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"Parece que tendremos que batirnos ante una numerosa galería", murmuró amargamente para sí.

Sus padrinos se encontraban preocupados por el estado del tiempo, pero de pronto los pálidos rayos de un sol anémico perforaron trabajosamente las pesadas evaporaciones, y el capitán D'Hubert vio, a cierta distancia, a tres jinetes que galopaban separados de los demás. Eran el capitán Feraud y sus padrinos. Sacó el sable y comprobó que lo tenía bien sujeto a la muñeca. Y luego los padrinos, que se habían mantenido hasta entonces en un grupo cerrado, con las cabezas de los caballos juntas, se separaron a trote lento, dejando un amplio espacio entre él y su adversario. El capitán D'Hubert miró el pálido sol, observó la desolación de los campos, y la estupidez de la lucha inminente lo llenó de tristeza. Desde un rincón apartado del prado, una voz estentórea gritó las órdenes a intervalos regulares: Au pas… Au trot… Charrrgez!… No sin motivos experimenta el hombre presentimientos de muerte, pensaba D'Hubert en el preciso momento en que espoleaba su cabalgadura.

Y por esto quedó enormemente asombrado cuando, a la primera arremetida, el capitán Feraud recibió una herida en la frente, que, cegándolo con su sangre, puso fin al combate casi antes de que empezara. Era imposible continuar. Dejando a su enemigo, que blasfemaba horriblemente, debatiéndose entre sus dos afligidos amigos, el capitán D'Hubert volvió a saltar el foso hacia el camino y troto rumbo a casa con sus dos padrinos, al parecer anonadados por el vertiginoso desenlace del encuentro. Esa noche, D'Hubert terminó la carta de felicitaciones a su hermana.

La terminó muy tarde. Era una carta larguísima. El capitán dio rienda suelta a su imaginación. Dijo a su hermana que se sentiría muy solo después del cambio que ocurriría en su vida; pero pronto llegaría también el día en que él mismo se casaría. Efectivamente, soñaba con épocas futuras en que ya no habría nadie con quien pelear en Europa y que todas las campañas estuvieran terminadas. Espero entonces -escribía- encontrarme a una prudente distancia del bastón de mariscal, y para esa fecha tú ya serás una mujer casada llena de experiencia. Entonces me buscarás una esposa. Es probable que cuando esto ocurra, me encuentre un poco calvo y un tanto "blasé". Desearé entonces una muchacha joven, hermosa, por supuesto, y con una apreciable fortuna que me ayude a terminar mi gloriosa carrera con el esplendor que corresponda a mi alto rango. Terminaba relatando que acababa de dar una lección a un fastidioso y pendenciero individuo que se imaginaba ofendido por él. Pero si en la lejanía de tu provincia -continuaba- oyes alguna vez decir que tu hermano es un hombre belicoso, no lo creas. No se puede prever cuántos chismes de nuestro ejército pueden llegar a tus inocentes oídos. Pase lo que pasare, puedes estar segura de que tu amante hermano no es un duelista. En seguida el capitán D'Hubert arrugó en su puño la hoja vacía encabezada sólo con las palabras: Mi última voluntad y testamento, y la danzó al fuego con una gran carcajada. Ya, no le importaba un bledo lo que aquel demente pudiera tramar. Había llegado de pronto al convencimiento de que su adversario era absolutamente impotente para afectar su vida en cualquier sentido, a excepción, tal vez, de su peculiar capacidad para introducir un episodio particularmente excitante en los deliciosos y alegres intervalos entre dos campañas.

Pero de aquí en adelante no volverían a repetirse los pacíficos interludios en la carrera del capitán D'Hubert. Cruzó los campos de Eylau y Friedland, avanzando y retrocediendo por la nieve, el fango y las polvorientas planicies de Polonia; recogiendo distinciones y ascensos en todos los caminos de la Europa Nororiental. Entretanto, el capitán Feraud, trasladado al Sur con su regimiento, proseguía una guerra infructuosa en España. Sólo cuando empezaron los preparativos para la campaña rusa, se le envió nuevamente al Norte. Abandonó sin pena la patria de las mantillas y las naranjas.

Los primeros síntomas de una discreta calvicie agregaban distinción a la altiva frente del coronel D'Hubert. Esta parte de su rostro ya no era blanca y suave como en su juventud; la bondadosa y franca mirada de sus ojos se había endurecido un poco, como si esta expresión se debiera al esfuerzo continuo de atisbar a través del humo de las batallas. La negra cabellera del coronel Feraud, áspera y crespa como un gorro de crin, mostraba ya muchas hebras plateadas junto a las sienes. Una detestable campaña de emboscadas y desafortunadas sorpresas no había mejorado su carácter. La curva pronunciada de su nariz se vela desagradablemente acentuada por los profundos pliegues que flanqueaban su boca. La órbita redonda de sus ojos irradiaba mil arrugas. Más que nunca tenia el aspecto de algún pájaro irritable y de fija mirada; era como un cruce entre loro y lechuza. Todavía manifestaba agresivamente su repugnancia por "los individuos intrigantes". Aprovechaba la menor oportunidad para declarar que él no iba a buscar sus promociones en las antesalas de los mariscales. Los infortunados -civiles o militares- que con la intención de hacerse agradables rogaban al coronel Feraud que contara la forma cómo se le había producido aquella visible cicatriz en la frente, se sorprendían al ser desairados en diversas formas, algunas de ellas simplemente groseras y otras misteriosamente sarcásticas. Los oficiales más jóvenes eran amablemente aconsejados por sus compañeros de mayor experiencia; para que no miraran la cicatriz del coronel. Pero tenía que ser muy novicio en la profesión el oficial que no hubiera oído hablar de la legendaria historia de aquel duelo originado en una secreta e imperdonable ofensa.

CAPITULO III

La retirada de Moscú sumergió todo sentimiento particular en un océano de desastre y miserias. Coroneles sin regimiento, D'Hubert y Feraud esgrimían sus mosquetes en las filas del llamado Batallón Sagrado, batallón compuesto de oficiales de todas las armas que ya no tenían tropas que dirigir.

En aquel batallón, los coroneles hacían las veces de sargentos; los generales comandaban las compañías, y un mariscal de Francia, príncipe del Imperio, tenia la autoridad máxima sobre todos ellos. Se habían armado con los mosquetes recogidos por el camino y los cartuchos arrebatados a los muertos. En medio de la destrucción general de los lazos de la disciplina y el deber que mantienen la integridad de las compañías, batallones, regimientos, brigadas y divisiones de una hueste armada, estos hombres se esforzaban en mantener un remedo de orden y formación. Los únicos rezagados eran aquellos que se rendían

para entregar al hielo sus cuerpos extenuados. Continuaban avanzando penosamente y su paso no interrumpía el mortal silencio de las estepas, resplandecientes al lívido fulgor de la nieve bajo un cielo color ceniza. El viento elevaba sus remolinos por la planicie, arremetía contra la columna, la envolvía en un torbellino de agujas de hielo y amainaba sólo para revelar su trágico esfuerzo de avance desprovisto del brío y -el ritmo del paso marcial. Aquellos hombres proseguían su marcha sin cruzar palabras ni miradas; filas enteras caminaban codo a codo, durante días y días, sin levantar los ojos del suelo, como sumidas en desesperada meditación. En las silenciosas y negras selvas de pinos, no escuchaban otro ruido que el crujir de las ramas sobrecargadas de nieve. A menudo sucedía que desde el amanecer a la noche, nadie pronunciaba una sola palabra en toda la columna. Era como un macabro desfile de fantasmas hacia una tumba lejana. Sólo algún aislado ataque de los cosacos restablecía entre ellos un remedo de marcial resolución. El batallón hacía frente y se desplegaba, o formaba en cuadros bajo el eterno revolotear de los copos de nieve. Una nube de jinetes tocados con gorras de piel y con las lanzas en ristre, aullando: "¡Hurra! ¡Hurra!", galopaba alrededor de sus amenazadoras siluetas inmóviles, mientras con apagada detonación mil llamas de un rojo intenso cruzaban la atmósfera nublada por la espesa nevazón. Al cabo de pocos minutos los jinetes desaparecían, como si la tormenta arrastrara sus formas ululantes, y el Batallón Sagrado, inmóvil, solo en medio de la ventisca, escuchaba el sabido penetrante del viento que les clavaba las uñas en -el mismo corazón. Luego, con uno o dos gritos de Vive l'Empereur!, reanudaban la marcha, dejando tras sí algunos encogidos cuerpos inanimados, diminutas manchas en medio de la inmensidad de las estepas nevadas.