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– Tú has visto, yo no sé adular a los grandes. No está en mi carácter.

No obtuvo su promoción hasta una semana después de Austerlitz. Durante algún tiempo, la caballería ligera del gran ejército estuvo ocupadísima en interesantes labores.; Apenas disminuyó la atención de las tareas profesionales, el capitán Peraud se preocupó de organizar un encuentro sin pérdida de tiempo.

"Conozco bien a mi pájaro -observaba sombríamente-. Si no ando muy vivo, se las arreglará para que lo asciendan por sobre una docena de compañeros más meritorios que él. Tiene un verdadero talento para esta clase de maniobras." Este duelo se llevó a cabo en Silesia. Y si no terminó con una derrota, fue por lo menos proseguido hasta el total agotamiento de ambos contrincantes. El arma era el sable de caballería, y la pericia, la, ciencia, el vigor y la determinación de ambos adversarios provocaron la admiración de los testigos. Este encuentro se convirtió en el tópico de mayor interés en ambas orillas del Danubio y su rumor alcanzó hasta las guarniciones de Gratz y Laybach. Siete veces cruzaron los sables. Ambos tenían heridas de las que manaba sangre en abundancia. Ambos rehusaron interrumpir el combate, rechazando toda insistencia, manifestando un mortal rencor. Por parte del capitán D'Hubert, esta impresión era causada por su deseo racional de terminar de una vez por todas con el asunto; por parte del capitán Feraud,, por una tremenda exaltación de sus instintos belicosos y el formidable estímulo de la vanidad herida. Finalmente, desgreñados, con las camisas hechas jirones, ensangrentados y manteniéndose difícilmente en pie, fueron separados a la fuerza por sus atónitos y horrorizados padrinos. Más tarde, asediados por sus compañeros ansiosos de conocer los detalles, estos caballeros declararon que no habrían podido permitir que continuaran indefinidamente en esa carnicería. Cuando se les preguntó que si esta vez los adversarios consideraban saldada su diferencia, expresaron su convencimiento de que era ésta de tal naturaleza, que sólo podría liquidarse con la vida de una de las partes. La sensacional noticia se extendió de un cuerpo de ejército a otro, penetrando hasta los más pequeños destacamentos de tropas acantonados entre el Rin y el Save. En los cafés vieneses se estimaba, por datos fidedignos, que los adversarios estarían en condiciones de enfrentarse nuevamente en el campo del honor, al cabo de tres semanas. Se esperaba algo realmente extraordinario en materia de duelos.

Estas esperanzas fueron frustradas por las exigencias del servicio, que separaron a los dos capitanes. Las autoridades oficiales no se habían dado por enteradas de su desafío. Era ésta una cuestión de honor que ya pertenecía al ejército y no se le podía comentar ligeramente. Pero la historia del duelo, o más bien la afición duelística de nuestros héroes, debe haberse interpuesto en el progreso de sus respectivas carreras, pues aun eran capitanes cuando volvieron a reunirse durante la guerra con Prusia. Destacados hacia el Norte después de Jena, junto con el ejército dirigido por el mariscal Bernadotte, príncipe de Ponte Corvo, entraron juntos en Lülbeck.

Sólo al cabo de la ocupación de la ciudad se dio tiempo el capitán Feraud para reflexionar sobre su futuro proceder, en vista de que el capitán D'Hubert había sido nombrado tercer ayudante de campo del mariscal. Meditó en ello gran parte de la noche, y por la mañana mandó llamar a dos fieles amigos.

– Lo he pensado con toda calma -les dijo, mirándolos con los ojos congestionados y cansados-. Estoy decidido a terminar de una vez con este intrigante personaje. Ya se ha ingeniado para introducirse en la escolta personal del mariscal. Constituye esto una provocación directa. No puedo tolerar una situación en la cual me veo expuesto a recibir cualquier día una orden por su intermedio. ¡Y sabe Dios qué clase de orden puede ser! Casos como éste ya tienen precedentes…, y con eso basta. No hay duda de que él lo sabe perfectamente. No puedo deciros más. Ahora sabéis lo que tenéis que hacer.

El encuentro tuvo lugar en las afueras de Lübeck, en campo muy amplio, elegido con especial deferencia hacia la división de caballería perteneciente al ejército, que deseaba que los dos oficiales se batieran a caballo esta vez. Al fin y al cabo, este lance de honor era un asunto de caballería, y el persistir en luchar a pie, podía considerarse como una ofensa a sus propias armas. Impresionados por los caracteres insólitos de la insinuación, los padrinos se apresuraron en consultar a sus apadrinados. El capitán Feraud aceptó la idea con entusiasmo. Por alguna oscura razón, nacida, sin duda, de su psicología, se creía invencible a caballo. Encerrado solo, entre los cuatro muros de su aposento, se frotó las manos, exclamando triunfante: "¡Ah!, mi bello oficialito, esta vez no te me escapas".

En cuanto al capitán D'Hubert, después de mirar con fijeza a sus amigos por un momento, se encogió ligeramente de hombros. Este asunto había complicado su vida de un modo irremediable e insensato. Un disparate más o menos en su desarrollo, no le importaba aunque lo absurdo le desagradaba siempre profundamente-; pero con su acostumbrada amabilidad esbozó una sonrisa ligeramente irónica y dijo con voz tranquila:

– Por lo menos disipará en algo la monotonía del asunto.

Cuando lo dejaron solo se sentó junto a su mesa y apoyó la cabeza en las manos. Había trabajado intensamente en los últimos tiempos, y el mariscal se había mostrado particularmente exigente con sus ayudas de campo. Las últimas tres semanas de campaña en un clima hostil habían afectado su salud. Cuando estaba muy cansado lo torturaba una dolorosa puntada en el costado herido, y esta desagradable sensación lo deprimía.

"Esto es, sin duda, obra de ese bruto", pensó amargamente.

El día antes había recibido una carta de su familia, anunciándole que su única hermana se casaba. Recordó que desde que ella tenia dieciséis años y él veintiséis, cuando fue trasladado a la guarnición de Estrasburgo, sólo la había visto dos veces durante cortos ratos. Habían sido grandes amigos y confidentes, y ahora ella sería entregada a un hombre que él no conocía, personaje sin duda muy meritorio, pero difícilmente digno de ella. Nunca volvería a ver a su Leonie. Tenía ella una cabecita inteligente y un gran tacto; seguramente sabría manejar a su marido. No abrigaba el menor temor respecto a su felicidad, pero se sentía excluido del primer lugar en su afecto, sitio que siempre le correspondió desde que la pequeña supo hablar. Una melancólica nostalgia de los días de su infancia invadió al capitán D'Hubert, tercer ayuda de campo del príncipe de Ponte Corvo.

Dejó a un lado la carta de felicitaciones que había comenzado sin entusiasmo, por cumplir con un deber. Cogió una hoja limpia y trazó estas palabras: Mi última voluntad y testamento. Al contemplar esta frase se entregó a desagradables meditaciones: el presentimiento de que jamás volvería a disfrutar de los paisajes de su niñez pesaba sobre el ánimo ecuánime del capitán D'Hubert. De un salto se puso en pie, empujando su silla y bostezó exageradamente como señal de que no daba importancia a sus presentimientos, y, tumbándose sobre el lecho, se durmió. Durante la noche se estremeció violentamente varias veces, pero sin despertar. Por la mañana cabalgó hacia las afueras de la ciudad entre sus dos padrinos, charlando de temas indiferentes y observando a izquierda y derecha, con aparente desenvoltura, la espesa niebla matinal que cubría los verdes prados lisos bordeados de cercas. Saltó un foso y divisó la silueta de varios hombres montados que cabalgaban envueltos en la neblina.