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—Hay velas en los dormitorios, buena señora —dijo Simion—. He debido traer una lámpara, pero la cabeza aún me da vueltas con todas esas bodas. Si queréis, mandaré subir a alguien para que encienda el fuego. Y seguro que desearéis agua para lavaros. —Abrió una puerta—. Nuestra mejor habitación, buena señora. No recibimos muchos…, muchos forasteros… pero ésta es la mejor.

—Yo dormiré en la de al lado —anunció Lan, que cargaba con sus propias alforjas y mantas junto a las de Moraine, así como con el hatillo que contenía el estandarte del Dragón.

—Oh, buen señor, ésa no es una habitación muy buena. Tiene una cama estrecha y hay poco espacio. Estaría bien para un criado, supongo, como si aquí viniera gente que tiene criados. Con vuestro perdón, buena señora.

—De todas formas me quedaré en ella —zanjó con firmeza Lan.

—Simion —inquirió Moraine—, ¿tiene antipatía maese Harod por los Hijos de la Luz?

—Bueno, sí, buena señora. Antes no le disgustaban, pero ahora sí. No es prudente tener antipatía por los Hijos, estando como estamos tan cerca de Amadicia. Vienen a Jarra, como si no hubiera frontera ni nada. Pero ayer causaron alborotos. Unos cuantos altercados. Y con las bodas celebrándose, y todo.

—¿Qué ocurrió, Simion?

El hombre la miró intensamente antes de responder. Perrin no creyó que nadie más hubiera advertido la intensidad de su mirada en la penumbra.

—Eran unos veinte y llegaron anteayer. Entonces no provocaron alboroto alguno. Pero ayer… Tres de ellos van y anuncian que ya no eran Hijos de la Luz, fijaos. Se quitaron las capas y se marcharon a caballo.

—Los Capas Blancas prestan juramento de por vida. ¿Qué hizo su oficial?

—Pues seguro que habría hecho algo, buen señor, pero entonces resultó que otro de ellos declaró que se iba en busca del Cuerno de Valere. El caso es que entonces otro dijo que deberían ir a perseguir al Dragón. Ése dijo al marcharse que se iba al llano de Almoth. Después algunos empezaron a decirles cosas a las mujeres por las calles, impertinencias, y a agarrarlas. Las mujeres chillaban y los hijos gritaban a los que las molestaban. Nunca había visto tal alboroto.

—¿Trató de detenerlos alguno del pueblo? —preguntó Perrin.

—Buen señor, vos lleváis esa hacha como si supierais utilizarla, pero no es fácil enfrentarse a hombres con espadas, armadura y todo, si lo único que uno sabe usar es una escoba o un azadón. Los demás Capas Blancas, los que no se habían trastocado, los pusieron a raya. Casi llegaron a desenvainar las espadas. Y eso no fue lo peor. Hubo dos más que enloquecieron…, más o menos como los otros, y empezaron a despotricar diciendo que Jarra estaba atestado de Amigos Siniestros. Intentaron quemar el pueblo…, ¡aseguraron que lo harían!, y comenzaron prendiendo fuego al Salto. Todavía se ven las manchas de tizne atrás. Se pelearon con los otros Capas Blancas que intentaron reducirlos. Los Capas Blancas que quedaban nos ayudaron a apagarlo, ataron a esos dos y se fueron a Amadicia. Buen viento los lleve y, lo que es por mí, mejor si no vuelven nunca.

—Una manera muy ruda de comportarse —comentó Lan—, aun tratándose de Capas Blancas.

—Decís bien, buen señor. —Simion inclinó la cabeza en señal de asentimiento—. Nunca se habían comportado así. Fanfarronear por ahí, sí. Mirar a la gente como si fuera basura, también, y meter las narices en asuntos que no son los suyos. Pero nunca habían provocado ningún altercado. En todo caso, no de esta clase.

—Ahora ya se han marchado —dijo Moraine—, y con ellos los incidentes. Estoy convencida de que pasaremos una noche tranquila.

Perrin seguía callado, pero en su interior reinaba la agitación. «Todas esas bodas y Capas Blancas están muy bien, pero preferiría saber si Rand estuvo aquí y qué dirección tomó al irse. Ese olor no puede haberlo dejado él».

Dejó que Simion lo condujera por el pasillo hasta otra habitación con dos camas, un aguamanil, un par de taburetes y poco más. Por las angostas ventanas entraba una estrecha franja de luz. Las camas eran grandes, con mantas y edredones doblados al pie, pero los colchones parecían llenos de bultos. Simion tanteó la repisa de la chimenea hasta encontrar una vela y un yesquero para encenderla.

—Preguntaré si pueden juntaros dos camas, buen… eh… Ogier. Sí, será cuestión de minutos. —Sin embargo, seguía toqueteando la vela como si hubiera de colocarla completamente erguida, sin dar muestras del menor apresuramiento.

Perrin captó cierta inquietud en él. «Bueno, yo tampoco estaría tranquilo si los Capas Blancas hubieran actuado así en el Campo de Emond».

—Simion, ¿ha pasado por aquí otro forastero estos dos últimos días? ¿Un joven alto, con ojos grises y pelo rojizo? Puede que tocara la flauta a cambio de una comida o una cama.

—Lo recuerdo, buen señor —repuso Simion, todavía manoseando la vela—. Llegó anteayer por la mañana, a primera hora. Parecía hambriento, sí señor. Tocó la flauta para todas las bodas de ayer. Un joven bien parecido. Algunas de las mujeres lo miraron con interés, al principio, pero… —Hizo una pausa y miró de soslayo a Perrin—. ¿Es amigo vuestro, buen señor?

—Lo conozco —contestó Perrin—. ¿Por qué?

—Por nada, buen señor —respondió, titubeante, Simion—. Era un tipo raro, eso es todo. A veces hablaba solo y otras reía sin que nadie hubiera dicho nada gracioso. Durmió en esta misma habitación la noche pasada, o parte de ella. Nos despertó a todos a medianoche, gritando. Sólo era una pesadilla, pero no quiso quedarse ni un minuto más. Maese Harod tampoco se empeñó en convencerlo, después de todo el ruido. —Simion volvió a guardar silencio un instante—. Dijo algo extraño cuando se fue.

—¿Qué? —inquirió Perrin.

—Dijo que alguien lo perseguía. Dijo… —El hombre tragó saliva y prosiguió, más despacio—. Dijo que lo matarían si no se iba. «Uno de los dos debe morir y prefiero que sea él». Ésas fueron sus palabras.

—No se refería a nosotros —precisó, con su voz cavernosa, Loial—. Nosotros somos amigos suyos.

—Desde luego, buen… eh… buen Ogier. Desde luego que no se refería a vosotros. Yo… no pretendo decir nada malo de un amigo vuestro, pero… eh… me parece que está mal. Mal de la cabeza, ya me entendéis.

—Nosotros cuidaremos de él —afirmó Perrin—. Por eso lo seguimos. ¿Por dónde se marchó?

—Lo sabía —dijo Simion, saltando de puntillas—. He sabido que ella podía ayudarme en cuanto os he visto. ¿Por dónde? En dirección este, buen señor. ¿Creéis que me ayudará?, ¿que asistirá a mi hermano? Noam está muy enfermo, y la madre Roon dice que no puede hacer nada por él.

Perrin mantuvo el semblante inexpresivo y se tomó un momento para reflexionar mientras dejaba el arco en un rincón y descargaba la manta y las alforjas en una de las camas. El problema era que de poco le servía pensar. Miró a Loial, pero no halló la respuesta que buscaba en él; en su consternación, el Ogier había abatido las orejas, y sus largas cejas le colgaban hasta las mejillas.

—¿Qué os hace pensar que puede ayudar a vuestro hermano? —«¡Qué estúpida pregunta! La pregunta adecuada sería qué pretende hacer ahora».

—Bueno, una vez viajé a Jehannah, buen señor, y vi a dos…, dos mujeres como ella. Después de eso no podría confundirme. —Bajó la voz hasta un susurro—. Dicen que ellas son capaces de resucitar a los muertos, buen señor.

—¿Quién más lo sabe? —inquirió Perrin con brusquedad.

—Si vuestro hermano está muerto, nadie puede hacer nada por él —lo disuadió al mismo tiempo Loial.

El criado con cara de rana los miró ansiosamente y luego volvió a hablar, casi balbuceando.

—No lo sabe nadie más, buen señor. Noam no está muerto, buen Ogier, sólo enfermo. Puedo juraros que nadie más la ha reconocido. Ni siquiera maese Harod ha estado a más de treinta kilómetros de aquí en toda su vida. Está muy mal. Se lo pediría yo mismo si no fuera porque me temblarían tanto las piernas que ella no me oiría. ¿Y si se ofendiera y me fulminara con un rayo? ¿Y si me hubiera equivocado? No es el tipo de cosas de que se acusaría a una mujer sin… quiero decir… eh… —Alzó las manos, medio en señal de súplica, medio para defenderse.