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Perrin notó que sentía deseos de volver a aullar. Frenéticamente erigió un muro para cortar todo contacto con los lobos. Las imágenes y las emociones se filtraron por los resquicios, pero al fin logró contenerlas y ya no sintió su dolor ni su rabia, ni sus ansias de cazar a los Degenerados ni de correr… Cortada la comunicación con los lobos, se le hizo patente el insufrible ardor de la espalda, la contusión del hombro que parecía haber sido amartillado en un yunque. También cobró conciencia del dolor en sus pies descalzos, llenos de arañazos y magulladuras. El olor a sangre flotaba por doquier. El olor a trollocs y a muerte.

—Estoy…, estoy bien, Min.

—Has luchado con arrojo —lo felicitó Lan. El Guardián alzó su espada aún mojada de sangre por encima de la cabeza—. ¡Tai’shar Manetheren! ¡Tai’shar Andor! Genuina estirpe de Manetheren. Genuina estirpe de Andor.

Los escasos shienarianos que aún se sostenían por su propio pie pusieron las armas en alto y corearon sus palabras.

¡Tai’shar Manetheren! ¡Tai’shar Andor!

ta’veren —agregó Loial, asintiendo con la cabeza.

Perrin bajó los ojos con embarazo. Lan le había ahorrado haber de responder a las preguntas que no quería contestar, pero le había otorgado un honor que no merecía. Los demás no lo comprendían. Se preguntó qué dirían si supieran la verdad. Min se acercó más, y entonces él murmuró:

—Leya ha muerto. No he podido… Casi he llegado a tiempo.

—No hubieras cambiado nada —afirmó la joven en voz baja—. Lo sabes perfectamente. —Le examinó la espalda y torció el gesto—. Moraine se ocupará de esto. Está curando a todos los que pueden sanar.

Perrin asintió. Notaba la espalda pegajosa de sangre hasta la cintura, pero a pesar del dolor apenas prestaba atención a la herida. «Luz, esta vez he estado a punto de no regresar. No puedo permitir que vuelva a ocurrir. ¡Nunca más!»

Pero cuando estaba con los lobos todo era tan distinto… Entonces no tenía que preocuparse porque su corpulencia provocaba temor en los desconocidos, y nadie lo tenía por corto de entendederas sólo porque intentaba actuar con prudencia. Los lobos se conocían entre sí aun cuando no se hubieran visto nunca, y con ellos él era simplemente un lobo más.

«¡No!» Apretó con fuerza el mango del hacha. «¡No!» Tuvo un sobresalto cuando Masema tomó de improviso la palabra.

—Ha sido una señal —declaró el shienariano, girando en círculo para dirigirse a todos. Tenía sangre en los brazos y en el pecho (había luchado sólo con los calzones puestos) y caminaba cojeando, pero el brillo de sus ojos era tan ferviente como siempre. Más ferviente incluso—. Una señal que confirma nuestra fe. Hasta los lobos han acudido a luchar por el Dragón Renacido. En la Última Batalla, el señor Dragón convocará incluso a las bestias del bosque para combatir a nuestro lado. Es una señal que nos indica que avancemos. Sólo los Amigos Siniestros dejarán de sumarse a nosotros. —Dos de los shienarianos asintieron.

—¡Calla esa maldita boca, Masema! —espetó Ino. Parecía ileso, lo cual no era extraño si se tenía en cuenta que Ino ya peleaba contra los trollocs antes de que Perrin naciera. Con todo, el cansancio era patente en su porte y únicamente el ojo pintado parecía conservar vivacidad—. ¡Avanzaremos cuando el señor Dragón lo diga, joder! ¡Y que a ninguno de vosotros, campesinos sin seso, se le ocurra hacer lo contrario! —El tuerto miró la larga hilera de hombres que atendía Moraine, la mayoría de los cuales no se hallaban en condiciones ni de sentarse, incluso después de que ella los hubiera curado, y sacudió la cabeza—. Al menos tendremos un montón de condenadas pieles de lobo para abrigar a los heridos.

—¡No! —Los shienarianos se mostraron sorprendidos ante la vehemencia de la voz de Perrin—. Han luchado de nuestro lado y los enterraremos con nuestros muertos.

Ino frunció el entrecejo y abrió la boca para replicar, pero Perrin le clavó, desafiante, la mirada de dorados ojos. Fue el shienariano quien bajó la mirada, y asintió.

Perrin se aclaró, embarazado, la garganta al mismo tiempo que Ino impartía órdenes a los shienarianos ilesos para que recogieran los lobos muertos. Min lo observaba con ojos entornados, con el mismo aire que adoptaba cuando percibía imágenes alrededor de alguien.

—¿Dónde está Rand? —preguntó él.

—Allá afuera a oscuras —repuso la joven, apuntando ladera arriba sin desviar la vista de él—. No quiere hablar con nadie. Está sentado allí y aleja con cajas destempladas a todos los que se acercan.

—Conmigo hablará —aseguró Perrin.

Min lo siguió, sin parar de recordarle que debía esperar a que Moraine hubiera examinado sus heridas. «Luz, ¿qué ve cuando me mira? No quiero saberlo».

Rand estaba sentado en el suelo justo fuera del círculo que iluminaban los árboles incendiados, con la espalda apoyada en el tronco de un raquítico roble. Tenía la mirada perdida y se rodeaba el pecho con los brazos, como si tuviera frío. No pareció advertir su presencia. Min tomó asiento a su lado, pero él no realizó el menor gesto ni siquiera cuando ella posó una mano en su brazo. Incluso allí Perrin notaba olor a sangre, y no solamente a la suya propia.

—Rand —tomó la palabra Perrin, pero Rand lo interrumpió.

—¿Sabes qué he hecho durante los combates? —Con la vista clavada en la lejanía, Rand dirigía sus palabras a la noche—. ¡Nada! Nada de provecho. Al principio, cuando tendí la mano hacia la Fuente Verdadera, no pude tocarla, no cogí nada. Se deslizaba fuera de mi alcance. Después, cuando finalmente establecí contacto con ella, iba a quemarlos a todos, quemar a todos los trollocs y Fados. Y todo cuanto conseguí fue incendiar unos cuantos árboles. —Una silenciosa risa le sacudió el cuerpo, y luego puso fin a ella con una apesadumbrada mueca—. El saidin me llenó hasta el punto de que temía estallar como un fuego de artificio. Tenía que encauzarlo a algún sitio, librarme de él antes de que me consumiera, y entonces consideré la posibilidad de derribar la montaña y enterrar a los trollocs. Estuve a punto de intentarlo. Ése ha sido mi combate. No contra los trollocs, sino contra mí. Para contener el impulso de enterraros a todos, y a mí mismo, bajo la montaña.

Min dirigió una apenada mirada a Perrin, como si le solicitara ayuda.

—Nosotros… hemos dado cuenta de ellos, Rand —dijo Perrin. Se estremeció al pensar en todos los heridos que yacían abajo. Y en los muertos. «Mejor eso que se nos hubiera venido encima la montaña»—. No te necesitábamos.

Rand volvió a apoyar la cabeza en el árbol y cerró los ojos.

—Sentí cómo venían —dijo casi en un susurro—. Ignoraba lo que era, no obstante. Transmiten la misma sensación que la infección del saidin. Y el saidin siempre está junto a mí, llamándome, seduciéndome con su canto. Para cuando discerní la diferencia, Lan ya estaba dando la voz de alarma. Si pudiera controlarlo, habría podido avisar mucho antes de que se acercaran. Pero la mitad de las veces que realmente logro entrar en contacto con el saidin, no tengo noción de lo que hago. Me arrastra en su corriente. Pero yo podría haberos prevenido.

—Lan nos avisó con suficiente antelación —aseveró Perrin, moviendo con incomodidad los magullados pies, consciente de que hablaba como si tratara de convencerse a sí mismo.

«Yo también podría haberlos alertado, si hubiera hablado con los lobos. Ellos sabían que había trollocs y Fados en los montes. Trataban de decírmelo». Pero si no mantenía alejados de su mente a los lobos, ¿no estaría ahora con ellos?, se preguntó. Conocía a un hombre, Elyas Machera, que también podía comunicarse con los lobos. Elyas vivía con los lobos y, pese a ello, parecía ser aún capaz de recordar que era un hombre. Pero nunca le había explicado a Perrin cómo lo conseguía y, por lo demás, hacía mucho tiempo que no se habían visto.