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Egwene se contuvo para no replicarle con malos modos. «¿Acaso piensa que me he puesto de pie sobre los estribos porque no me gusta la silla del caballo?» Con excesiva frecuencia Nynaeve parecía olvidar que ya no era la Zahorí de Campo de Emond y que Egwene ya no era una chiquilla. «Pero ella lleva el anillo y yo no…, ¡todavía no!, y para ella eso significa que nada ha cambiado».

—¿No te preguntas a veces cómo estará tratando Moraine a Lan? —preguntó con empalagosa amabilidad, y disfrutó de un placentero momento al ver el violento tirón que Nynaeve dio a su trenza.

Su regocijo fue, no obstante, breve. Ella no era una persona inclinada a zaherir, y sabía que, en lo concerniente al Guardián, las emociones de Nynaeve eran como un cesto de ovillos de lana en el que se hubiera introducido un gatito. Pero Lan no era un gatito, y Nynaeve tendría que hacer algo respecto a él antes de que la tozuda y estúpida nobleza de éste la enloqueciera hasta el punto de querer matarlo.

Formaban una comitiva de seis personas, todas vestidas con atuendos sencillos que no habían desentonado en nada en las aldeas y pueblos que habían cruzado. El grupo, sin embargo, era tal vez el más peculiar que había atravesado desde hacía tiempo los pastos de Caralain, con cuatro mujeres y uno de los hombres postrado en una litera colgada entre dos caballos. Aquellas monturas transportaban, asimismo, paquetes ligeros que contenían víveres con que alimentarse en los largos trechos entre las poblaciones que se hallaban en su camino.

«Seis personas —pensó Egwene— ¿y cuántos secretos?» Todos compartían más de uno, y tal vez ni en la Torre Blanca sería prudente revelarlos. «La vida era más simple en el pueblo».

—Nynaeve, ¿crees que Rand está bien? ¿Y Perrin? —se apresuró a añadir. Ya no podía permitirse obrar como si algún día fuera a casarse con Rand, pues ahora ello sólo supondría una descabellada pretensión. Aunque aún no había asimilado su renuncia, sabía que no tenía más remedio que adaptarse a la nueva situación.

—¿Han vuelto a desasosegarte los sueños? —En la voz de Nynaeve se traslucía preocupación, pero Egwene no estaba de humor para aceptar su compasión.

—Por los rumores que hemos oído —comentó, tratando de adoptar un tono lo más desenfadado posible—, no acabo de deducir lo que puede estar ocurriendo. Por lo que sé, todo está tergiversado, todo va muy mal.

—Todo ha ido mal desde que Moraine entró en nuestras vidas —declaró ásperamente Nynaeve—. Perrin y Rand… —Titubeó, esbozando una mueca de disgusto y, entretanto, Egwene pensó que Nynaeve hacía responsable a Moraine de cuanto le había sobrevenido a Rand—. Habrán de cuidar de sí mismos por ahora. Me temo que pronto tendremos motivos propios de preocupación. Algo no va bien. Lo siento.

—¿Sabes qué es? —inquirió Egwene.

—Se parece a una tormenta. —Los oscuros ojos de Nynaeve examinaron el claro y despejado cielo, sólo moteado de unas cuantas nubes distantes entre sí, y luego sacudió la cabeza—. Es como si se avecinara una tormenta.

Nynaeve siempre había poseído la facultad de predecir el tiempo. Aquél era un acto que se conocía con la expresión «escuchar el viento» y que se suponía que la Zahorí de todos los pueblos era capaz de llevar a cabo, aun cuando en realidad eran muchas las que eran incapaces de hacerlo. Desde que había abandonado el Campo de Emond, la habilidad de Nynaeve se había acrecentado o cambiado, ya que ahora las tormentas que preveía guardaban relación con los hombres y no con el viento.

Egwene se mordió el labio, reflexionando. No podían permitirse el lujo de que alguien los detuviera o entorpeciera su marcha, no después de llegar tan lejos, no tan cerca de Tar Valon. No podían permitirlo por el peligro que corría Mat y por otros motivos que, aunque racionalmente reconocía como más importantes que la vida de un muchacho de pueblo, un amigo de infancia, su corazón era incapaz de valorar tanto. Miró a los demás, preguntándose si alguno de ellos había notado algo.

Verin Sedai, bajita y regordeta y ataviada de pies a cabeza de color marrón, cabalgaba aparentemente sumida en meditaciones, con la capucha de la capa bajada hasta casi taparle la cara; iba a la cabeza pero dejando que su caballo caminara a su propio paso. Era del Ajah Marrón, y las hermanas que pertenecían a ese Ajah solían ocuparse más de ahondar en los conocimientos que de cualquier otra cosa en el mundo. Pese a eso, Egwene tenía dudas respecto al desapego de Verin, ya que, al sumarse a ellos, se había sumergido de pleno en los asuntos del mundo.

Elayne, una joven de la misma edad de Egwene y novicia como ella, pero rubia y de ojos azules en tanto que ella tenía el cabello y los ojos oscuros, iba junto a la litera donde Mat yacía inconsciente. Vestida con la misma tonalidad gris que Egwene y Nynaeve, lo miraba con la preocupación que todos sentían. Hacía tres días que Mat no se había levantado. El delgado hombre de pelo largo que cabalgaba con aire concentrado al otro lado de las parihuelas parecía pretender mirar en todas direcciones sin que nadie reparara en ello.

—Hurin —dijo Egwene, y Nynaeve asintió con la cabeza. Aminoraron la marcha hasta quedar a la altura de la camilla, y Verin siguió su errabunda ruta.

—¿Habéis percibido algo, Hurin? —preguntó Nynaeve.

Elayne apartó los ojos, con súbita atención, de la litera de Mat. Con las miradas de las tres mujeres fijas en él, el delgado individuo se movió en la silla y se frotó el costado de su larga nariz.

—Problemas —respondió con cierta renuencia—. Creo que… problemas.

Era un capturador de ladrones que trabajaba para el rey de Shienar y, aunque no llevaba la cola de caballo distintiva de los guerreros shienarianos, la espada corta y la maza que colgaban de su cinto mostraban el desgaste del uso. Con la experiencia de los años parecía haber desarrollado un considerable talento para localizar mediante el olfato a los maleantes, y en especial a aquellos que habían cometido actos de agresión.

En dos oportunidades a lo largo del viaje les había aconsejado abandonar un pueblo cuando aún llevaban en él menos de una hora. La primera vez, todos se habían negado a hacerle caso, arguyendo que estaban demasiado cansados, pero aún no había amanecido cuando el posadero y otros dos hombres del pueblo habían tratado de asesinarlos en la cama. Eran simples ladrones ordinarios, y no Amigos Siniestros, cuyo único móvil era la codicia por sus caballos y lo que llevaban en las alforjas y hatillos. Pero el resto del pueblo estaba al corriente de ello, y al parecer consideraba perfectamente justo aprovecharse de los forasteros. Se habían visto obligados a huir ante una muchedumbre que blandía mangos de azadas y horcas. La segunda vez, Verin les ordenó ponerse en camino en cuanto Hurin expresó su advertencia.

El rastreador de ladrones mostraba, sin embargo, un invariable recelo al hablar con cualquiera de sus acompañantes. Exceptuando a Mat, en el período en que éste se hallaba en condiciones de conversar; entonces los dos habían bromeado y jugado a los dados, cuando las mujeres se encontraban a una prudente distancia. Egwene sospechaba que sentía inquietud por encontrarse solo con una Aes Sedai y tres mujeres que se estaban formando para acceder a esa misma condición. Algunos varones temían menos la perspectiva de una batalla que la de enfrentarse a una Aes Sedai.

—¿Qué clase de problema? —inquirió Elayne.

Había hablado con desenvoltura, pero con una confianza tan evidente en recibir una inmediata y detallada respuesta que Hurin abrió la boca.

—Huelo… —Calló de repente y pestañeó, sorprendido, lanzándoles breves miradas—. Es sólo una sensación. Una… corazonada. Ayer vi algunas huellas, y hoy también. Eran muchos caballos. Veinte o treinta siguiendo esta dirección y otros veinte o treinta dirigiéndose hacia allá. Me resulta extraño. Eso es todo. Un presentimiento. Pero puedo aseguraros que tendremos dificultades.

¿Huellas? Egwene no había advertido ninguna.

—Yo no he percibido nada preocupante en ellas —aseveró tajantemente Nynaeve, que se vanagloriaba de ser tan buena rastreadora como cualquier hombre—. Llevaban varios días allí. ¿Qué te hace pensar que indican dificultades?