, pero el frío le impedía dormir demasiado profundamente. Con el sueño profundo, acudían a él sueños que no podía ahuyentar.
Durante un rato, permaneció tumbado bajo la manta, con la vista fija en el techo de troncos, temblando. Por fin se quedó dormido y llegaron los sueños.
4
Sueños de las sombras
Hacía frío en la sala de aquella posada pese al fuego que ardía en el largo hogar de piedra. Perrin se frotó las manos frente a las llamas, pero no logró calentárselas. Hallaba, sin embargo, un extraño consuelo en el frío, como si éste fuera un escudo. Contra qué, no sabía precisarlo. Algo murmuró en lo más recóndito de su mente, un difuso sonido que sólo oía vagamente y que pugnaba por abrirse camino en su conciencia.
—De modo que vas a renunciar. Es lo mejor que puedes hacer. Ven. Siéntate y conversaremos.
Perrin se giró y, entre las redondas y solitarias mesas diseminadas en la estancia, vio a un hombre sentado en un rincón en sombra. El resto de la habitación lo percibía confusamente, casi como si fuera una impresión y no un lugar físico, en especial cuando no lo miraba directamente. Volvió la vista hacia el fuego; ahora ardía en una chimenea de ladrillos. Inexplicablemente, nada de aquello lo inquietó. «Debería preocuparme». Pero no podía determinar por qué.
El hombre le hizo señas para que se acercara, y Perrin caminó hasta su mesa. Una mesa cuadrada. Las mesas eran cuadradas. Frunciendo el entrecejo, alargó la mano para tocarla, pero la retrajo casi al instante. En aquel rincón no había lámparas y, a pesar de la luz que bañaba el resto de la sala, el hombre y su mesa quedaban casi invisibles, fundidos con la penumbra.
Perrin tenía la sensación de que conocía a aquel individuo, pero ésta era tan vaga como todo cuanto veía por el rabillo del ojo. Era un hombre de mediana edad, atractivo y demasiado elegante para hallarse en una posada rural, con aquella ropa de terciopelo oscuro, casi negro, y las chorreras y los puños de encaje blanco. Estaba rígidamente sentado y de tanto en tanto se llevaba la mano al pecho, como si le doliera al moverse. Sus oscuros ojos, cual brillantes joyas suspendidas en las tinieblas, miraban fijamente a Perrin.