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—¿Renunciar a qué? —preguntó Perrin.

—A eso, por supuesto.

El hombre señaló con la cabeza el hacha que colgaba de la cintura de Perrin. Su voz evidenció sorpresa, como si aquélla fuera una conversación que ya hubieran sostenido antes, una vieja discusión que habían vuelto a iniciar.

Perrin no se había dado cuenta de que llevaba el hacha ni había notado su peso en el cinturón. Recorrió con la mano la hoja en forma de media luna y la punta que la equilibraba. Palpó el acero, más sólido que todo cuanto lo rodeaba, más tangible que su propia persona, quizá, y dejó reposar la mano en él, contento de mantener contacto con algo real.

—He estado pensando en ello —reconoció—, pero creo que no puedo. Todavía no. —«¿Todavía no?» La posada pareció oscilar y el murmullo sonó de nuevo en su cabeza. «¡No!» El sonido se replegó.

—¿No? —El hombre esbozó una fría sonrisa—. Tú eres herrero, muchacho. Un buen herrero, según tengo entendido. Tus manos están destinadas a empuñar un martillo y no un hacha. Fueron hechas para crear cosas, no para matar. Retoma tu oficio antes de que sea demasiado tarde.

—Sí —asintió Perrin sin pensarlo—. Pero soy ta’veren. —Nunca había dicho eso en voz alta. «Pero él ya lo sabe». Tenía la certeza de ello, aunque ignoraba el porqué.

Por un instante la sonrisa del hombre se convirtió en una mueca y luego recobró todo su esplendor. Su frío esplendor.

—Existen modos de modificar las cosas, muchacho. Maneras de eludir incluso el destino. Siéntate y hablaremos de ellas.

Perrin tuvo la sensación de que las sombras se desplazaban y se tendían, más tupidas, hacia él. Dio un paso atrás, buscando el amparo de la luz.

—Me parece que no.

—Toma al menos un trago conmigo. Por los años transcurridos y los años venideros. Vamos, verás más claramente las cosas después. —Surgida de la nada, el hombre empujó hacia él una brillante copa de plata llena hasta el borde de un vino rojo como la sangre.

Perrin observó el rostro del hombre e, incluso con su aguzada vista, no logró precisar sus facciones que la oscuridad parecía acariciar y envolver como la capa de un Guardián. Sus ojos tenían algo que pensaba que lograría recordar si se esforzaba en ello. El murmullo volvió a solicitar su atención.

—No —dijo, dirigiéndose al quedo susurro que se insinuaba en su cabeza. El hombre contrajo la mandíbula en un acceso de rabia que reprimió de inmediato, y Perrin decidió que la negativa también era aplicable al vino—. No tengo sed.

Se volvió y se encaminó a la puerta. El hogar estaba conformado por redondos guijarros de río y las mesas, ahora alargadas, estaban flanqueadas de bancos. De improviso sintió deseos de hallarse afuera, lejos de aquel hombre.

—No tendrás muchas oportunidades —advirtió con dureza éste tras él—. Tres hebras entrelazadas comparten un destino mutuo. Si se corta una, todas quedan sesgadas. El destino puede conducirte a la muerte, cuando no a algo peor.

Perrin notó un repentino calor en la espalda, breve e intenso, como si alguien hubiera abierto un gran horno de fundición y hubiera vuelto a cerrarlo enseguida. Desconcertado, se giró de nuevo hacia la habitación y vio que no había nadie.

«Sólo ha sido un sueño», pensó, estremeciéndose de frío, y entonces la escena cambió.

Se miró en el espejo y una parte de sí no comprendía lo que veía, pero otra lo aceptaba. Llevaba un yelmo dorado con forma de cabeza de león, amoldado a su cráneo como si fuera suyo. Su peto, profusamente decorado, estaba cubierto de pan de oro, y también las planchas y la malla que le rodeaban los brazos y las piernas. Únicamente el hacha que pendía de su costado carecía de todo ornamento. Una voz —la suya propia— le susurró que la prefería a cualquier otra arma, que la había utilizado mil veces, en cientos de batallas. «¡No!» Quería quitársela, deshacerse de ella. «¡No puedo!» En su cabeza sonó algo, más intenso que un murmullo, unas palabras casi perceptibles.

—Un hombre destinado a la gloria.

Volvió la espalda al espejo y se quedó mirando con embeleso a la mujer más hermosa que había visto nunca. No advirtió ningún detalle de la habitación ni se preocupó de ver nada que no fuera ella. Sus ojos eran estanques nocturnos y su piel, de una pálida tonalidad cremosa, era sin duda más suave que su vestido de seda blanca. Cuando ella se le aproximó, notó una extrema sequedad en la boca y cayó en la cuenta de que todas las mujeres que había conocido hasta entonces eran torpes y deformes. Se estremeció, extrañado de sentir frío.

—Un hombre debería aferrarse a su destino con las dos manos —afirmó, sonriendo.

Aquella sonrisa casi bastó para aportarle calor. Era alta, y sus ojos quedaban a menos de una mano por debajo de los suyos. Unas peinetas de plata le recogían un cabello tan negro como el ala de un cuervo, y un ancho cinturón de hebras de plata adornaba una cintura que él podría haber rodeado con las manos.

—Sí —susurró. En su interior, el desconcierto luchaba contra la aquiescencia. Él no sentía anhelos de gloria, pero, cuando ella lo decía, no deseaba otra cosa—. Quiero decir… —El murmullo le hurgó el cráneo—. ¡No! —El sonido desapareció y, por un momento, también se disipó la aceptación. Pero no del todo. Se llevó una mano a la cabeza, tocó el yelmo dorado y se lo quitó—. Me…, me parece que no lo quiero. No es mío.

—¿Que no lo quieres? —La desconocida se echó a reír—. ¿Qué hombre que tenga sangre en las venas no desearía la gloria? Una gloria tan encumbrada como si hubieras soplado el Cuerno de Valere.

—No la deseo —replicó, a pesar de la porción de sí mismo que le gritaba que mentía. El Cuerno de Valere. «El Cuerno sonó, y dio comienzo la arrolladora carga. La muerte cabalgaba a su lado y a un tiempo lo aguardaba delante. Su amante. Su destructora»—. ¡No! Yo soy un herrero.

—Qué poco ambicioso. —Lo compadeció con su sonrisa—. No debes escuchar a quienes intenten desviarte de tu destino. Te rebajarían, te envilecerían. Luchar contra el destino sólo puede originar dolor. ¿Por qué elegir el dolor, cuando puedes obtener la gloria?, ¿cuando tu nombre puede ser recordado junto al de todos los héroes legendarios?

—Yo no soy un héroe.

—Desconoces buena parte de lo que eres. De lo que puedes ser. Ven a compartir una copa conmigo, por el destino y la gloria. —Tenía en la mano una reluciente copa de plata, llena de vino rojo como la sangre—. Bebe.

Miró, ceñudo, el recipiente. Notó algo… familiar en él. Oyó un gruñido, como una dentellada en el cerebro.

—¡No! —peleó contra él, negándose a escuchar—. ¡No!

—Bebe. —La mujer le tendió la dorada copa.

«¿Dorada? Pensaba que era…, era…» No podía acabar de definir el pensamiento. Pero, entre su confusión, el sonido volvió a hurgarlo con insistencia, exigiendo su atención.

—No —dijo—. ¡No! Soy un herrero. Soy… —El murmullo le martilleaba el cráneo, pugnaba por ser oído. Se rodeó la cabeza con los brazos para impedir que entrara y sólo consiguió cerrarlo adentro—. ¡Soy… un… hombre! —gritó.

La oscuridad lo envolvió, pero la voz de la mujer la penetró, susurrante.

—La noche se sucede día tras día, y los sueños habitan a todos los hombres. En especial a ti, mi salvaje. Yo siempre estaré en tus sueños.

Por fin el silencio.

Bajó los brazos. Llevaba de nuevo su chaqueta y sus pantalones, cómodos y resistentes, aunque sencillos. Prendas adecuadas para un herrero o un campesino. Con todo, apenas si reparó en ellas.

Se hallaba en un puente de piedra de bajo pretil que formaba un arco entre dos espirales de piedra achatadas, las cuales brotaban de abismos demasiados profundos cuyo fondo no logró siquiera vislumbrar. La luz habría resultado apagada para otros ojos que no fueran los suyos y ni aun con su agudeza pudo determinar de dónde provenía. Estaba allí simplemente. Dondequiera que mirara, a derecha o izquierda, arriba o abajo, había más puentes, más espirales y rampas sin barandilla que se tendían, interminables, por el aire sin ninguna clase de orden aparente. Había, paradójicamente, algunas que ascendían hasta la punta de agujas que debían de hallarse justamente debajo del extremo superior de las espirales con las que comunicaban. Desde todas direcciones se oía el eco de agua derramada en cascada. Se estremeció de frío.