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Cuando se aproximó a su guarida, inclinó la cabeza y descargó un rayo que se elevó y se perdió en una nube lejana. El dragón cerró los ojos un instante, llamó a la nube y fundió sus sentidos con los neblinosos zarcillos de un gris blanquecino. Poco después, la nube respondió acariciándole el cuerpo con una lluvia fina. Khellendros descargó otro rayo y luego otro.

La luz parpadeante reveló su magnífica figura. Una espinosa cresta azul marino coronaba su enorme cabeza. Sus ojos, unos orbes delicadamente rasgados, tenían el color de los relámpagos y un brillo perverso. Los cuernos se curvaban hacia arriba y hacia ambos lados de los carrillos, dos excrecencias espigadas de color crema en la base y azul acero en la parte superior. Khellendros era un dragón imponente.

La lluvia comenzó a arreciar, de modo que la sintió mejor contra su gruesa piel. Se puso panza arriba y dejó que corriera sobre las placas de su estómago. Volvió a girarse y descendió en picado hacia la arena, en dirección a la montaña rocosa donde estaba su enorme cueva. Voló hacia la entrada y descendió por el túnel sin que sus patas tocaran la tierra. Las apretó contra el cuerpo mientras las oscuras fauces de la caverna lo devoraban.

—¡No! —rugió, a la vez que se detenía en seco y se quedaba flotando en el aire.

Khellendros entornó los ojos hasta que parecieron dos rendijas doradas y escudriñó la oscuridad, sólo para descubrir que una parte de su amada guarida subterránea se había desmoronado. Apenas quedaba espacio para albergar su gigantesco cuerpo y el de los dos wyverns, que temblaban con nerviosismo.

—Amo en casa —dijo un wyvern—. ¿Amo liberarnos?

El dragón batió ligeramente las alas en sus ahora estrechos confines. Pero fue suficiente para levantar una nube de arena que nubló los ojos de los wyverns.

—¿Liberar, por favor? —imploró el más pequeño mientras parpadeaba furiosamente y movía la cabeza para sacudirse la arena.

Khellendros emitió un rugido que retumbó en su vientre y sonó como un terremoto. Sus fauces centellearon y sus ojos se abrieron como platos.

—Explicadme qué ha pasado. ¡Explicadme esto!

Los wyverns, temerosos, cambiaron una mirada. Luego el más grande tragó saliva, tembló con violencia y giró el cuello para mirar directamente a los grandes ojos de Tormenta sobre Krynn.

—Dracs coger hombres —comenzó la criatura—. Y elfas. Hacer prisioneros.

El wyvern más pequeño asintió con un enérgico movimiento de cabeza.

—Dracs estallar.

—Después... —el wyvern más grande rastreó su pequeño cerebro en busca de una palabra—... magia. Elfa hacer magia.

Miró sus garras inmovilizadas y una vez más intentó zafarse.

—Elfa —convino el otro wyvern—. Elfa hacer magia en el suelo. Hacer caer paredes.

—Elfa mala —añadió el más grande.

Entonces la criatura describió a los prisioneros con tanto detalle como le permitió su limitado vocabulario: el marinero negro con su inagotable colección de armas, la elfa de piel cobriza con la cara pintada, la kender semejante a una niña que había lanzado perlas a los dracs y el hombre mayor con hebras de plata en el cabello rojizo. El dragón demostró especial interés por la descripción del miembro más viejo del grupo.

—¿Ahora liberar? —preguntó el wyvern más pequeño—. ¿Liberar, por favor?

Khellendros rugió con más fuerza. Su gigantescos ollares temblaron, aspirando los olores extraños de su guarida, y sus ojos se posaron en las manchas de sangre seca del suelo y los muros.

—¿Dónde están los prisioneros?

—Escapar —respondieron los wyverns al unísono.

El dragón sacudió la cabeza y la acercó a los wyverns. Su rugido fue apagándose hasta convertirse en un débil bramido. Se sentó sobre sus cuartos traseros, agitando furiosamente la cola.

—Y...

El más pequeño de los wyverns tragó saliva.

—Prisioneros hacer estallar dracs. Guardias. Sólo estallar dos.

—Otros abajo cuando derrumbar la cueva —añadió su compañero y miró con esperanza al dragón—. ¿Ahora liberar?

—Cuando llegue Fisura.

Khellendros se tendió como pudo en la cueva y cerró los ojos. El parloteo de los wyverns se convirtió en murmullos plañideros y luego se detuvo por completo. Tenían miedo de despertar al dragón y avivar su ira.

Pero el dragón no estaba dormido. Pensaba en los dracs perdidos, en las horas de trabajo desperdiciadas y en Palin Majere, a quien se proponía cazar y matar. El hechicero era el vástago de Caramon y Tika Majere, los responsables de la muerte de Kitiara. En consecuencia, era enemigo del dragón. Y ahora, por culpa de Palin y sus amigos, tendría que recrear su ejército de dracs y reconstruir su guarida. Khellendros dejó escapar un suave gruñido y concentró sus pensamientos en la tormenta del exterior, permitiendo que su mente jugara con ella. Hizo caso omiso de la nerviosa respiración de sus patéticos siervos marrones. El viento silbaba y los truenos retumbaban; sonidos que prefería a cualquier música. Los relámpagos descendían para besar la arena.

Y, mientras la tormenta arreciaba, Khellendros pensó en Kitiara.

Poco antes del amanecer una figura diminuta entró en la cueva de Khellendros. La criatura medía poco más de un palmo, y su tersa piel tenía el color de los muros de piedra. Sus negros ojos eran dos esferas sin pupilas que parecían demasiado grandes para su espigada cara, y sus orejas estaban pegadas a ambos lados de la calva cabeza. No llevaba ropa y tenía los dedos muy largos.

El hombrecillo avanzó arrastrando los pies y pasó junto a los wyverns, que guardaron silencio, pero lo miraron con expectación. Se aproximó a Tormenta sobre Krynn y se detuvo a pocos pasos de la punta del monumental hocico azul del dragón. Los grandes ojos amarillos se abrieron.

—Fisura —masculló el dragón—, Palin Majere ha estado aquí.

El hombrecillo miró detrás del dragón y vio los muros caídos.

—¿Ha descubierto tus planes?

Khellendros negó con la cabeza, levantando nubes de arena en todas las direcciones. La piel de Fisura brilló momentáneamente y luego la arena atravesó su cuerpo.

—No, duende, no sabe nada. Nunca hablo de mis planes en presencia de los wyverns.

—Ah, volver a El Gríseo... —suspiró el hombrecillo con añoranza.

Era un huldre oscuro, un miembro de la antigua raza de duendes que antes de que los dioses se marcharan de Krynn podía acceder a las numerosas dimensiones superpuestas en el mundo. El Gríseo era su hogar, un reino de nubes turbulentas y espíritus errantes, un lugar sin tierra: sólo bruma. No había podido regresar allí desde que se había suprimido la magia. Al igual que el Azul, tenía un aura mágica innata. Pero no era lo bastante poderosa para transportarlo más allá de Krynn, ni siquiera con la ayuda de uno de los numerosos Portales desperdigados por el territorio.

Fisura había conocido a Khellendros en uno de estos Portales. El dragón pretendía usarlo para regresar junto al espíritu de Kitiara, en El Gríseo. Perfeccionar a los dracs formaba parte de su plan para robar su espíritu e introducirlo en el cuerpo de un drac.

—Volver a casa —musitó Fisura en voz alta.

—Encontrar el espíritu de Kitiara —exclamó Tormenta sobre Krynn.

El dragón había jurado proteger a Kitiara Uth Matar, el único ser humano que había conocido que parecía tener alma de dragón y una mente tan calculadora e inteligente como la suya. Kitiara había muerto varias décadas antes, un día en que estaba lejos de él. Khellendros había sentido que su espíritu volaba lejos de Krynn y lo había buscado en vano. Resuelto a encontrar su espíritu y a volver a reunirse con su pareja, había rastreado una dimensión tras otra.