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—Primero —murmuró—, dejar suelto a un león rabioso en las calles.

—¿Un león rabioso?

Niall giró sobre sus talones al tiempo que un flaco hombrecillo con una prominente nariz salía de detrás de uno de los estandartes de las paredes. Apenas si vislumbró un panel que se cerraba cuando la tela cayó pesadamente sobre él.

—Os enseñé este pasadizo, Ordeith —espetó Niall—, para que pudierais acudir a mi llamada sin que se enterara la mitad de la fortaleza, no para que escucharais mis conversaciones privadas.

Ordeith realizó una servil reverencia mientras cruzaba la habitación.

—¿Escuchar, gran señor? Nunca haría tal cosa. Acabo de llegar y no he podido evitar oír las últimas palabras que habéis pronunciado. No he escuchado nada más.

Esbozaba una sonrisa medio burlona, pero, según las observaciones de Niall, ésta no abandonaba nunca su rostro, ni siquiera cuando ignoraba que alguien estuviera mirándolo.

Un mes antes, en el corazón del invierno, el larguirucho hombrecillo había llegado a Amadicia, andrajoso y medio congelado, y de algún modo había conseguido convencer a toda la cadena de guardias que se interponían entre él y Pedron Niall hasta llegar a hablar con él en persona. Parecía conocer muchos pormenores acerca de los sucesos acaecidos en la Punta de Toman que no figuraban en los voluminosos pero confusos informes de Carridin ni en el relato de Byar ni en ninguna otra información o rumor que había llegado hasta él. Su nombre era falso, por supuesto. En la Antigua Lengua, Ordeith significaba «ajenjo». Cuando Niall había tratado de indagar al respecto, se había limitado a responder: «Todos los hombres hemos olvidado quiénes éramos, y la vida es amarga». Pero era inteligente. Había sido él quien había ayudado a Niall a ver el entramado que se insinuaba en los acontecimientos.

Ordeith se acercó a la mesa y cogió uno de los dibujos. Al desenrollarlo lo suficiente como para ver la cara del joven, su sonrisa se intensificó, convertida casi en una mueca.

—Os divierte la visión de un falso Dragón, Ordeith —señaló Niall, todavía irritado porque el hombre se hubiera presentado sin ser llamado—. ¿O acaso os asusta?

—¿Un falso Dragón? —dijo quedamente Ordeith—. Sí. Sí, desde luego, eso debe ser. ¿Quién sería si no? —Y exhaló una aguda carcajada que puso los pelos de punta a Niall. En ocasiones Niall pensaba que Ordeith estaba como mínimo medio loco.

«Pero es inteligente, esté loco o no».

—¿Qué queréis decir, Ordeith? Habláis como si lo conocierais.

Ordeith se sobresaltó, como si hubiera olvidado que el señor capitán general estaba allí.

—¿Conocerlo? Oh, sí, lo conozco. Se llama Rand al’Thor. Procede de Dos Ríos, una zona rural de Andor, y es un Amigo Siniestro tan corrompido por la Sombra que se os encogería el alma sólo de enteraros de la mitad de su maldad.

—Dos Ríos —musitó Niall—. Otra persona mencionó a otro Amigo Siniestro de allí, otro joven. Es extraño imaginar Amigos Siniestros provenientes de una región como ésa. Aunque, en realidad se hallan por todas partes.

—¿Otro, gran señor? —inquirió Ordeith—. ¿De Dos Ríos? ¿No sería Matrim Cauthon o Perrin Aybara? Tienen casi la misma edad que él y lo siguen de cerca en el camino del mal.

—El nombre que a mí me han dado es Perrin —repuso Niall, frunciendo el entrecejo—. ¿Tres Amigos Siniestros, decís? De Dos Ríos sólo sale lana y tabaco. Dudo que exista otra zona donde los hombres vivan más aislados del resto del mundo.

—En una ciudad, los Amigos Siniestros deben ocultar su verdadera naturaleza en un grado u otro. Han de asociarse con otros, con forasteros venidos de otros lugares que luego se marchan para llevar las noticias de lo que han visto. Pero los pueblos tranquilos, desconectados del mundo, apenas visitados por gente desconocida, ¿no son los lugares idóneos para que todos sean Amigos Siniestros?

—¿Cómo conocéis los nombres de tres Amigos Siniestros, Ordeith? Tres Amigos Siniestros del último rincón del mundo. Guardáis demasiados secretos, Ajenjo, y sacáis más sorpresas de la manga que un juglar.

—¿Cómo va a contar un hombre todo lo que sabe, gran señor? —replicó con tono obsequioso el hombrecillo—. Sería pura palabrería, hasta que la información pueda ser útil. Os diré algo, gran señor. Ese Rand al’Thor, ese Dragón, posee profundas raíces en Dos Ríos.

—¡Falso Dragón! —advirtió con acritud Niall.

—Desde luego, gran señor —acató, con una reverencia, el hombre—. He tenido un lapsus.

De improviso Niall reparó en el dibujo arrugado y desgarrado que aún conservaba en las manos Ordeith. Aun cuando su rostro seguía imperturbable, mostrando su sarcástica sonrisa, sus manos se movían convulsivamente en torno al pergamino.

—¡Basta ya! —le ordenó Niall. Quitó el rollo a Ordeith y lo alisó lo mejor que pudo—. No dispongo de tantas reproducciones de este hombre como para poder permitir que sean destruidas. —La mayor parte del dibujo era sólo una mancha, y el pergamino estaba desgarrado a la altura del pecho del joven, pero la cara había quedado milagrosamente intacta.

—Perdonadme, gran señor. —Ordeith efectuó una profunda reverencia, sin abandonar su sonrisa—. Detesto a los Amigos Siniestros.

Niall examinó el rostro plasmado con tiza. «Rand al’Thor de Dos Ríos».

—Tal vez deba trazar planes en lo concerniente a Dos Ríos. Cuando se fundan las nieves. Tal vez.

—Como desee el gran señor —dijo con suavidad Ordeith.

La mueca que alteraba el rostro de Carridin hizo que todo el mundo lo evitase en su recorrido por los pasillos de la Fortaleza, aun cuando en realidad eran siempre pocos los que propiciaban la compañía de los interrogadores. Los criados, que se apresuraban a acudir a sus quehaceres trataban de confundirse con las piedras de las paredes, e incluso militares con nudos dorados de alto rango en sus blancas capas torcían por corredores laterales al verle la cara.

Abrió de golpe la puerta de sus habitaciones y la cerró de un portazo tras él, sin sentir para nada la satisfacción que habitualmente experimentaba ante las lujosas alfombras de Tarabon y Tear, de lujuriantes colores rojos, dorados y azules, los espejos biselados de Illian, el intrincado follaje dorado labrado en la mesa que ocupaba el centro de la estancia, en cuya elaboración había trabajado casi un año un maestro artesano de Lugard. En aquella ocasión apenas si la vio.

—¡Sharbon! —Por raro que pareciera, su criado personal no hizo acto de presencia, aunque supuestamente estaba acondicionando las habitaciones—. ¡La luz te consuma, Sharbon! ¿Dónde estás?

Por el rabillo percibió un amago de movimiento y se volvió para descargar una sarta de maldiciones contra Sharbon. Los improperios murieron en su boca cuando un Myrddraal dio otro paso hacia él con la sinuosa gracia de una serpiente.

Tenía la figura de un hombre de estatura normal, pero allí acababa toda semblanza humana. La ropa y la capa, más negras que el carbón y que no parecían agitarse con sus movimientos, conferían a la blancura larvaria de su piel un tono aún más pálido. Y no tenía ojos. Aquella mirada vacua imbuyó de terror a Carridin, al igual que había aterrorizado a miles de humanos antes que a él.

—¿Qué…? —Carridin se interrumpió para tratar de aliviar la sequedad de la boca y recuperar el registro normal en la voz—. ¿Qué hacéis aquí? —Su tono seguía sonando agudo.