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Desdeñó encender el fuego preparado en el hogar y abrió las ventanas de par en par, dejando entrar el frío aire de la noche. Después arrojó al suelo las mantas y el edredón y se echó completamente vestido en la abollada cama, sin molestarse en hallar una postura cómoda. Su último pensamiento antes de dormirse fue que, si había algo capaz de impedirle caer en un sueño profundo que diera cabida a sueños peligrosos, sería aquel colchón.

Se encontraba en un largo pasillo de alto techo y paredes rezumantes de humedad veteados de extrañas sombras que formaban retorcidas franjas de contornos demasiado definidos, demasiado oscuras para la luz que mediaba entre ellas, una luz que no tenía idea de dónde provenía.

—No —dijo—. ¡No! —repitió más fuerte—. Esto es un sueño. Debo despertar. ¡Despertar!

El corredor permaneció inmutable.

Peligro. Era el pensamiento de un lobo, tenue y distante.

—Voy a despertar. ¡Voy a despertar!

Aporreó la pared con el puño y, aunque sintió dolor, no despertó. Le pareció que una de las sinuosas sombras se había apartado al descargar los puñetazos.

Corre, hermano. Corre.

—¿Saltador? —inquirió asombrado. Estaba seguro de que conocía al lobo cuyos pensamientos oía. Saltador, que había envidiado a las águilas—. ¡Saltador está muerto!

¡Corre!

Perrin se precipitó velozmente por el pasillo, sosteniendo con una mano el hacha para que el mango no le golpeara la pierna. Ignoraba hacia dónde corría y por qué, pero la urgencia del mensaje de Saltador lo impelía a hacerlo. «Saltador está muerto —pensó—. ¡Está muerto!» Pero siguió corriendo.

El corredor se bifurcaba en otros pasadizos que formaban estrafalarios ángulos con él, en ocasiones de subida y en otras de bajada. Ninguno de ellos presentaba, sin embargo, diferencia alguna con el que recorría. Todos tenían húmedas paredes de piedra no interrumpidas por puerta alguna, y franjas de oscuridad.

Al llegar a uno de los cruces de pasillos, se detuvo de repente. Tenía delante a un hombre ataviado con una chaqueta y calzas de extraño corte acampanado que lo miraba pestañeando. La ropa era de un color amarillo chillón y las botas de un tono apenas más pálido.

—Esto es afrentoso —dijo el hombre para sí, sin dirigirse a Perrin, con un acento raro en que las palabras se entrelazaban veloz y ásperamente—. No sólo sueño con campesinos, sino que ahora son campesinos extranjeros, a juzgar por esa vestimenta. ¡Largo de mis sueños, labriego!

—¿Quién sois? —preguntó Perrin. El hombre enarcó las cejas como si se hubiera ofendido.

Las cintas de sombra se retorcieron en torno a ellos. Una despegó una punta del techo y se descolgó hasta tocar la cabeza del singular individuo. Parecía que se le había enredado en el pelo. Al hombre se le desorbitaron los ojos, y todo pareció producirse en un mismo instante. La sombra volvió con celeridad al techo, ubicado a tres metros sobre ellos, arrastrando algo pálido. Un líquido salpicó la cara de Perrin. Un horripilante chillido estremeció el aire.

Perrin se quedó mirando, petrificado, la ensangrentada forma vestida de amarillo que gritaba y se revolcaba en el suelo. Espontáneamente, trasladó la mirada al pálido colgajo, semejante a un saco, que pendía del techo. Aun cuando la negra franja lo hubiera absorbido en parte, no tuvo dificultad para identificar un pellejo humano, al parecer totalmente íntegro.

Las sombras se agitaron a su alrededor, y él echó a correr, perseguido por los agónicos alaridos. Las cintas de tinieblas se ondulaban a su paso.

—¡Cambia, maldita sea! —gritó—. ¡Sé que es un sueño! ¡La Luz te consuma, cambia!

Los muros estaban adornados con tapices llenos de color entre los cuales se alzaban dorados candelabros con docenas de velas que iluminaban las blancas baldosas del suelo y un techo pintado con vaporosas nubes y fantásticos pájaros volando. Ni en todo el pasillo, que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, ni en los arcos en ojiva de piedra blanca, que de tanto en tanto interrumpían las paredes había el más mínimo movimiento salvo las llamas de los cirios.

Peligro. La advertencia sonaba incluso más tenue que antes. Y más insistente, si cabía. Con el hacha en la mano, Perrin siguió caminando con cautela por el corredor, murmurando para sus adentros.

—Despierta. Despierta, Perrin. Si sabes que es un sueño, éste debe cambiar o tú has de despertar. ¡Despierta, demonios! —El pasillo conservó la misma solidez que cualquiera de los que había recorrido en la realidad.

Llegó a la altura de la primera de las puntiagudas arcadas blancas, la cual daba entrada a una enorme estancia, en apariencia carente de ventanas, acondicionada tan lujosamente como un palacio, con mobiliario labrado y dorado y ornado con incrustaciones de marfil. En el centro había una mujer que observaba con entrecejo fruncido un raído manuscrito extendido sobre una mesa. Era una hermosa mujer de cabello y ojos negros que vestía de blanco y llevaba aderezos de plata.

En el instante en que la reconoció, ella alzó la cabeza y lo miró de hito en hito y sus ojos se abrieron de asombro y furia.

—¡Tú! ¿Qué haces aquí? ¿Cómo has…? ¡Podrías echar a perder cosas que eres incapaz siquiera de concebir!

De improviso el espacio pareció aplanarse, como si lo que estaba viendo fuera la reproducción de una habitación. Luego tuvo la impresión de que la lisa superficie se volvía de lado y quedaba reducida a una brillante línea vertical rodeada de oscuridad. La línea emitió un blanco centelleo antes de desaparecer, dejando sólo las tinieblas, más lóbregas que la más intensa negrura.

Justo delante de las botas de Perrin, las baldosas del suelo se interrumpieron súbitamente y, ante su mirada, los blancos contornos se disolvieron en la negrura reinante como arena arrastrada por el ímpetu de las olas. Retrocedió a toda prisa.

Corre.

Perrin se volvió, y allí estaba Saltador, un gran lobo gris de pelo entrecano marcado de cicatrices.

—Estás muerto. Yo vi cómo morías. ¡Sentí cómo morías! —Un imperativo mensaje le inundó la mente.

¡Huye ahora! No debes estar aquí. Peligro. Un gran peligro. Peor que el de todos los Nonacidos. Debes irte. ¡Vete! ¡Ahora mismo!

—¿Cómo? —gritó Perrin—. Quiero irme, ¿pero cómo?

¡Vete! Enseñando los dientes, Saltador se abalanzó hacia la garganta de Perrin.

Con un grito estrangulado, Perrin se incorporó en la cama y se llevó las manos al cuello para contener la hemorragia. Engulló saliva con alivio al palpar la piel libre de todo corte, pero al cabo de unos segundos sus dedos notaron una mancha de humedad.

A punto de caer a causa de su precipitación, saltó de la cama, se dirigió tambaleante al aguamanil, agarró la jofaina y salpicó por todas partes al llenar la palangana, se lavó la cara y el agua se tiñó de rosa. De rosa con la sangre de aquel hombre vestido de un modo tan estrafalario.

La chaqueta y los calzones tenían también manchas oscuras. Se los quitó apresuradamente y los tiró en el rincón más alejado. Tenía intención de dejarlos allí para que Simion los quemara.

Por la ventana abierta entró una ráfaga de viento. Estremeciéndose con el solo abrigo de la camisa y la ropa interior, se sentó en el suelo y apoyó la espalda en la cama. «Esta postura será lo bastante incómoda». La amargura, la preocupación y el miedo impregnaban sus pensamientos. Y la determinación. «Pienso resistir. Como sea».

Todavía temblaba cuando por fin concilió el sueño, un sueño superficial enturbiado por la vaga conciencia de la habitación donde se hallaba y del frío que lo atormentaba. Pero las pesadillas que lo habitaron fueron mejores que algunas otras.