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—Jinetes —anunció de improviso Nynaeve, pero Egwene ya los había visto. Eran dos decenas de hombres que habían aparecido en lo alto de un altozano y que bajaban al galope, con un revuelo de capas blancas, en dirección a ellos.

—Hijos de la Luz —los identificó Elayne, como si profiriera una maldición—. Me parece que hemos localizado tu tormenta, y los problemas de Hurin.

Verin se había parado y con la mano había impedido que Hurin desenvainara la espada. Egwene tocó el caballo que iba a la cabeza del par que transportaba la litera para que se detuviera justo detrás de la regordeta Aes Sedai.

—Dejadme hablar a mí, hijas —dijo plácidamente la Aes Sedai, bajándose la capucha para dejar al descubierto su pelo gris. Egwene aún no se había formado una idea precisa de los años que tendría Verin pues, pese a que sospechaba que tenía edad suficiente como para ser abuela, las hebras blancas de su pelo eran su única manifestación perceptible de edad—. Y, hagáis lo que hagáis, no permitáis que exciten vuestra ira.

El rostro de Verin aparecía tan calmado como su voz, pero Egwene creyó advertir cómo la Aes Sedai calculaba la distancia que los separaba de Tar Valon. Los pináculos de las torres ya eran visibles y también el elevado puente que conducía a la isla trazando un arco sobre el río, bajo el cual pasaban los barcos mercantes.

«Lo bastante cerca para verlo —pensó Egwene—, pero demasiado lejos como para que nos sirva de algo».

Por un momento tuvo la certeza de que los Capas Blancas se proponían atacarlos, pero su cabecilla alzó una mano y entonces tiraron bruscamente de las riendas y se detuvieron a unos treinta metros de ellos en medio de una nube de polvo y tierra.

Nynaeve murmuró furiosamente para sí, y Elayne se irguió con arrogancia en la silla, como si estuviera a punto de regañar a los Capas Blancas por sus malos modales. Hurin aún rodeaba con la mano la empuñadura de la espada y parecía dispuesto a interponerse entre las mujeres y los Capas Blancas en contra de la opinión de Verin. Ésta agitó calmosamente una mano delante de la cara para dispersar el polvo. Los jinetes de blanca capa se desplegaron en semicírculo, cerrándoles el paso.

Sus petos y yelmos cónicos fulguraban de tan bruñidos, e incluso la malla de sus brazos relucía intensamente. Todos llevaban el resplandeciente sol bordado en el pecho. Algunos encajaron flechas en los arcos, que mantuvieron bajos, pero preparados. Su dirigente era un hombre joven que lucía, sin embargo, dos nudos dorados indicativos de rango bajo el sol de su capa.

—Dos Brujas de Tar Valon, a menos que me fallen mis deducciones, ¿no es así? —dijo con una tensa sonrisa que acusó la rigidez de su enjuto rostro. Sus ojos tenían un brillo arrogante, como si él conociera una verdad que los demás no podían percibir en su estupidez—. Y dos papanatas, y un par de perros falderos, uno enfermo y otro viejo. —Hurin se agitó, pero Verin lo contuvo con la mano—. ¿De dónde venís? —preguntó el Capa Blanca.

—Venimos del oeste —respondió Verin con calma—. Apartaos de nuestro camino y dejadnos proseguir. Los Hijos de la Luz carecen de autoridad en este lugar.

—Los Hijos tienen autoridad en todas partes donde se halla la Luz, bruja, y, donde no hay Luz, nosotros la propagamos. ¡Contestad a mi pregunta! ¿O deberé llevaros a nuestro campamento y dejar que os hagan las preguntas los interrogadores?

Mat no podía permitirse la más mínima demora en recibir los socorros que le procurarían en la Torre Blanca. Y más importante aún —Egwene pestañeó al advertir que sus pensamientos lo formulaban de aquel modo—, no podían dejar que el contenido de ese saco cayera en manos de los Capas Blancas.

—Os he respondido —aseguró Verin, sin perder la calma—, y con más educación de la que os merecéis. ¿De veras creéis que podéis detenernos? —Algunos de los Capas Blancas pusieron los arcos en alto como si hubiera proferido una amenaza, pero ella continuó hablando, sin elevar en ningún instante la voz—. Puede que en otras tierras consigáis dominar a la gente amedrentándola, pero no aquí, a tan corta distancia de Tar Valon. ¿Realmente creéis que en este lugar os será permitido llevaros presas a las Aes Sedai?

El oficial se revolvió inquietamente en la silla, como si de pronto dudara de su capacidad de poner en práctica lo declarado. Después volvió la mirada hacia sus hombres —ya fuera para cerciorarse de su apoyo o porque hubiera recordado que ellos estaban mirando—, y con ello recobró el aplomo.

—En nada temo vuestros procedimientos de Amigos Siniestros. Respondedme, o responded a los interrogadores. —Su tono no transmitía la misma convicción que antes.

Verin abrió la boca como si se dispusiera a participar en una conversación trivial, pero Elayne se le adelantó, adoptando una sonora voz de mando.

—Soy Elayne, heredera del trono de Andor. ¡Si no os apartáis de inmediato, habréis de responder de ello ante la reina Morgase, Capa Blanca!

Verin emitió una exclamación de disgusto. El Capa Blanca tuvo un instante de sorpresa, pero luego se echó a reír.

—¿Eso es lo que creéis, eh? Quizá descubriréis que Morgase ya no profesa tanto amor por las brujas, muchacha. Si os arrebato a ellas y os devuelvo a su lado, me estará agradecida. El señor capitán Elmon Valda estaría encantado de hablar con vos, heredera del trono de Andor. —Alzó una mano en un gesto dirigido a sus hombres cuyo significado no alcanzó a interpretar Egwene, y algunos de los Capas Blancas tomaron las riendas.

«No hay tiempo que perder —reflexionó Egwene—. ¡Nunca más volverán a apresarme!» Abrió las puertas al Poder Único. Era aquél un simple ejercicio que, después de la práctica continuada, le resultaba cada vez más sencillo. En un abrir y cerrar de ojos su mente abandonó todo pensamiento, toda imagen ajena a un capullo de rosa flotando en el vacío. Ella era el capullo, abriéndose a la luz, abriéndose al saidar, la mitad femenina de la Fuente Verdadera. El Poder la inundó, amenazando con arrastrarla en su corriente. Era como estar henchida de luz, de la Luz, como formar una unidad con la Luz y gozar de un glorioso éxtasis. Luchando para que no la arrollara, se centró en el suelo, frente al caballo del oficial Capa Blanca. Era un pequeño retazo de tierra; no tenía intención de matar a nadie. «¡No me cogeréis!»

El hombre todavía tenía la mano en alto. Con un rugido, el suelo entró en erupción delante de él, y un surtidor de tierra y rocas se alzó hasta más arriba de su cabeza. La montura se encabritó, y el Hijo de la Luz cayó rodando como un saco.

Antes de que aterrizara, Egwene desplazó el punto de mira a otros Capas Blancas, y el suelo se agitó con nuevas explosiones. Bela caracoleaba, pero ella controlaba a la yegua con las riendas y las rodillas sin siquiera tener conciencia de ello. Aun envuelta en el vacío, experimentó sorpresa al percibir la tercera erupción, que no había provocado ella, y luego la cuarta. Vagamente, advirtió a Nynaeve y Elayne, rodeadas por el nimbo de luz que indicaba que también ellas habían abrazado el saidar. Dicha aureola sólo era visible para las mujeres capaces de encauzar, pero los resultados fueron en aquella ocasión perceptibles para todos. Las explosiones acosaban a los Capas Blancas por todos lados, salpicándolos de tierra, azorándolos con el ruido y poniendo a sus caballos en un estado de desenfreno.

Hurin miraba boquiabierto en torno a sí, tratando de impedir que se desbocaran su propia montura y los caballos de carga, con un miedo tan acusado como el de los Capas Blancas. Verin tenía los ojos desorbitados de estupefacción e ira. Movía furiosamente la boca, pero lo que decía se perdía entre el fragor.

Y entonces los Capas Blancas se dieron a la fuga, algunos tras tirar los arcos presas del pánico, galopando como si el propio Oscuro los persiguiera. Todos huyeron menos el joven oficial, que estaba levantándose del suelo. Con los hombros hundidos y los ojos casi en blanco, miraba fijamente a Verin. Tenía la elegante capa blanca y la cara cubiertas de polvo, pero no parecía reparar en ello.