Rig tendió al drac boca abajo y le hincó la rodilla en la espalda mientras procuraba desatar la correa de piel.
—Ahora ya sé que debo mantener los ojos cerrados cuando exhales tu último aliento.
Rápidamente ató el cordón alrededor del grueso cuello de la criatura. Pero, mientras tiraba para apretar el lazo, el drac batió las alas frenéticamente y logró herir el pecho y los brazos de Rig.
—¡Quieto, maldito seas!
El marinero apretó los dientes y resistió mientras el drac tomaba impulso y se elevaba en el aire. A pesar de sus esfuerzos, el drac se soltó y flotó en círculos encima de él. Las garras de la criatura descargaron nuevos rayos, y uno de ellos alcanzó el estómago del marinero y lo arrojó contra la pared. El drac esbozó una sonrisa maligna y se volvió hacia Palin.
Entretanto, Ampolla estaba ocupada recogiendo perlas y cargando su honda, mientras Feril tocaba el muro a su espalda y comenzaba a canturrear.
—Muévete —susurró la elfa a la roca—. Baila conmigo. Canta. —Al principio la piedra respondió vibrando de forma casi imperceptible bajo las yemas de sus dedos. Luego retumbó suavemente—. Canta —insistió Feril—. Más alto.
—¡Eh, mira hacia aquí, bicho azul y feo! —gritó la kender para llamar la atención del drac. La criatura perseguía a Palin, sorteando las dagas que el hechicero le lanzaba con agilidad—. ¿Por qué no me coges a mí? ¿Acaso te dan miedo los seres pequeños?
Giró la honda y descargó una granizada de perlas sobre la gruesa piel del drac.
—¡Estúpida kender! —espetó la criatura mientras se volvía a mirar a Ampolla—. Los kenders no pueden convertirse en dracs, así que a mi amo no le importará que te mate.
—¡A mí sí que me importaría, patético remedo de dragón! —gritó Ampolla por encima de la creciente conmoción de la caverna.
El drac se lanzó tras ella descargando rayos con las garras abiertas. En el último segundo, Ampolla rodó bajo las zarpas de la criatura, aferró una de sus gruesas patas y la derribó. Pero el drac cayó encima de ella. La kender dio un respingo. Nunca habría imaginado que esas bestias fueran tan pesadas. Los pequeños rayos que chisporroteaban alrededor de su cuerpo se clavaban en el de Ampolla como agujas punzantes. Lo empujó con la poca fuerza que le quedaba y sintió un intenso dolor en los dedos.
—¡No! —gritó cuando el mundo pareció estallar en un fogonazo de luz blanca y azul. Los rayos recorrieron su menudo cuerpo, sacudiéndolo. Dejó de sentir el peso del drac y se hundió en un oscuro vacío que olía a tela quemada y carne chamuscada—. De modo que la muerte es oscuridad —susurró Ampolla, decepcionada, después de un instante de silencio—. Siento un hormigueo en todo el cuerpo y los dedos todavía me duelen. Pensé que la muerte sería más gratificante. ¿Hay alguien por aquí? ¿Dhamon? ¿Rai? ¿Mamá?
—Ampolla...
La voz sonaba lejana, pero la identificó de inmediato. Era Palin.
—¡No! ¿Tú también? ¿Acaso el drac nos ha matado a todos?
—El drac ha muerto, pero tú no —explicó Palin—. Lo he matado con las dagas de Rig.
—Drac estallar —anunció el más pequeño de los wyverns.
—¡Prisioneros malos! —sentenció el otro—. El amo no querer que dracs estallar. Amo ponerse furioso.
—De modo que ha estallado y yo me he quedado ciega como le ocurrió antes a Feril. —La kender buscó a tientas hasta encontrar la pierna de Palin. Se incorporó y se agarró de la túnica del hechicero—. No veo nada. Espero que no dure mucho. Me gusta ver lo que pasa a mi alrededor.
—A mí también —respondió el hechicero—. Aquí dentro está completamente oscuro. ¡Rig! ¡Feril!
El estruendo de la caverna se intensificó y comenzó a filtrarse arena desde las grietas del techo.
—¡Aquí! —gritó Rig—. Palin, ¿no podrías...? —El marinero se interrumpió al ver el tenue resplandor del orbe sobre la mano del hechicero—. Eso es exactamente lo que iba a sugerir.
El orbe parpadeó con reflejos blancos, anaranjados y rojos. La luz permitió ver que la túnica de Palin estaba hecha jirones, y su pecho jadeante cubierto de impresionantes costurones rojos. La sangre manaba de su cuello, donde la cadena de oro había lacerado la piel.
—Tienes un aspecto espantoso —dijo Rig.
—Gracias.
Palin miró al marinero. Tenía los pantalones destrozados y estaba cubierto por un número parecido de zarpazos. Los rayos le habían quemado varios mechones de pelo.
—¿Feril se encuentra bien? —preguntó la kender.
El hechicero se volvió y vio a la elfa. Prácticamente ilesa, estaba apoyada contra la pared de la cueva y acariciaba la piedra con los dedos.
—Baila más aprisa —instó a la roca—. Salta conmigo.
El estruendo se intensificó y unas grietas se extendieron desde sus dedos, alejándose de ella hacia la zona oscura que conducía a la cámara subterránea.
—Cueva temblar. ¿Qué hacer? —dijo el wyvern más pequeño.
—Dracs abajo —respondió el otro—. Alertar dracs.
—¡Dracs! ¡Dracs! —gritó el wyvern pequeño. Su voz ronca retumbó en la cueva, pero apenas podía oírse por encima del rugido de la piedra—. ¡Alertar amo! —añadió—. ¡Tormenta! ¡Tormenta!
—Larguémonos de aquí —gritó Palin—. Sólo hemos matado a dos dracs. No tenemos ninguna posibilidad de vencer a Khellendros. ¡Deprisa, Feril!
La kalanesti se apartó de la pared y echó un último vistazo por encima del hombro a las grietas que continuaban ensanchándose y extendiéndose en forma de telaraña.
—¿Podrías dejarme el orbe un momento, Palin? —preguntó Rig, que buscaba desesperadamente las joyas esparcidas sobre el suelo de la cueva.
El hechicero negó con la cabeza.
—Sólo durará unos minutos si no me concentro en él.
—Yo sólo necesito unos minutos.
—¡Estás loco, Rig! —gritó Feril—. La cueva se derrumbará sobre nosotros en unos instantes y tú sólo piensas en las joyas.
Dio media vuelta, cogió por la manga a la kender, todavía ciega, y tiró de ella hacia la salida.
Palin arrojó el orbe al suelo y corrió detrás de las mujeres.
—¡Haz lo que te dé la gana! —gritó a Rig—. Pero será mejor que te des prisa.
—Lo haré.
El marinero comenzó a recoger puñados de perlas y los collares con que los dracs habían atado a Palin. Después de llenarse los bolsillos de joyas, se dirigió hacia los wyverns.
—¿Dónde está el fuerte que mencionasteis? —vociferó por encima del estruendo de la cueva.
Recuperó las armas que le habían quitado con cuidado de mantenerse fuera del alcance de las colas de los wyverns.
—¡Secreto! —gritó el wyvern más pequeño. Parpadeó furiosamente bajo la lluvia de arena que le caía en la cara. La caverna retumbó con mayor intensidad—. ¡No decir!
—¡Si la cueva se derrumba, moriréis! —proclamó el marinero. Desenfundó su alfanje en el mismo momento en que notó que la luz del orbe comenzaba a extinguirse—. No querréis llevaros un secreto tan precioso a la tumba, ¿no?
—Secreto es secreto —silbó el más grande de los wyverns—. ¡Fuerte de Tormenta secreto!
El marinero procuró mantener el equilibrio sobre el tembloroso suelo de la cueva. Oyó una conmoción de rocas que se derrumbaban a su espalda.
—¡Supongo que tenéis razón! —gritó—. Además, el fuerte estará custodiado.
—Hombres negros y azules. ¡Muchos! —advirtió el wyvern más grande.
—Ya; parece que conviene evitar ese sitio. En fin, ahora me marcho..., regreso al desierto. Si no queréis que me tope accidentalmente con el fuerte, ¿por dónde me recomendáis que no pase?