Los exangües labios del Semihombre se curvaron, esbozando una sonrisa.
—Donde hay sombra, allí puedo ir yo. —Su voz sonaba igual que una serpiente arrastrándose sobre hojarasca seca—. Me gusta mantener vigilados a todos cuantos me sirven.
—Yo sir…
No había manera. Carridin desvió con esfuerzo los ojos de aquella fina y palidísima cara y le dio la espalda. Un escalofrío le recorrió la columna, al pensar que estaba de espaldas a un Myrddraal. Todo parecía nítido en el espejo de la pared que tenía enfrente. Todo salvo el Semihombre. Éste era una mancha borrosa, cuya perturbadora visión era, no obstante, preferible a haber de sostenerle la mirada. La voz de Carridin recobró una pequeña parte de su aplomo.
—Yo sirvo a… —Calló, tomando repentina conciencia del lugar donde se hallaba. En el corazón de la Fortaleza de la Luz. El rumor de un susurro de las palabras que estaba a punto de pronunciar lo harían caer en la Mano de la Luz. El más humilde de los Hijos lo fulminaría en el acto si lo oyera. Estaba solo, descontando al Myrddraal y tal vez a Sharbon. («¿Dónde está ese condenado hombre?» Sería bueno tener a alguien con quien compartir la mirada del Semihombre, aun cuando después hubiera de liquidarlo.) Pero de todas formas bajó la voz—. Yo sirvo al Gran Señor de la Oscuridad, al igual que vos. Ambos somos servidores.
—Si os complace considerarlo de este modo. —El Myrddraal exhaló una carcajada que heló los huesos a Carridin—. Aun así, pienso averiguar por qué os halláis aquí y no en el llano de Almoth.
—El…, el propio capitán general me mandó venir expresamente aquí.
—¡Las palabras de vuestro señor capitán general son basura! —contestó el Myrddraal con un rechinar de dientes—. Se os ordenó buscar al humano llamado Rand al’Thor y matarlo. Eso ante todo. ¡Por encima de todo lo demás! ¿Por qué no obedecéis?
Carridin respiró a fondo. Sentía aquella mirada fija en la espalda, como la hoja de un cuchillo recorriéndole la espina dorsal.
—Las cosas… han cambiado. Algunas cuestiones han escapado a mi control. —Un discordante sonido, como de raspadura, le hizo volver bruscamente la cabeza.
El Myrddraal pasaba la mano sobre la mesa y sus uñas arrancaban finas ralladuras de madera.
—Nada ha cambiado, humano. Renunciasteis a los juramentos prestados a la Luz y pronunciasteis otros nuevos y serán éstos los que vais a cumplir.
Carridin observó los surcos que estropeaban la pulida superficie de madera y tragó saliva.
—No comprendo. ¿Por qué de pronto es tan importante matarlo? Pensaba que el Gran Señor de la Oscuridad quería utilizarlo.
—¿Me interrogáis a mí? Debería arrancaros la lengua. No os corresponde a vos preguntar, ni tampoco comprender. ¡Solamente os corresponde obedecer! Vais a ser un ejemplo de sumisión para los perros. ¿Entendéis eso? Seguid al amo, perro, y obedeced sus órdenes.
La rabia se abrió camino entre el miedo, y la mano de Carridin tentó su costado, pero su espada no estaba allí. Se hallaba en la habitación contigua, donde la había dejado cuando se disponía a acudir a presencia de Pedron Niall.
El Myrddraal se movió con mayor celeridad que una víbora al atacar. Carridin abrió la boca para gritar cuando la mano del Semihombre le atenazó la muñeca; los huesos entrechocaron, transmitiendo espasmos de dolor al brazo. Pero ningún grito brotó de su boca, pues el Myrddraal le había agarrado la barbilla con la otra mano y lo obligó a cerrar la boca. Sus talones se levantaron, y luego los dedos se despegaron del suelo. Gruñendo y balbuciendo, quedó colgado a merced del Myrddraal.
—Escuchadme, humano. Encontraréis a ese joven y lo mataréis lo más rápido posible. No creáis que podéis fingir. Existen otros hijos de los vuestros que me dirán si os desviáis de vuestros propósitos. Pero yo os revelaré algo para animaros. Si ese Rand al’Thor sigue vivo dentro de un mes, tomaré a alguien de vuestra familia. Un hijo, una hija, un hermano, un tío. No lo sabréis hasta que el elegido haya perecido gritando. Si vive un mes más, mataré a otro. Luego a otro, y a otro más. Y, cuando no quede nadie de vuestra sangre vivo excepto vos, si aún sigue vivo, os llevaré a vos hasta el mismo Shayol Ghul. —Sonrió—. Tardaréis años en morir, humano. ¿Me comprendéis ahora?
Carridin emitió un sonido, entre un gemido y un gruñido. Temía que se le fuera a romper el cuello.
El Myrddraal lo arrojó al otro lado de la habitación. Carridin chocó contra la pared, se deslizó, aturdido, hasta la alfombra y permaneció boca abajo, tratando de recobrar el aliento.
—¿Me comprendéis, humano?
—Es… escucho y obedezco —logró articular, en el suelo, Carridin. No recibió respuesta.
Giró la cabeza, haciendo una mueca a causa del dolor que le martirizaba el cuello. En la habitación no había nadie salvo él. Los Semihombres cabalgaban las sombras como si fueran caballos, según afirmaban las leyendas, y, cuando se volvían a un lado, desaparecían. No había pared capaz de cortarles el paso. Carridin sentía deseos de sollozar. Se levantó trabajosamente, maldiciendo el dolor que aún le atormentaba la muñeca.
La puerta se abrió, y el gordezuelo Sharbon entró con un cesto en los brazos y se paró, mirando fijamente a Carridin.
—Amo, ¿os encontráis bien? Perdonadme por no estar aquí, amo, pero he ido a comprar fruta para vuestra…
Con la mano ilesa, Carridin golpeó el cesto y, mientras las arrugadas manzanas de invierno rodaban por las alfombras, abofeteó al criado.
—Perdonadme, amo —susurró Sharbon.
—Ve a buscarme papel, pluma y tinta —gruñó Carridin—. ¡Deprisa, idiota! Debo enviar órdenes.
«¿Pero cuáles? ¿Cuáles?» Mientras Sharbon se apresuraba a obedecer, Carridin clavó la mirada en las marcas de la mesa y se estremeció.
1
La espera
La Rueda del Tiempo gira, y las eras llegan y pasan y dejan tras de sí recuerdos que se convierten en leyenda. La leyenda se difumina, deviene mito, e incluso el mito se ha olvidado mucho antes de que la era que lo vio nacer retorne de nuevo. En una era llamada la Tercera Era por algunos, una era que ha de venir, una era transcurrida hace mucho, comenzó a soplar un viento en las Montañas de la Niebla. El viento no fue el inicio, pues no existen comienzos ni finales en el eterno girar de la Rueda del Tiempo. Pero aquél fue un inicio.
El viento barrió largos valles que la niebla matinal suspendida en el aire teñía de azul, unos poblados de coníferas y otros de suelo pelado en donde pronto brotarían la hierba y las flores. Cruzó aullando ruinas medio enterradas y monumentos derruidos, caídos en un olvido tan absoluto como aquellos que los habían construido. Gimió en los puertos, erosionadas quebradas entre picos tocados por nieves perpetuas que se confundían con el anillo de tupidas nubes blancas aferradas a ellas.
En las tierras bajas el invierno tocaba a su fin, pero allí en las montañas aún prolongaba su dominio, cubriendo las laderas de extensos mantos blancos. Solamente los árboles de hoja perenne conservaban el follaje; el resto de las ramas se recortaban desnudas, grises o pardas, sobre el rocoso terreno que aún seguía en las garras del frío. No se oía más sonido que el vigoroso roce del viento contra la nieve y la piedra. La tierra parecía estar esperando. Esperando a que algo estallara.
Montado en su caballo justo en la orilla de un bosquecillo de cedros y pinos, Perrin Aybara se estremeció y se arrebujó en la capa forrada de piel, apretándola contra sí tanto como le permitieron el largo arco que llevaba en una mano y la gran hacha en forma de media luna que llevaba prendida en la cintura. Era una buena hacha de acero; Perrin había accionado los muelles el día en que maese Luhhan la había forjado. El viento le azotó la capa, le bajó la capucha, dejando a la intemperie sus enmarañados rizos, y se filtró por la tela de su chaqueta; movió los dedos de los pies dentro de las botas para calentarlos y cambió de posición sobre la silla de elevado arzón, pero su pensamiento no se ocupaba realmente del frío. Miró a sus cinco compañeros y se preguntó si ellos también lo sentían. No la espera en ese lugar al que los habían enviado, sino otra cosa distinta.