Los wyverns estaban a varios metros de distancia. Pero a pocos pasos vio a Rig y a Palin, atados espalda con espalda y unidos por el cuello con una cadena dorada. Habían usado collares con dijes del tamaño de pulgares para amarrar las manos y las piernas de los dos hombres y los habían envuelto por la cintura con el fajín de Rig, que finalmente habían atado con un gran nudo. La camisa y las dagas del marinero habían desaparecido. El drac era listo y no le había dejado ninguna arma. El torso musculoso de Rig estaba cubierto por una brillante película de sudor. Todavía sufría los efectos del veneno del wyvern.
La kender trabajaba afanosamente. Feril sintió un hormigueo en los dedos; la sangre volvía a circular. Casi estaba libre.
Rig forcejeó con sus ataduras y la cadena de oro se clavó en su garganta mientras miraba a la elfa. El hechicero soltó un gemido de dolor, pues los movimientos de Rig también hacían que la cadena le lastimara la piel. El drac se acercó más a los hombres, y la luz brilló con mayor intensidad en su mano.
—Si lucháis sólo conseguiréis haceros daño —silbó.
—Viejo vivir —dijo el wyvern más grande—. ¡Ver! Drac decir que ninguno muerto. Tú decir viejo muerto. Drac no como tú. Drac listo.
El centinela de escamas azules dio una vuelta completa alrededor de Palin y Rig y luego se acercó a los wyverns, de espaldas a los prisioneros.
—Iré a buscar a nuestro amo, Tormenta sobre Krynn —dijo—. Tormenta se alegrará de lo que hemos capturado.
—¿Tú marchar? —preguntó el wyvern más grande—. ¿Quién vigilar?
—Mis hermanos custodiarán a los prisioneros.
—¿Todos los dracs vigilar?
—No —el drac negó con la cabeza—. Sólo dos... éstos. —La criatura hizo un ademán con la mano cargada de rayos. Otros dos dracs salieron de una gruta sombría y flotaron hacia Rig y Palin—. Tienen fuerza de sobra para controlar a los prisioneros. El resto de mis hermanos permanecerá abajo.
—Suéltanos —suplicó el más pequeño de los wyverns mirando primero a sus pies y luego a los ojos dorados del drac—. Por favor.
El drac silbó y echó a volar. En unos segundos recorrió la cuesta que conducía al desierto y desapareció, llevando su luz consigo.
—¿Te encuentras bien, Feril? —preguntó Rig.
—Cierra el pico, humano —riñó el más bajo de los dracs. La criatura tenía un torso como un barril y gruesas piernas de aspecto fuerte. Sus escamas brillaban tenuemente en la penumbra. Dirigió una mirada perversa al hechicero y frunció el labio superior en una sonrisa de desprecio. Los pequeños rayos que irradiaban sus dientes iluminaron parcialmente la cueva—. Tormenta sobre Krynn regresará pronto. Os convertirá en seres como nosotros y pasaréis a formar parte del ejército que está abajo. Conoceréis el poder y la satisfacción de ser un drac.
A Feril se le erizaron los pelos. Conque era por eso que les habían perdonado la vida: los transformarían en dracs. Sintió un último tirón en las muñecas y las ataduras cayeron. Feril flexionó los dedos, llevó las manos al frente con cautela y fue bajándolas centímetro a centímetro hacia sus tobillos. Ampolla seguía acurrucada a su espalda.
—¿Cuántos dracs hay abajo? —preguntó Palin.
—Eso no es asunto tuyo —respondió con frialdad el drac más alto.
—Tendréis que disculpar nuestra curiosidad —dijo Rig con ironía.
—Vuestra única preocupación será servir al amo.
Feril terminó de desatar la ristra de perlas que le sujetaba los tobillos y advirtió que el marinero también desataba en silencio uno de los collares que unían sus manos con las de Palin.
—Nosotros orgullosos de servir al amo —interrumpió el wyvern más grande—. Sólo dos como nosotros. Wyverns especiales.
—Muchos dracs —dijo el wyvern más pequeño—. Muchos humanos en el fuerte esperando ser dracs. Ejército grande. Pero sólo dos especiales como nosotros.
—¿Qué fuerte? —preguntó Rig.
—Fuerte en desierto cerca... —El wyvern se interrumpió al ver que los dos dracs le dirigían una mirada fulminante—. Fuerte secreto.
El marinero no estaba dispuesto a cambiar de tema.
—¿Para qué necesita el dragón un ejército tan grande?
A Rig sólo le faltaba desatar un collar, y sus ágiles dedos no tardaron mucho en conseguirlo. Se llevó la mano a la cinturilla del pantalón y tiró en silencio de la costura hasta que ésta se soltó. De inmediato sacó una navaja de seis centímetros que había escondido allí y comenzó a cortar el fajín que lo mantenía unido al hechicero.
—Basta de preguntas —gruñó el drac más alto. Un rayo salió disparado de sus garras, chocó en el techo y estalló en una bola de luz que bañó la cueva con un resplandor blanco.
—¡La elfa está suelta! —exclamó el drac más bajo, señalando a Feril—. Y hay una pequeñina con ella.
—¡Una pequeñina que no podréis coger! —los provocó Ampolla mientras salía de detrás de Feril. Giró la honda encima de la cabeza y, tirando de la cuerda, arrojó una lluvia de perlas sobre los dracs.
Las criaturas se volvieron hacia ella y dispararon sendos rayos; dos flechas gemelas atravesaron el aire quieto, pero Ampolla los esquivó arrojándose al suelo. Rig partió la cadena que unía su cuello con el de Palin y con un firme tirón rompió el collar atado alrededor de sus tobillos. Se separó del hechicero, se lanzó sobre los dracs y les hizo errar el tiro en la segunda andanada de rayos.
Se agachó para eludir un rayo dirigido a él, que pasó a pocos centímetros de su cabeza. Dio un paso a un lado para sortear otro y arrojó la navaja al drac más alto. La hoja del pequeño cuchillo se hundió en el cuello de la criatura, que lanzó salvajes aullidos de dolor. Sus fauces desprendieron las escamas que rodeaban la herida, buscando desesperadamente la cuchilla. Su musculoso pecho se cubrió de sangre negra. El drac cayó de rodillas, respiró con dificultad y estalló en una bola de luz.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Ampolla, que estaba pendiente de Feril y sólo había visto un resplandor por el rabillo del ojo—. Vaya. ¡Uno menos!
—Ven aquí, Palin —llamó Rig.
Aunque el hechicero no había mirado directamente a la criatura, la explosión prácticamente lo había cegado. Cerró los ojos con fuerza y dio un par de pasos vacilantes hacia el marinero.
—¡No poder ver! —exclamó el wyvern más pequeño, que había estado absorto en la pelea—. ¡Luz brillante! ¡Doler ojos! ¡No poder ver!
—Drac estallar —gruñó su compañero—. ¡Prisioneros malos!
—¡Palin! —gritó Rig. Cogió al desorientado hechicero del hombro y lo guió hacia él.
—¡Asesinos! —bramó el otro drac. Batió las alas, se elevó a varios palmos del suelo de piedra y escupió a Rig y a Palin—. No puedo mataros porque el amo se enfadaría —silbó—. Pero puedo haceros mucho daño. Os haré tanto daño que desearéis morir.
—¡Mis bolsillos! —gritó Rig a Palin—. ¡Busca en ellos! ¡Deprisa!
El hechicero parpadeó y cabeceó para aclararse la vista. Los rayos lo deslumbraban y se esforzó para ver algo en medio de los haces de luz irradiados por los dientes y las garras de la criatura. Por fin renunció a fiarse de sus ojos, los cerró y buscó a tientas la cintura del marinero. Introdujo las manos entre los pliegues de los bolsillos de Rig y empuñó las dos dagas enfundadas en sendas vainas ocultas.
Rig se apartó del hechicero, se quitó la cinta de cuero que le sujetaba los cabellos y comenzó a balancearla por encima de su cabeza.
—Conque no puedes matarnos, ¿eh? —lo provocó—. Mala suerte. Porque eso es precisamente lo que me propongo hacer contigo.
Saltó sobre la criatura en el mismo momento en que ésta le arrojaba un rayo con la boca. La descarga chisporroteó en el aire en el sitio donde el marinero había estado un segundo antes y estuvo a punto de alcanzar a Palin. Rig enlazó el tobillo del drac con su cinta de cuero y tiró con fuerza. El cordón se ciñó como un lazo, y el peso del marinero derribó al drac.