—Que lleve Ino el mensaje. Él se halla en condiciones; vos misma lo habéis dicho. Yo voy a ir en pos de Rand.
—Ino tiene sus obligaciones, Min. ¿Y crees que podría ir tranquilamente hasta las puertas de la Torre Blanca y pedir una audiencia con la Sede Amyrlin? Incluso un rey habría de aguardar varios días si llegara sin previo aviso, y me temo que a cualquiera de los shienarianos los dejarían plantados durante días, cuando no para siempre. Por no mencionar el hecho de que algo tan insólito sería la comidilla de Tar Valon antes de que hubiera caído la noche. Aunque no es común que las mujeres soliciten una audiencia personal con la Sede Amyrlin, algunas lo hacen, y por ello tu demanda no debería suscitar mayores comentarios. Nadie debe enterarse ni siquiera de que la Sede Amyrlin ha recibido un mensaje mío. Su vida… y las nuestras podrían depender de ello. Tú eres la persona indicada para esta misión.
Min abrió y cerró la boca varias veces, tratando de expresar una nueva objeción, pero Moraine ya había vuelto a tomar la palabra.
—Lan, me temo mucho que encontraremos más evidencias de su paso de las convenientes, pero cuento contigo para seguir el rastro. —El Guardián asintió—. Perrin, Loial, ¿vendréis conmigo en pos de Rand? —Min exhaló un chillido de indignación, que la Aes Sedai aparentó no haber oído.
—Iré —se apresuró a responder Loial—. Rand es mi amigo. Y admito que no quiero perderme nada, por el libro que me propongo escribir.
Perrin tardó más en contestar. Rand era su amigo, pese a lo que había devenido por la forja de la vida. Y también tomó en cuenta aquella certeza casi completa de que sus futuros estaban unidos, aun cuando, de haber podido, habría soslayado participar de la suerte de Rand.
—Así tiene que ser, ¿verdad? —dijo al cabo—. Iré con vos.
—Bien. —Moraine volvió a frotarse las manos con el ademán de alguien que se dispone a trabajar—. Debéis prepararos de inmediato. Rand nos lleva varias horas de ventaja. Quiero haber recorrido un buen trecho antes de mediodía.
A pesar de su delgadez, la fuerza de su presencia los impulsó a todos hacia la puerta a excepción de Lan. Loial caminó encorvado hasta haber traspuesto el umbral. Perrin pensó en una matrona sacando a los gansos del corral.
Una vez fuera, Min se demoró un momento para dedicar una sonrisa sospechosamente dulce a Lan.
—¿Deseáis vos que os lleve algún mensaje? ¿Para Nynaeve, tal vez?
El Guardián pestañeó como si lo hubiera sorprendido con la guardia baja, igual que un caballo apoyado sólo en tres patas.
—¿Es que todo el mundo sabe…? —Recobró el equilibrio casi al instante—. Si hay algo más que deba saber de mí, se lo diré yo mismo. —Le cerró la puerta casi en la cara.
—¡Hombres! —murmuró Min a la puerta—. Demasiado ciegos para ver lo que vería una piedra y demasiado testarudos para confiar en que piensen por sí mismos.
Perrin aspiró con fruición. En el aire del valle aún quedaban atenuados aromas a muerte, pero era mejor que estar encerrado en la cabaña. Algo mejor.
—Aire puro —suspiró Loial—. El humo comenzaba a molestarme un poco.
Comenzaron a bajar la ladera juntos. Al lado del arroyo, los shienarianos que se tenían en pie estaban reunidos en torno a Ino, quien, a juzgar por sus gestos, estaba recuperando el tiempo perdido con una buena retahíla de juramentos.
—¿A qué se debe vuestra situación de privilegio? —inquirió de repente Min—. A vosotros os ha preguntado. Conmigo no ha tenido ese detalle.
—Creo que nos lo ha preguntado —respondió, sacudiendo la cabeza, Loial— porque sabía qué íbamos a responder, Min. Por lo visto, Moraine es capaz de leernos el pensamiento a Perrin y a mí; sabe lo que haremos. Pero tú eres un libro cerrado para ella.
Aquel razonamiento en poco aplacó la rabia de Min. Alzó la vista hacia Perrin, dos palmos más alto que ella, y luego hacia Loial, de estatura aún mucho más impresionante.
—¡Para lo que me sirve! De todas formas, voy a ir adonde ella quiere sin oponer más resistencia que vosotros, que sois como dos corderitos. Te has portado como un hombre durante un rato, Perrin. Le has levantado la voz como si te hubiera vendido una chaqueta a la que se le deshacían las costuras.
—Yo no le he levantado la voz —replicó Perrin, extrañado. En realidad no se había dado cuenta de lo que había hecho—. No ha sido tan terrible como pensaba.
—Has tenido suerte —observó, con su voz cavernosa, Loial—. «Enojar a una Aes Sedai es meter la cabeza en un avispero».
—Loial —dijo Min—, necesito hablar a solas con Perrin. ¿Te importa?
—Oh. Por supuesto que no. —Se puso a andar con las grandes zancadas que permitían sus largas piernas y se alejó de ellos, sacando la pipa y la bolsa del tabaco de un bolsillo de la chaqueta.
Perrin miró con recelo a la joven, que se mordía el labio, como si reflexionara sobre lo que iba a decir.
—¿Percibes alguna vez algo a su alrededor? —preguntó, señalando con la cabeza al Ogier.
—Creo que sólo funciona con los humanos —repuso Min, sacudiendo la cabeza—. Pero he visto cosas referentes a ti que considero que debes saber.
—Te he dicho que…
—No seas más estúpido de lo estrictamente necesario, Perrin. Allá en la cabaña, justo después de que dijeras que irías, he visto cosas que no había percibido antes. Deben de guardar relación con este viaje. O como mínimo con tu decisión de sumarte a él.
—¿Qué has visto? —inquirió a regañadientes al cabo de un momento.
—Un Aiel en una jaula —le informó sin demora—. Un Tuatha’an con una espada. Un halcón y un azor, encaramados en tus hombros. Los dos hembras, me parece. Y todo lo demás, claro está. Lo que siempre está en tu aureola: oscuridad girando en remolino a tu alrededor y…
—¡Nada de eso! —se apresuró a interrumpirla. Cuando tuvo la certeza de que había parado de hablar, se rascó la cabeza, reflexionando. No acertó a hallarle ningún sentido—. ¿Tienes idea de lo que significa todo esto? Los nuevos detalles, me refiero.
—No, pero son importantes. Lo que veo siempre lo es. Son puntos cruciales en las vidas de las personas, o lo que está inscrito en su destino. Siempre es importante. —Vaciló un momento, mirándolo—. Otra cosa más —añadió—. Si encuentras a una mujer, la mujer más hermosa que nunca hayas visto, ¡huye!
—¿Has visto a una mujer hermosa? ¿Por qué debería huir de una mujer hermosa?
—¿No puedes limitarte a seguir mi consejo? —replicó con irritación. Luego dio un puntapié a una piedra y se quedó mirando cómo rodaba pendiente abajo.
A Perrin no le gustaba sacar conclusiones precipitadas —y ése era uno de los motivos por los que algunas personas lo tenían por lento— pero hizo un balance de varias de las cosas que le había dicho Min a lo largo de los días anteriores y realizó una asombrosa deducción. Se paró de golpe, devanándose el cerebro para hallar las palabras adecuadas.
—Eh… Min, sabes que te aprecio. Me gustas, pero… eh… nunca he tenido una hermana, pero si la tuviera…, quiero decir que tú… —Paró de tartamudear cuando ella alzó la cabeza para mirarlo con las cejas enarcadas y un amago de sonrisa en los labios.
—Vaya, Perrin, debes saber que te quiero. —Se detuvo y observó cómo él movía la boca sin llegar a articular palabra alguna y luego añadió, lenta y cautelosamente—: ¡Como a un hermano, tonto! Nunca deja de admirarme la arrogancia de los hombres. Todos pensáis que no hay nada que no tenga relación con vosotros, y que toda mujer debe forzosamente desearos.
—Yo no… nunca… —balbuceó Perrin, sintiendo la cara encendida—. ¿Qué has visto sobre esa mujer? —inquirió tras aclararse la garganta.
—Limítate a seguir mi consejo —contestó Min, reanudando a paso vivo el descenso hacia el arroyo—. ¡Aunque te olvides de lo demás —le advirtió, mirándolo por encima del hombro—, hazme caso en esto!
Perrin se quedó mirándola y por una vez sus pensamientos parecieron organizarse a toda prisa.