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En Krynn pasaron décadas, mientras el tiempo discurría rápidamente al otro lado de los Portales. Tras encontrarla en El Gríseo, Khellendros había regresado a Krynn en busca de un cuerpo adecuado para albergar su espíritu perdido. Había vuelto convertido en un dragón enorme, de un siglo de edad según los parámetros de Ansalon. El aumento de tamaño suponía también un aumento de poderes. Sin embargo, había perdido aquel que le permitía regresar a El Gríseo.

—¿Cuántos objetos mágicos crees que necesitaremos, duende? —preguntó Khellendros.

Fisura se restregó la barbilla.

—La magia arcana es poderosa. Yo diría que seis piezas semejantes deberían contener suficiente energía para abrir un Portal que nos conduzca a El Gríseo.

—Tengo dos —declaró el dragón—. Necesitamos otras cuatro. —Khellendros señaló a los wyverns con una garra. Las criaturas miraron primero al dragón y al huldre y luego a sus propios pies—. Libéralos y deja que se marchen. Son inútiles.

—Te prometí otros centinelas, Amo del Portal. Unos más listos.

—Pues cumple tu promesa, duende.

El huldre se puso en pie y se acercó a los wyverns, que movían las cabezas y el rabo como un par de perritos alegres.

—¿Liberar, por favor? —suplicó el más pequeño—. Hambre. Sed.

Fisura se detuvo y tocó el suelo de la caverna. Un tenue resplandor azul salió de la punta de sus dedos y rodeó las garras de los wyverns. La piedra era el elemento de Fisura. Le ordenó mentalmente que se apartara de las criaturas, y, cuando la roca se ablandó y se abrió, los wyverns batieron frenéticamente las alas, elevándose. Tuvieron la precaución de no tocar parte alguna de la cueva, temerosos de que volvieran a atraparlos, y observaron cómo Fisura reparaba la piedra, dejándola como nueva.

—Libres —dijo el más grande con un dejo de júbilo en su grave voz.

—Sois auténticamente libres —asintió el huldre. Se elevó en el aire y señaló el túnel que conducía al desierto—. Libres para volver a casa.

—¿Al bosque? —preguntó el más grande—. ¿Al bosque frío? ¿Al bosque sombrío?

—Aquí calor —dijo el más pequeño—. ¿Ir a sitio más frío? ¿Decirlo el dragón?

—¡Fuera! —rugió el dragón.

Miró cómo los wyverns enfilaban a la abertura de la cueva, chocando entre sí en una loca competencia por ver quién salía primero.

—Tú también deberías marcharte, duende. Tienes obligaciones, como ayudarme a recuperar la antigua magia —prosiguió Khellendros, dirigiéndose al huldre.

Fisura se hundió en la roca como un topo, y fue dejando una grupa de piedra a su paso. Ascendió por el túnel hacia la salida. Unos instantes después, la grupa de piedra vibró y volvió a aplanarse.

El Azul tamborileó en el suelo con una garra. Él también tenía que ir a un sitio alejado de su guarida. Malys se había puesto en contacto con él unas horas antes, reclamando su presencia. Quería informarse sobre la creación de dracs, pues estaba reuniendo especímenes humanos con el fin de iniciar su propio proceso de fabricación. A Khellendros le enfurecía que hubiera descubierto a sus dracs tan pronto. Pero no podía retroceder en el tiempo y obligarla a olvidar a sus escamosas criaturas. De modo que había aceptado enseñarle a crearlas. Le había dicho que lo haría como un favor.

«Te enseñaré, Malys —pensó—. Y luego tú instruirás a los demás señores supremos, como tienes planeado. Pero yo también prepararé a Ciclón, un Dragón Azul inferior con quien no has contado en tus maquinaciones. Habrá más dracs azules que criaturas de otros colores creadas por el resto de los dragones.»

Khellendros frunció su escamosa frente. Hacía tiempo que no sabía nada del dragón más joven, su lugarteniente. Cumpliendo sus órdenes, Ciclón había atacado el barco de Majere hacía ya muchos días.

El dragón salió de su cubil al sol de la mañana. Se estiró en la arena y dejó que el intenso, bendito calor se filtrara entre sus escamas. Tomaría el sol durante unas horas y luego visitaría a Malys. Más tarde se pondría en contacto con Ciclón, pero por el momento no quería molestarse en hacerlo. El Azul merecía pasar un rato al sol. Sí; más tarde llevaría al joven dragón al fuerte del desierto, le daría una clase práctica sobre la fabricación de dracs, le permitiría regocijarse con los gritos de los prisioneros humanos y tomar conciencia de la magnitud del poder que los dragones ejercían sobre Ansalon.

6

La arena se hace carne

Fisura estaba sentado con las piernas cruzadas en la arena del desierto, con la vista fija en un lejano cactus. De un verde intenso sobre el marfil infinito, la planta parecía una mancha en la faz de los Eriales del Septentrión. El hombrecillo se rascó la calva con un delgado dedo gris.

—¿Un gigantesco cacto andante para custodiar la guarida de Tormenta? —pensó en voz alta—. Podría disparar espinas y... No; no sería mejor que los wyverns. ¿Qué podría entregarle al Azul?

Una hora después, el huldre seguía estudiando el asunto. El sol ascendía sobre el horizonte. Muy pronto la temperatura en el desierto de Khellendros sería altísima y agobiante.

Pero el calor no preocupaba a Fisura. Como buen duende y experto en el elemento tierra, el clima lo tenía sin cuidado pues mediante un simple acto de voluntad podía hacer que las olas de calor atravesaran su cuerpo, como el aire que pasa por una ventana abierta. Sin embargo, detestaba la luz que acompañaba al calor. Los huldres preferían las sombras, donde podían esconderse y pasar inadvertidos entre los habitantes de Krynn. Pero, para mantener al Azul contento y servicial, era imprescindible que estuviera allí en ese preciso momento.

Un escorpión se cruzó delante de él y se detuvo un instante. Alzó la vista hacia el extraño hombrecillo y luego siguió su camino con aparente indiferencia.

—Tengo una idea. —El huldre hundió sus delgados dedos en el suelo y cogió dos puñados de arena. Puso las manos a ambos lados del cuerpo, como si fueran los platos de una balanza, y dejó caer un poco de arena de la mano derecha hasta que los dos montoncillos le parecieron del mismo peso—. La vida nace de la tierra —afirmó con convicción—. Dejemos que la vida nazca de esta arena. —Se concentró, con los grandes ojos negros muy abiertos y la frente gris arrugada. Se representó mentalmente al escorpión y puso todos sus sentidos en la arena. Sintió la agradable aspereza de los granos de arena que se agitaban en sus palmas. Dirigió la energía mágica que corría por sus venas, primero para mover los granos con mayor rapidez y luego para fundirlos en dos masas blandas. Para cada forma visualizó ocho patas, pinzas de langosta y un cuerpo plano y estrecho del color de la obsidiana. Por fin imaginó sendas colas curvadas hacia arriba, por encima del cuerpo, y acabadas en un aguijón semejante a una aguja.

Cuando las vibraciones se extinguieron, Fisura se miró la mano. Tenía un escorpión en cada palma, aparentemente vivos pero inmóviles y de unos dieciséis centímetros de longitud. Sonriendo a sus creaciones, los colocó en la arena unos metros delante de él y se alejó a una distancia prudencial.

—Serviréis. Creo que lo haréis bien —dijo para sí. Tendió las palmas hacia el suelo del desierto y se balanceó de delante atrás—. Ahora os convertiré en seres útiles para Tormenta. —Sus dedos emitieron un resplandor azul y la luz envolvió a las pequeñas estatuas, rodeándolas en un halo—. Muy bien, ahora más —instó.