Выбрать главу

Los aromas de vino dulce y pasteles de especias impregnaban el aire, mezclados con el humo de una docena de chimeneas y las cenas que se preparaban en el fuego. Por un instante, el olfato de Perrin percibió otro olor que no pudo identificar, una tenue estela de malignidad que le puso la carne de gallina. Aun cuando sólo duró unos segundos, tuvo la certeza de que algo había pasado por allí, algo malévolo. Se frotó la nariz como si quisiera borrar su recuerdo. «No puede ser Rand. Luz, aunque se haya vuelto loco, no puede ser él. ¿O sí?»

Sobre la puerta de la posada colgaba un letrero que representaba a un hombre a pata coja con los brazos levantados: El Salto de Harilin. Cuando detuvieron los caballos delante del cuadrado edificio de piedra, el barrendero se irguió, bostezando. Dio un respingo al reparar en los ojos de Perrin, pero cuando realmente se le desorbitaron los ojos fue ante la visión de Loial. La enorme boca del hombre y la práctica inexistencia de barbilla le conferían el aspecto de una rana. Lo rodeaba un olor antiguo a vino rancio, cuando menos perceptible para el olfato de Perrin, del que se deducía que él había participado en la celebración.

El hombre se recobró parcialmente de su asombro y realizó una reverencia llevándose la mano a la doble hilera de botones de madera cosidos en su chaqueta. Sus ojos miraban alternativamente a uno y otro y, cada vez que los posaba en Loial, se abrían un poco más.

—Bienvenida, buena señora, y que la Luz ilumine vuestro camino. Bienvenidos, buenos señores. ¿Deseáis comida, habitaciones, baños? Todo podemos ofrecéroslo aquí en el Salto. Maese Harod, el posadero, regenta una buena casa. Yo me llamo Simion. Si queréis algo, preguntad por Simion y él os lo traerá. —Volvió a bostezar y se tapó la boca y se inclinó nuevamente para disimular—. Disculpad, buena señora. ¿Venís de lejos? ¿Tenéis noticias de la Gran Cacería, la Cacería del Cuerno de Valere? ¿Y del falso Dragón? Dicen que hay un falso Dragón en Tarabon. O no sé si era en Arad Doman.

—No venimos de tan lejos —respondió Lan, bajando del caballo—. Seguro que vos estáis mejor informado que yo. —Comenzaron a desmontar todos.

—¿Han oficiado una boda aquí? —preguntó Moraine.

—¿Una boda, buena señora? Vaya, hemos tenido un montón de bodas. Una auténtica epidemia. Y todas estos dos últimos días. En todo el pueblo no queda ni una mujer en edad casadera que no se haya unido en matrimonio. Hombre, si hasta la viuda Jorath arrastró al viejo Banas hasta los arcos, y eso que los dos habían jurado que no volverían a casarse. Ha sido como un torbellino que los ha trastocado a todos. Rilith, la hija del tejedor, lo empezó, pidiéndole a Jon el herrero que se casara con ella, y eso que él es tan viejo como para ser su padre y más. Y el viejo idiota va y se quita el delantal y dice que sí, y ella exige que se levanten los arcos de inmediato. No hubo manera de que se aviniera a esperar como Dios manda, y todas las otras mujeres la apoyaron. Desde entonces hemos tenido bodas día y noche. Diantre, nadie ha podido casi ni dormir.

—Muy interesante —dijo Perrin cuando Simion hizo una pausa para volver a bostezar—, pero ¿habéis visto a un joven…?

—Es muy interesante —lo interrumpió Moraine—, y tal vez después quiera que sigáis contándomelo. Por el momento, deseamos encargar habitaciones y cena. —Lan dirigió un furtivo gesto a Perrin, indicándole que se mantuviera callado.

—Desde luego, buena señora. La cena. Habitaciones. —Simion titubeó, mirando a Loial—. Tendremos que juntar dos camas para… —Se inclinó hacia Moraine y bajó la voz—. Perdonad, buena señora, pero… eh… ¿qué es exactamente? Sin intención de faltar al respeto —se apresuró a añadir.

No habló lo bastante bajo, pues Loial agitó con irritación las orejas.

—¡Soy un Ogier! ¿Qué creíais que era? ¿Un trolloc?

—¿Un trolloc, buen… ehm… señor? —Simion dio un paso atrás al escuchar la estentórea voz de Loial—. Oh, yo ya soy mayor y no creo en cuentos de niños. Eh, ¿un Ogier, decís? Pero si los Ogier son personajes de cuen… me refiero a que… es decir… —En su desesperación, se volvió para gritar en dirección al establo anexo a la posada—. ¡Nico! ¡Patrim! ¡Huéspedes! ¡Venid a buscar sus caballos!

Al cabo de un momento salieron de las caballerizas dos muchachos con paja en el pelo, bostezando y frotándose los ojos. Simion señaló la escalera, inclinándose, cuando los jóvenes se hicieron cargo de las riendas.

Perrin se colgó las alforjas y la manta enrollada al hombro y, con el arco en la mano, siguió hasta adentro a Moraine y Lan, precedidos de Simion, que se deshacía en reverencias. Loial hubo de agacharse bajo el dintel, y en el interior sólo le faltaron unos centímetros para rozar el techo con la cabeza. No paraba de murmurar para sí acerca de lo incomprensible que resultaba que fueran tan pocos los humanos que recordaban a los Ogier. Su voz sonaba como un lejano fragor de truenos e incluso Perrin, que caminaba justo delante de él, sólo acertaba a comprender la mitad de sus palabras.

La posada olía a cerveza y vino, queso y cansancio, y de la parte trasera llegaba un aroma a cordero asado. Los escasos clientes que había en la sala principal mantenían las cabezas gachas sobre sus jarras como si lo que en realidad les apeteciera fuera echarse en los bancos y ponerse a dormir. Una regordeta criada llenaba una jarra de cerveza en uno de los barriles alineados al fondo de la estancia. El propio posadero, a quien distinguieron por el largo delantal blanco que llevaba, permanecía sentado en un alto taburete en el rincón, apoyado en la pared. Al entrar los recién llegados, alzó la cabeza y los miró con ojos nublados. Se quedó boquiabierto al advertir a Loial.

—Visitantes, maese Harod —anunció Simion—. Quieren habitaciones. ¿Maese Harod? Es un Ogier, maese Harod.

La criada se volvió y, al ver a Loial, dejó caer estrepitosamente la jarra. Ninguno de los fatigados hombres sentados a las mesas alzó la vista. Uno había apoyado la cabeza en la mesa y roncaba.

Loial movió las orejas con violencia. Maese Harod se puso lentamente en pie, con la mirada fija en Loial, sin parar de alisarse el delantal.

—Al menos no es un Capa Blanca —dijo por fin y luego dio un respingo como si lo sorprendieran sus propias palabras—. Quiero decir, bienvenida, buena señora. Buenos señores. Perdonad mi falta de modales. Sólo puedo argumentar el cansancio en mi favor. —Lanzó otra breve mirada a Loial y pronunció incrédulamente, sin voz—: ¿Ogier?

Loial abrió la boca, pero Moraine se le adelantó.

—Como ha dicho vuestro criado, buen posadero, deseo habitaciones para mi comitiva para esta noche, y una comida.

—¡Oh! Por supuesto, buena señora. Por supuesto. Simion, lleva a esta buena gente a mis mejores habitaciones, para que puedan descargar su equipaje. Cuando volváis, os tendré preparada una suculenta cena, buena señora. Una buena cena.

—Si sois tan amables de seguirme, buenos señores —los invitó Simion, inclinándose en dirección a la escalera que partía del comedor.

—¿Qué diablos es eso? —exclamó de improviso tras ellos uno de los hombres sentados a las mesas.

Maese Harod se puso a explicarle detalles sobre los Ogier, simulando estar más enterado del tema de lo que en realidad lo estaba. Casi todo lo que oyó Perrin antes de alejarse era desacertado. Loial agitaba sin cesar las orejas.

En el segundo piso, la cabeza del Ogier casi tocaba el techo. El estrecho corredor, alumbrado sólo por la luz del crepúsculo que entraba por una ventana contigua a la puerta del fondo, estaba en penumbra.