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Los lugareños, no obstante, acudían a sus quehaceres con aparente despreocupación, y la multitud concentrada en el mercado se dividía en torno a los soldados como si su presencia fuera un impedimento al que llevaban mucho tiempo acostumbrados. Algunos hombres y mujeres que transportaban cestos de fruta ajustaban el paso al de los militares, tratando de venderles arrugadas manzanas y peras que habían pasado el invierno en la despensa, pero, aparte de ellos, los tenderos y vendedores ambulantes no prestaban la más mínima atención a los soldados.

Verin tampoco parecía reparar en ellos mientras conducía a Egwene y a los demás a través del pueblo hacia el gran puente de piedra, tan delicado que hubiérase dicho de encaje, que se arqueaba sobre un cauce de casi un kilómetro de ancho.

En la entrada del puente había más soldados montando guardia, una docena de piqueros y media de arqueros que comprobaban la identidad de todo aquel que quería cruzarlo. Su oficial, un calvo cuyo yelmo colgaba de la empuñadura de su espada, parecía agobiado por la larga hilera de personas que aguardaban a pie y a caballo o en carros tirados por bueyes, mulos o el mismo propietario. La fila no tenía más de cien metros, pero, cada vez que alguien obtenía permiso para atravesar el puente, otra persona volvía a engrosarla al final. Pese a ello, el calvo oficial se tomaba su tiempo para cerciorarse de que cada uno de ellos tenía derecho a entrar en Tar Valon antes de franquearles el paso.

Cuando Verin llevó a su grupo al inicio de la fila, torció el gesto, pero entonces dirigió una mirada a su cara y se caló apresuradamente el yelmo en la cabeza. Nadie que las conociera realmente tenía necesidad de un anillo con la Gran Serpiente para identificar a las Aes Sedai.

—Buenos días tengáis, Aes Sedai —la saludó, inclinándose con una mano en el corazón—. Buenos días. Proseguid, si así lo deseáis.

Cuando Verin refrenó el caballo a su lado, en la hilera de gente se alzó un murmullo, pero nadie se quejó en voz alta.

—¿Os han causado problemas los Capas Blancas, guardia?

«¿Por qué nos paramos? —se preguntó Egwene, llena de impaciencia—. ¿Acaso se ha olvidado de Mat?»

—Nada de importancia, Aes Sedai —respondió el oficial—. No ha habido combates. Trataron de entrar en el mercado de Eldone, al otro lado del río, pero nosotros los disuadimos. La Amyrlin se propone darles un escarmiento para que no lo intenten de nuevo.

—Verin Sedai —llamó prudentemente su atención Egwene—, Mat…

—No tardaré nada, hija —aseguró la Aes Sedai con aire medio distraído—. No me he olvidado de él. —Volvió a dirigirse al oficial—. ¿Y los pueblos de los alrededores?

—No podemos mantener a los Capas Blancas fuera de ellos, Aes Sedai —repuso algo incómodo el hombre—, pero los desalojan cuando llegan nuestras patrullas. Se diría que intentan provocarnos. —Verin asintió y habría reemprendido la marcha si el oficial no hubiera vuelto a tomar la palabra—. Perdonad, Aes Sedai, pero resulta evidente que venís de lejos. ¿Traéis noticias? Con cada bajel mercante que remonta el río llegan nuevos rumores. Dicen que hay un nuevo falso Dragón en algún punto de Occidente. Hasta afirman que tiene los ejércitos de Artur Hawkwing que se han levantado de la tumba para seguirlo y que mató a un montón de Capas Blancas y destruyó una ciudad… Falme, la llaman…, que, a decir de algunos, está en Tarabon.

—¡También dicen que las Aes Sedai lo ayudaron! —gritó una voz de hombre en la fila de espera.

Hurin hizo acopio de aire y se revolvió como si previera un incidente. Egwene miró en derredor, pero no advirtió indicio alguno de quién había gritado. Todos parecían preocupados enteramente en esperar, paciente o impacientemente, su turno para cruzar. Cuando se había marchado de Tar Valon, cualquier hombre que hubiera hablado mal de las Aes Sedai se habría considerado afortunado de escapar habiendo recibido sólo un puñetazo de quien lo hubiera escuchado. El oficial miraba, rojo de cólera, la hilera de personas.

—Los rumores raras veces se ajustan a la realidad —le dijo Verin—. Puedo deciros que Falme aún sigue en pie. Y no se encuentra en Tarabon, guardia. Prestad menos oídos a los rumores, y más a la Sede Amyrlin. La Luz os ilumine. —Tomó las riendas y el militar le dedicó una reverencia mientras se ponía en camino con su comitiva.

Egwene quedó maravillada ante la visión del puente, como siempre le sucedía con todos los puentes de Tar Valon. Los calados de los muros eran tan intrincados como los que hubieran acreditado a una experta en encajes de bolillos. Parecía casi increíble que alguien hubiera podido trabajar la piedra de ese modo y que ésta pudiera sostener incluso su propio peso. El río discurría con ímpetu unos cincuenta metros más abajo, y en el kilómetro que separaba la isla de la orilla el puente se alzaba sobre él sin ningún soporte.

Aún más extraordinaria le resultó, en cierta forma, la sensación de que el puente la conducía a casa. Más extraordinaria y sorprendente. «El Campo de Emond es mi hogar». Pero era en Tar Valon donde aprendería lo que necesitaba para seguir con vida, para ser libre. Era en Tar Valon donde averiguaría —donde debía averiguar— por qué la inquietaban tanto sus sueños y por qué a veces parecían tener significados que ella era incapaz de precisar. Tar Valon era el lugar al que estaba conectada ahora su vida. Si algún día regresaba al Campo de Emond —aquel «si» era doloroso, pero debía ser franca consigo misma—, si regresaba, sería de visita, para ver a sus padres. Ella ya no era la hija de un posadero. Aquellos lazos tampoco volverían a retenerla, no porque los detestara, sino porque simplemente los había superado con la edad.

El puente sólo era el principio. Comunicaba directamente con las murallas que rodeaban la isla, altos muros de reluciente piedra blanca con vetas plateadas que se elevaban mucho más. De trecho en trecho, las paredes quedaban interrumpidas por las torres de vigilancia construidas con el mismo material blanco, cuyas imponentes bases lamía el río. Pero más allá, más altas que las murallas, se erguían las verdaderas torres de Tar Valon, las legendarias torres, puntiagudas agujas y espirales, algunas de las cuales estaban interconectadas por airosos puentes que se elevaban a cien metros del suelo. Y aquello todavía era el principio.

Las puertas revestidas de bronce que daban a una de las grandes avenidas que entrecruzaban la isla, abiertas de par en par, sin ningún guardia apostado en ellas, habrían permitido el paso de veinte jinetes a un tiempo. Aunque la primavera apenas había dado comienzo, el aire olía a flores, perfumes y especias.

La ciudad quitó el aliento a Egwene como si nunca la hubiera visto. Cada plaza y cada cruce de calles tenía su fuente o su monumento o estatua, algunos de ellos asentados en grandes columnas tan altas como torres, pero era la ciudad en sí lo que producía aquel efecto deslumbrante. Lo que tenía una forma sencilla podía estar tan adornado y tan labrado que daba la impresión de ser un ornamento o, a falta de aderezos, se valía únicamente de su forma para producir una impresión de grandiosidad. Había edificios grandes y pequeños, construidos en piedras de todos los colores, unos modelados a imitación de conchas, de olas marinas, de arrecifes esculpidos por el viento, todos graciosos y fantásticos, ya fueran inspirados en la naturaleza o en el vuelo de la imaginación de los hombres. Las viviendas, las posadas, los propios establos…, incluso las más insignificantes edificaciones de Tar Valon habían sido erigidas con fines estéticos. Los picapedreros Ogier habían construido gran parte de la ciudad en los largos años que siguieron al Desmembramiento del Mundo, y ellos mismos afirmaban que había sido su más refinada obra.