Выбрать главу

Rand permanecía acurrucado bajo los árboles, observando en la noche el corpulento perro negro que se aproximaba a su escondrijo. Le dolía el costado, la herida que Moraine no podía acabar de curar, pero no le prestaba atención. La luna apenas difundía la luz suficiente para permitirle distinguir el alto perro de recio cuello e imponente cabeza, con unos dientes que parecían brillar como plata mojada en la oscuridad. El animal olisqueó el aire y avanzó al trote en dirección a él.

«Acércate —pensó—. Acércate más. Esta vez no habrá aviso previo para tu amo. Acércate. Eso es». A tan sólo diez metros de distancia, el animal emitió un cavernoso gruñido y de improviso saltó hacia él.

Henchido de Poder, propulsó con las manos extendidas algo que no acertó a identificar. Una barra de luz blanca, dura como el acero: fuego líquido. Por un instante, traspasado por aquel misterioso proyectil, el perro pareció volverse transparente, y luego no quedó rastro de él.

La blanca luz se disipó y aún siguió impresa unos segundos en los ojos deslumbrados de Rand. Se dejó caer en el tronco del árbol más cercano y apoyó la cara contra su rugosa corteza. Su cuerpo se agitó por el alivio y por un acceso de silenciosas carcajadas. «Ha resultado. La Luz me salve, esta vez ha funcionado». No siempre había sido así, y aquella noche otros perros lo habían visitado.

El Poder Único palpitaba en su interior, y su estómago se retorcía a causa de la infección del Oscuro que aquél transmitía, produciéndole ganas de vomitar. El sudor le perlaba la frente a pesar del frío viento nocturno, y la boca le sabía a hiel. Deseó echarse y morir. Deseó que Nynaeve le administrara alguno de sus preparados medicinales, o que Moraine lo curara o… algo, cualquier cosa que atajara las náuseas que lo sofocaban.

Con todo, el saidin lo inundaba también de vida, de vida, energía y lucidez entreveradas con la intolerable opresión. La vida sin el saidin era una pálida copia. Todo lo demás era una triste imitación.

«Pero si sigo conectado al Poder, me encontrarán. Me seguirán el rastro y me encontrarán. Debo llegar a Tear. Allí lo averiguaré. Si soy el Dragón, habrá un final para todo esto. Y, si no lo soy…, si todo es una mentira, también acabaré con ella. Habrá un final».

Con desgana e infinita lentitud, cortó el contacto con el saidin, se desprendió de su abrazo como si renunciara al hálito vital. La noche se le antojó insulsa y gris. Las sombras perdieron sus infinitos matices y contrastes, aunadas en monotonía.

En la lejanía, del lado oeste, el escalofriante aullido de un perro quebró el silencio de la noche.

Rand irguió la cabeza y escrutó en aquella dirección como si forzando la vista tuviera alguna posibilidad de ver al animal.

Un segundo perro respondió al primero, luego otro, y después dos más, todos desperdigados en lugares imprecisos por poniente.

—Probad a cazarme —gruñó Rand—. Perseguidme si queréis. No soy una presa fácil. ¡Ya no!

Abandonando el apoyo del árbol, vadeó un helado arroyo y luego se dirigió al trote hacia el este. Las botas rezumaban agua y la herida del costado dejaba sentir su dolor, pero él no les prestó atención. La noche volvió a quedar en silencio tras él, pero él tampoco lo acusó. «Cazadme. Yo también sé cazar. No soy una presa fácil».

10

Secretos

Olvidándose por un momento de sus compañeros, Egwene al’Vere se enderezó sobre los estribos con la esperanza de vislumbrar Tar Valon en el horizonte, pero todo cuanto alcanzó a ver fue una borrosa y brillante franja blanca bajo la luz del sol matinal. Debía de tratarse de la ciudad emplazada en la isla pues la tarde anterior habían divisado entre la ondulante planicie la solitaria montaña sesgada llamada Monte del Dragón, y ésta se encontraba en aquella orilla del río, a escasa distancia de Tar Valon. Aquel monte, un mellado colmillo que destacaba con prominencia en la llanura, era un punto de referencia en el camino, claramente visible desde varios kilómetros a la redonda y, por ello, también fácil de evitar, lo cual hacían todos, incluso quienes viajaban a Tar Valon.

El Monte del Dragón era el lugar donde había muerto Lews Therin Verdugo de la Humanidad, según afirmaba todo el mundo; y respecto a esa montaña también se habían dicho otras cosas, advertencias de carácter profético. Motivos sobrados para permanecer alejado de sus negras laderas.

Ella tenía más de una razón para no permanecer lejos de ella. Sólo en Tar Valon hallaría la formación que necesitaba, la enseñanza que le era imprescindible. «¡Nunca más me volverán a atar con una correa!» Ahuyentó tal pensamiento, pero éste regresó sólo modificado en su forma. «¡Nunca más volveré a perder la libertad!» En Tar Valon, Anaiya volvería a realizar un seguimiento de sus sueños; lo haría aun cuando hasta entonces no hubiera hallado ninguna prueba que confirmara sus sospechas de que Egwene era una Soñadora. Los sueños venían turbándola desde que habían abandonado el llano de Almoth. Aparte de los sueños en que aparecían los seanchan, que aún entonces la hacían despertar empapada en sudor, Rand era cada vez más omnipresente en ellos. Rand corriendo. Rand corriendo en dirección a algo, pero también huyendo de algo.

Se esforzó por distinguir más claramente Tar Valon. Anaiya estaría allí. «Y quizá también Galad». Se ruborizó involuntariamente y trató de arrancarlo de su mente. «Piensa en el tiempo. Piensa en cualquier otra cosa. Luz, pero qué calidez me inspira».

En esa época tan temprana del año, donde el invierno era aún un recentísimo recuerdo, el Monte del Dragón todavía estaba tocado de blanco, pero allí abajo la nieve se había fundido ya. Entre la alfombra amarronada de la hierba del verano anterior asomaban tiernos brotes, y en las bajas colinas coronadas de árboles se insinuaba el tono rojizo de los renuevos. Tras pasar todo el invierno viajando, en ocasiones inmovilizados en un pueblo o en un campamento por las tormentas y en otras cubriendo menos terreno de sol a sol, con los caballos hundidos hasta el vientre en la nieve, del que habría recorrido ella a pie del alba al mediodía, era agradable percibir indicios de la llegada de la primavera.

Apartando la gruesa capa de lana hacia atrás, Egwene se irguió sobre la silla de elevado arzón y se alisó la falda con un gesto de impaciencia. Sus oscuros ojos chispearon de disgusto. Hacía demasiado tiempo que llevaba ese vestido que ella misma había dividido con ayuda de hilo y aguja para cabalgar, pero el único que tenía aparte de aquél estaba aún más sucio. Y era del mismo color, de la misma tela gris oscuro con que se vestían las Atadas con Correa. Varias semanas atrás, al iniciar el viaje a Tar Valon, la única opción había sido gris oscuro o nada.

—Juro que nunca más volveré a ponerme algo gris, Bela —aseguró, palmeándole el cuello, a su peluda yegua.

«Tampoco es que vaya a tener muchas posibilidades de elección cuando nos hallemos de nuevo en la Torre Blanca», pensó. En la Torre, todas las novicias vestían de blanco.

—¿Vuelves a hablar sola? —preguntó Nynaeve, acercando su caballo alazán.

Las dos mujeres llevaban el mismo atuendo y tenían aproximadamente la misma estatura, pero la diferencia de altura de sus monturas situaba a la antigua Zahorí de Campo de Emond en una posición más encumbrada. Nynaeve frunció el entrecejo y dio un tirón a la recia cola de pelo oscuro que le colgaba sobre el hombro, un gesto que solía realizar cuando estaba preocupada o turbada, o a veces cuando se disponía a mostrarse aún más testaruda de lo que era habitual en ella. El anillo con la Gran Serpiente que lucía en un dedo la identificaba como una Aceptada, todavía no Aes Sedai, pero mucho más cerca de dicho estado que Egwene.

—Mejor harías en mantenerte alerta.