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Era un susurro distinto, cuyo origen identificó al instante, y dio un salto como si lo hubiera tocado un Myrddraal. Entre las columnas había un lobo, un gran lobo de montaña que casi le habría llegado a la cintura, de enmarañado pelambre blanco y gris. Lo miraba atentamente con unos ojos tan amarillos como los suyos.

Vienen los Degenerados.

—No —dijo con voz áspera Perrin—. ¡No! ¡No voy a dejarte entrar! ¡No… lo… permitiré!

Regresó como pudo al estado de vigilia y se incorporó en su cabaña, temblando de miedo, de frío y de rabia.

—No lo permitiré —repitió con voz ronca.

Vienen los Degenerados.

El pensamiento destacaba con claridad en su mente, pero no era suyo.

Vienen los Degenerados, hermano.

5

Pesadillas reales

Perrin saltó de la cama, cogió el hacha y corrió afuera, descalzo y vestido sólo con la ropa interior, insensible al frío. La luna bañaba las nubes con su pálido resplandor blanco. Aquélla era luz más que suficiente para sus ojos, más que suficiente para ver las formas que se deslizaban entre los árboles procedentes de todos lados, unas formas casi tan voluminosas como Loial, pero con rostros deformados por hocicos y picos, cabezas semihumanas rematadas con cuernos y plumas; sigilosas formas que caminaban sobre cascos, garras y también pies calzados con botas.

Abrió la boca para dar la voz de alarma cuando de improviso la puerta de la cabaña de Moraine se abrió de golpe y Lan salió como un rayo, espada en mano y gritando.

—¡Trollocs! ¡Despertad, por vuestras vidas! ¡Trollocs!

Los hombres comenzaron a salir de sus cabañas, vestidos sólo con sus prendas de dormir que, en muchos casos, implicaban una casi completa desnudez, pero con las espadas aprestadas. Rugiendo bestialmente, los trollocs arremetieron contra ellos y fueron recibidos con golpes de acero y gritos de «¡Shienar!» y «¡El Dragón Renacido!».

Lan iba completamente vestido —Perrin habría apostado algo a que no había dormido nada— y se abalanzó hacia los trollocs como si la lana de su atuendo fuera una armadura. Parecía bailar, yendo de uno a otro, tan acoplado a su espada como si formaran una sola entidad, y, donde el Guardián danzaba, los trollocs chillaban y perecían.

Moraine también se encontraba a la intemperie, interpretando su propia danza entre los trollocs. La única arma palpable que esgrimía era un látigo, pero cada vez que azotaba a una de aquellas criaturas, de su carne brotaba una hilera de llamas. Su mano libre lanzaba ardientes bolas surgidas del aire, tras cuyo impacto los trollocs aullaban y se revolcaban en el suelo, envueltos en llamas.

Un árbol se incendió de la raíz a la copa y luego otro y otro más. Los trollocs chillaron, deslumbrados por la súbita luz, pero siguieron blandiendo sus picudas hachas y sus espadas curvadas como guadañas.

De pronto Perrin vio que Leya salía con paso vacilante de la choza de Moraine, de la que lo separaba una cuarta parte de la superficie de la hondonada, y su mente abandonó toda preocupación ajena a ella. La Tuatha’an apoyó la espalda contra la pared de troncos y se rodeó la garganta con la mano. La luz de los árboles en llamas le permitió ver el dolor y el horror, la profunda aversión que le producía aquella carnicería.

—¡Escondeos! —le gritó Perrin—. ¡Volved adentro y escondeos! —El creciente fragor de la lucha engulló sus palabras. Echó a correr hacia ella—. ¡Ocultaos, Leya! ¡Por el amor de la Luz, ocultaos!

Ante él se plantó un trolloc de horrible pico ganchudo y garras de halcón, acorazado con cota de mallas y cubierto de púas de pies a cabeza, y arremetió contra él con una de aquellas espadas extrañamente curvadas. Olía a sudor, suciedad y sangre.

Perrin se agachó para esquivar el golpe y exhaló un grito inarticulado, contraatacando con la espada. Sabía que debía tener miedo, pero la urgencia suprimía todo temor. Lo único que le importaba era que debía llegar hasta Leya, debía ponerla a salvo, y el trolloc se interponía en su camino.

Su adversario cayó, rugiendo y pataleando; Perrin no supo dónde le había clavado el arma ni si estaba agonizante o meramente herido. Saltó sobre él y subió trepando la ladera.

Las enormes teas que eran los árboles proyectaban fantasmagóricas sombras sobre el pequeño valle. Una vacilante silueta que caminaba junto a la cabaña de Moraine se reveló de improviso como un trolloc cornudo con hocico cabruno. Asía una espeluznante hacha erizada de púas y parecía a punto de abalanzarse hacia abajo para sumarse a la refriega cuando advirtió a Leya.

—¡No! —gritó Perrin—. ¡Luz, no! —Las rocas se desprendieron bajo sus pies descalzos, pero él no notó el arañazo de sus aristas. El trolloc alzó el hacha—. ¡Leyaaaaaaa!

En el último instante, el monstruo se giró y descargó el arma contra Perrin. Éste se echó al suelo y emitió un alarido al sentir la mordedura del acero en la espalda. Alargó desesperadamente una mano, agarró una pata de cabra y tiró con todas sus fuerzas. El trolloc cayó con estrépito, pero, mientras daba tumbos ladera abajo, lo aferró con manos tan grandes como dos de las suyas y lo arrastró consigo. Percibió en toda su intensidad el repulsivo hedor a cabra y a rancio sudor humano al tiempo que sus fornidos brazos le atenazaban el pecho, impidiéndole respirar; las costillas crujieron, a punto de romperse. Aunque había perdido el hacha al caer, el trolloc se valió de su roma dentadura de cabra, que hundió en el hombro de Perrin. Las poderosas mandíbulas se cerraron, y él gruñó con el tormento del dolor. Estaba sin resuello y la oscuridad se cernía en los límites de su visión, pero conservó la vaga noción de que tenía el otro brazo libre y de que de un modo u otro había conseguido retener su propia hacha. Asiendo el mango cerca de la hoja, como un martillo, emitió un rugido que gastó todas sus reservas de aire e hincó la púa en la sien del trolloc. Éste se agitó convulsivamente y, moviendo los brazos y piernas como aspas, lo arrojó lejos de sí. Sólo gracias al instinto su mano siguió aferrando el hacha y la arrancó así del trolloc cuando éste siguió rodando hacia abajo.

Perrin se quedó tendido un momento, recobrando aliento. Le ardía la herida de la espalda y notaba la humedad de la sangre. Su hombro se quejó al levantarse.

—¿Leya?

La mujer seguía allí, acurrucada delante de la cabaña, a menos de diez metros de él. Y lo observaba con tal expresión de horror que apenas logró sostenerle la mirada.

—¡No me compadezcáis! —le gruñó—. ¡No…!

El salto que efectuó el Myrddraal desde el techo de la choza pareció prolongarse en exceso, y, durante el tiempo que tan lentamente transcurrió entretanto, su negrísima capa permaneció tiesa e inmóvil, como si el Semihombre ya se hallara en el suelo. Tenía la mirada de vacías cuencas fija en Perrin. Olía a muerte.

El frío agarrotó los brazos y piernas de Perrin bajo el efecto de la mirada del Myrddraal, y su pecho se quedó rígido como un témpano de hielo.

—Leya —susurró. Su voluntad sólo le sirvió para no echar a correr—. Leya, escondeos, por favor. Por favor.

El Semihombre comenzó a avanzar hacia él, en la confianza de que el miedo lo tenía paralizado con sus cadenas. Caminaba como una serpiente, aprestando una espada tan negra que sólo los árboles en llamas hacían visible.

—Basta con cortar una pata del trípode —dijo quedamente— para que todos se vengan abajo. —Su voz sonaba como un amasijo de reseco cuero descompuesto que alguien pisoteara.

De improviso Leya se abalanzó, tratando de rodear con los brazos las piernas del Myrddraal. Sin volverse, el Fado movió sin inmutarse la tenebrosa espada hacia atrás, y la gitana se desplomó.

Las lágrimas asomaron a los ojos de Perrin. «Debí haberla ayudado…, haberla salvado. ¡Debí haber hecho… algo!» Pero, mientras el Myrddraal enfocaba en él su espantosa mirada, tenía dificultades hasta para pensar.