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De repente, por el rabillo del ojo, percibió algo que se movía y, sin pensarlo, se agazapó bajo el antepecho de piedra. Entrañaba peligro que lo vieran. Ignoraba por qué, pero sabía que así era. Lo sabía, sin más.

Se asomó con cautela por el pretil para precisar qué era lo que había visto moverse. En una rampa distante apreció un blanco centelleo. Era una mujer, no le cabía duda de ello, aun cuando no la distinguiera con claridad. Una mujer con un vestido blanco que se dirigía apresuradamente a algún sitio.

En un puente situado algo más abajo de él y mucho más cerca de la rampa donde había divisado a la mujer, advirtió de improviso un hombre alto, sombrío y esbelto, con un toque plateado en el moreno cabello que le daba un aire distinguido y una capa de color verde oscuro profusamente bordada con hojas doradas. Su cinturón y su bolsa estaban decorados con oro, al igual que el remate de sus botas, y en la funda de su daga centelleaban rutilantes gemas. ¿De dónde había salido?

De manera igualmente súbita, en el extremo opuesto del puente apareció otro hombre que comenzó a caminar hacia él. Las ahuecadas mangas de su chaqueta roja tenían rayas negras longitudinales, y de su cuello y mangas colgaban tupidos los encajes. Sus botas tenían tantas incrustaciones de plata que era difícil percibir el cuero. Era más bajo y corpulento que el individuo hacia el que se encaminaba, con el pelo rapado tan blanco como los encajes. La edad no lo había vuelto frágil, sin embargo. Andaba con la misma arrogante energía de que daba muestras el otro hombre.

Se aproximaron el uno al otro con recelo. «Como dos tratantes de caballos que saben que el otro quiere venderles una yegua aquejada de esparaván», pensó Perrin.

Los hombres se pusieron a hablar, pero, por más que se esforzó, Perrin sólo alcanzó a oír un murmullo entre el eco de salpicaduras de agua. Se asestaban, ceñudos, furibundas miradas y hacían gestos desabridos, como si estuvieran a punto de enzarzarse en una pelea. No se fiaban uno del otro. Era posible que se odiaran incluso.

Alzó la vista para mirar a la mujer, pero ésta se había esfumado. Cuando volvió a mirar abajo, había un tercer hombre junto a los dos de antes. Y, de algún modo, Perrin supo con la vaguedad de un remoto recuerdo que lo había conocido en algún lugar. Un apuesto hombre de mediana edad que vestía prendas de terciopelo casi negro adornadas con encaje blanco. «Una posada —determinó Perrin—. Y algo anterior a ello. Algo…» Algo sucedido mucho tiempo antes, al parecer. Pero su memoria no le aportó más datos.

Los dos primeros individuos se mantenían ahora uno al lado del otro, convertidos en circunstanciales aliados a consecuencia de la presencia del recién llegado. Éste les gritaba y agitaba el puño y, entretanto, ellos se movían inquietos, rehuyendo sus furibundas miradas. El temor que les inspiraba superaba con creces el odio que podían profesarse entre sí.

«Sus ojos —pensó Perrin—. ¿Qué tienen de extraño sus ojos?»

El sombrío desconocido de mayor estatura comenzó a replicar, con vacilación al principio y luego con creciente fervor. El de pelo blanco se sumó a la discusión y de repente su alianza temporal se interrumpió. Los tres proferían gritos a la vez, dirigidos alternativamente a los dos restantes. De pronto el de terciopelo oscuro abrió los brazos, como si exigiera un final a aquello. Una bola creciente de fuego los envolvió, ocultándolos, y fue ensanchándose desmesuradamente.

Perrin se echó las manos a la cabeza y se acurrucó detrás del pretil de piedra, tratando de protegerse del embate del viento que le rasgaba la ropa, de un vendaval tan caliente como el fuego. Un vendaval que era de fuego. Aun con los ojos cerrados, veía las llamas hinchándose y traspasándolo todo. La furiosa tempestad rugía lamiéndolo también a él con sus lenguas de fuego; sentía su ardor, su presión, su intención de consumirlo y esparcir sus cenizas. Chilló, tratando de aferrarse a su propio ser, sabiendo que sería en vano.

Y, en un abrir y cerrar de ojos, el viento cesó, sin aviso previo. Un instante antes el ígneo vendaval lo aporreaba, y ahora reinaba la calma más absoluta. Sólo se oía la cascada de agua resonando en círculo.

Perrin se incorporó despacio y examinó en qué estado se hallaba. Tenía la ropa íntegra, ni tan siquiera tiznada, y en la piel no había ni rastro de quemaduras. Únicamente el recuerdo del calor lo indujo a creer que había sido real. Las huellas de lo ocurrido habían quedado sólo en su memoria; su cuerpo no conservaba constancia alguna de ello.

Se asomó prudentemente a la barandilla. Del puente donde estaban los tres hombres no quedaban más que unos pocos metros de base medio derretida. De sus ocupantes no había vestigio alguno.

Un hormigueo en la nuca lo impulsó a alzar la vista. En una rampa ubicada sobre él, a la derecha, había un lobo de enmarañada pelambre gris, mirándolo.

—¡No! —Se levantó precipitadamente y echó a correr—. ¡Esto es un sueño! ¡Una pesadilla! ¡Quiero despertar!

Siguió corriendo, y se le nubló la visión. Ante sus ojos danzaban imprecisas manchas. Los oídos le zumbaron unos instantes y, al normalizarse su audición, volvió a ver claramente.

Temblaba de frío y sabía con toda certeza que aquello era un sueño desde el primer momento. Tenía la vaga conciencia de algún borroso recuerdo de sueños que habían precedido a aquél, pero de ése no abrigaba dudas. Había estado en ese mismo sitio antes, en noches precedentes, y, aun cuando no comprendiera su sentido, sabía que era un sueño. Aquel conocimiento no modificó en nada su desarrollo.

Unas monumentales columnas de piedra rojiza pulida rodeaban el amplio espacio donde se hallaba, debajo de un techo abovedado asentado a unos cincuenta metros de su cabeza. Él y otro hombre tan corpulento como él no habrían llegado a rodear con los brazos una de esas columnas. El suelo estaba pavimentado con grandes losas de piedra gris claro, dura y aun así gastada por los pies de incontables generaciones.

Y centrada bajo la cúpula se encontraba la razón por la que tantos pies habían caminado hasta esta estancia. Una espada, suspendida en el aire con la empuñadura boca abajo, sin ningún soporte visible, a una altura en la que aparentemente cualquiera podía cogerla. Giraba con lentitud, como impulsada por alguna racha de aire. Y, sin embargo, no era una espada. La hoja, la empuñadura y el gavilán parecían de vidrio, o tal vez de cristal, y concentraban toda la luz circundante y la proyectaban en miles de destellos y centelleos.

Caminó hacia ella y alargó la mano, tal como había hecho todas las veces anteriores. Recordaba con precisión ese detalle. El puño colgaba delante de su cara, a su alcance. Unos centímetros antes de llegar a la rutilante arma, su mano chocó contra el aire como si hubiera tocado piedra. Tal como sabía que sucedería. Empujó con más fuerza, pero fue como si lo hiciera contra una pared. La espada daba vueltas, resplandeciendo a pocos centímetros de él, tan inalcanzable como si se hubiera hallado al otro lado del océano.

Callandor. No estaba seguro de si el susurro había surgido dentro de su cabeza o fuera de ella; parecía resonar por las columnas, suave como el viento, procedente de todos los rincones, insistente. Callandor. Quien me empuña, empuña el destino. Tómame e inicia el viaje final.

Dio un paso atrás, presa de un repentino temor. Aquel susurro no se había producido antes. Durante cuatro noches consecutivas había tenido aquel mismo sueño y aquélla era la primera vez que había una modificación en él.

Vienen los Degenerados.