—Sabía… que, si venía en esta dirección, alguien me encontraría y me conduciría hasta ella. Simplemente… lo sabía. Tengo noticias para ella.
Perrin no inquirió por ellas. Las mujeres solamente revelaban a Moraine la información que traían.
«Y la Aes Sedai nos cuenta lo que le conviene», pensó. Las Aes Sedai nunca mentían, pero se decía que la verdad que expresaba una Aes Sedai no era siempre la que uno creía escuchar. «Demasiado tarde para sentir escrúpulos ahora».
—Por aquí, señora Leya —indicó, apuntando a la montaña.
Encabezados por Ino, los shienarianos iniciaron el ascenso detrás de Perrin y Leya, manteniendo su escrutinio del cielo y el terreno, y los dos últimos con la atención fija en la senda que dejaban a sus espaldas.
Durante un rato cabalgaron en un silencio sólo perturbado por el sonido de los cascos de los caballos que ora quebraban heladas costras de nieve, ora desprendían pedazos de roca al cruzar trechos ya libres del blanco manto. De tanto en tanto Leya lanzaba miradas a Perrin, a su arco, su hacha, su cara, pero no decía nada. El joven se revolvía incómodo y evitaba mirarla. Siempre procuraba dar a los desconocidos las mínimas ocasiones posibles de que pudieran reparar en sus ojos.
—Me ha sorprendido ver a una mujer del Pueblo Errante, teniendo en cuenta las creencias que profesáis —comentó finalmente.
—Es posible oponerse al mal sin obrar con violencia. —Su voz transmitía la simpleza de alguien que expresaba una verdad evidente.
Perrin gruñó agriamente y enseguida murmuró una excusa.
—Sea como decís, señora Leya.
—La violencia daña al agente tanto como a la víctima —aseveró plácidamente Leya—. Por ese motivo nosotros huimos de quienes nos atacan, para protegerlos del daño que recibirían tanto como para preservar nuestra integridad. Si recurriéramos a la violencia para enfrentarnos al mal, pronto desaparecerían las diferencias entre nosotros y nuestros enemigos. Es con la fortaleza de nuestras convicciones con lo que luchamos contra la Sombra.
Perrin no pudo reprimir un bufido.
—Señora, espero que nunca tengáis que hacer frente a los trollocs con la fortaleza de vuestras convicciones. La fuerza de sus espadas os abatiría en el acto.
—Es preferible morir a… —comenzó a argüir, pero la rabia lo indujo a interrumpirla. Le daba rabia que estuviera tan ciega, que estuviera realmente dispuesta a morir con tal de no causar daño a nadie, por más maléfico que fuera.
—Si echáis a correr, os perseguirán y os darán muerte y devorarán vuestro cadáver. O tal vez no esperen hasta que seáis un cadáver. De todas formas, acabáis muerta, y es el mal quien sale vencedor. Y existen hombres igual de crueles que ellos, Amigos Siniestros y otros que no lo son. Estos últimos son mucho más numerosos de lo que hubiera aceptado creer hace tan sólo un año. Esperad a que los Capas Blancas decidan que los gitanos no seguís la senda de la Luz y veréis a cuántos de vosotros preserva la vida la fortaleza de vuestras creencias.
—Y, sin embargo, no sois feliz con vuestras armas —observó la Tuatha’an, dirigiéndole una penetrante mirada.
¿Cómo lo sabía? Sacudió la cabeza con irritación, haciendo oscilar su enmarañado pelo.
—Fue el Creador quien creó el mundo —murmuró—, y no yo. Debo vivir lo mejor que pueda en el mundo, tal como es.
—Parecéis muy triste para ser tan joven —señaló ella quedamente—. ¿Por qué tanta tristeza?
—Debería estar vigilando en lugar de charlar —contestó, evasivo—. Si perdiéramos el camino, no me lo agradeceríais.
Hizo avanzar a Brioso lo bastante como para atajar cualquier posibilidad de reanudar la conversación, pero sentía la mirada de la mujer clavada en él. «¿Triste? No estoy triste, sólo… Luz, no lo sé. Debería existir una vía mejor, eso es todo». El apremiante hormigueo volvió a solicitar su atención pero, absorto en hacer caso omiso de la mirada de Leya, lo ahuyentó de su mente.
Remontaron la pendiente de la montaña y descendieron hacia un valle cubierto de árboles surcado por un ancho arroyo de frías aguas que los caballos vadearon hundidos hasta las rodillas. En la lejanía se erguía una montaña en cuyo costado habían esculpido la semblanza de dos descomunales formas. Perrin pensaba que debían de ser un hombre y una mujer, aun cuando el viento y la lluvia los hubieran desdibujado hasta el punto de que no eran reconocibles como tales. Incluso Moraine admitía su incertidumbre respecto a quiénes eran o a la época en que habían tallado el granito.
Espinosillos y pequeñas truchas se apartaron veloces de los cascos de los caballos, despidiendo destellos plateados entre las claras aguas. Un ciervo dejó de pacer y alzó la cabeza, titubeó observando al grupo que salía del río y luego fue a refugiarse, dando saltos, en la espesura. Un gran gato montés con rayas grises y manchas negras pareció brotar del suelo, molesto por su inoportuna presencia, y, tras mirar un momento los caballos, desapareció en pos del ciervo agitando violentamente la cola. Todavía se percibían, sin embargo, pocas señales de vida en las montañas. Sólo unos cuantos pájaros se encaramaban en las ramas o picoteaban en el suelo en los lugares donde se había fundido la nieve. Dentro de unas semanas, otras especies regresarían a las montañas, pero aún no había llegado el momento propicio. No vieron más cuervos.
Era entrada la tarde cuando Perrin los guió hasta una quebrada flanqueada por dos escabrosas pendientes coronadas por nevadas cimas envueltas, como siempre, en nubes y prosiguió camino en dirección contraria a un arroyo menos caudaloso que bajaba salpicando las piedras grises y se derramaba en las diminutas cascadas causadas por el desnivel del terreno. Un pájaro cantó en los árboles y otro le respondió más arriba.
Perrin sonrió. Eran trinos de pinzón, un animal de las Tierras Fronterizas. Nadie pasaba por ese desfiladero sin ser visto. Se frotó la nariz y desdeñó mirar el árbol donde había sonado la llamada del primer «pájaro».
El camino se hizo más angosto cuando se adentraron por entre achaparrados abedules y unos pocos nudosos robles de montaña. El terreno llano que quedaba para pasar al lado del riachuelo sólo permitía proseguir en fila india, y el cauce era tan estrecho que un hombre alto podía cruzarlo de una zancada.
Perrin oyó cómo Leya murmuraba detrás de él y, al volverse, vio que lanzaba inquietas miradas a las empinadas laderas que se alzaban a uno y otro lado. Los escasos árboles se aferraban precariamente a ellas, y parecía imposible que no fueran a caer. Los shienarianos cabalgaban tranquilamente, por fin relajados.
De improviso se abrió ante ellos una cuenca ovalada entre las montañas, rodeada de pendientes menos abruptas que las del desfiladero. El arroyo brotaba de un pequeño manantial situado en el otro extremo. Gracias a su agudeza visual, Perrin advirtió un hombre con la cola de caballo propia de un shienariano entre las ramas de un roble a su izquierda. Si en lugar de un pinzón hubiera sido un arrendajo de alas rojas el que hubiera cantado, no habría estado solo, y no habría sido tan fácil entrar allí. Un puñado de hombres podían impedir el paso de un ejército en aquella angostura. En caso de que llegara un ejército, así habría de ser.
Entre los árboles que rodeaban la hondonada se alzaban cabañas de troncos, confundidas de tal forma con el paisaje que, a primera vista, parecía que la gente reunida en torno a las hogueras en el fondo de la depresión acampaban allí sin el resguardo de ninguna clase de techo. Había algo menos de una docena de personas. Y más o menos otra docena que no estaban visibles en aquel momento, según sabía Perrin. La mayoría de ellos alzaron la vista al oír el sonido de los cascos y algunos saludaron con la mano. La hondonada parecía ocupada hasta el borde con los olores a hombre y a caballos, a comida y leña quemada. Un largo estandarte blanco colgaba, desmayado, de una larga vara próxima a ellos. Una figura, de una altura que como mínimo doblaba la de cualquier humano, permanecía sentada en un tronco, absorta en la lectura de un libro que resultaba diminuto en sus gigantescas manos, y no desplazó ni por un instante la atención de él, ni siquiera cuando la única persona que no llevaba cola de caballo gritó: