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– ¿Y quién podría informarlo, dígame?-preguntó Fouché escrutando con curiosidad el rostro tenso y demacrado del general D'Hubert-. Coja una de esas plumas y borre usted mismo el nombre. Esta es la única lista que existe. Si cuida usted de mojar su pluma con suficiente tinta, nadie podrá averiguar jamás cuál fue el nombre borrado. Pero, par exemple, yo no soy responsable de lo que Clarke haga en seguida con él. Si persiste en su fanatismo, el Ministerio de la Guerra lo obligará a residir en algún pueblecito de provincia, bajo vigilancia policíaca.

Pocos días más tarde, el general D'Hubert decía a su hermana, después de los primeros saludes de bienvenida:

– ¡Ah! Mi querida Leonie, no sabes qué prisa tenia en abandonar París.

– Efectos del amor -insinuó ella con una sonrisa maliciosa.

– Y del horror -agregó el general D'Hubert, con profunda gravedad-. Creí morirme allí… de asco.

Tenía el rostro contraído de repugnancia. Y mientras su hermana lo observaba atentamente, continuó:

– Tuve que ver a Fouché. Me dieron audiencia. Estuve en su despacho. Todo aquel que se ha visto en la desgraciada necesidad de respirar el mismo aire con ese hombre,, conserva una sensación de dignidad rebajada, una desagradable impresión de no estar tan limpio como uno deseara… Pero tú no puedes comprender.

Ella asintió rápidamente varias veces. Al contrario, comprendía perfectamente. Conocía a fondo a su hermano y le gustaba tal como era. Además el desprecio y el odio de la humanidad entera se volcaban sobre el jacobin Fouché, quien, explotando en beneficio propio cada debilidad, cada virtud o ilusión generosa de los hombres, engañó y traicionó a toda su generación, muriendo finalmente olvidado como duque de Otranto.

– Mi querido Armand -dijo ella llena de compasión-. ¿Qué has podido necesitar de ese individuo?

– Nada menos que una vida humana, -contestó el general D'Hubert-. Y la obtuve. Tenía que hacerlo. Pero siento ahora que jamás podré perdonar al hombre que tuve que salvar, la situación en que hube de ponerme por su seguridad.

Totalmente incapaz (como en la mayoría de los casos a todos nos sucede) de comprender la razón de los acontecimientos, el general Feraud recibió la orden, del ministro de la guerra, de trasladarse inmediatamente a un pueblecito de la Francia Central, con un sentimiento cuya expresión natural se tradujo en un salvaje crujir de dientes y una fiera mirada de extravío en los ojos. La terminación del estado de guerra, única condición social que conociera, el espantoso espectáculo de un mundo en paz, lo aterrorizaban. Se marchó al pueblecito que le indicaran, firmemente convencido de que aquello no podía durar. Allí se le informó de su retiro del ejército y que su pensión (correspondiente en el escalafón a su rango de coronel) dependería en lo porvenir de la corrección de su conducta y los buenos informes que de él emitiera la policía. ¡Ya no pertenecía al ejército! Se sintió de pronto desligado de la tierra, como un espíritu separado del cuerpo. Era imposible existir así. Pero al principio reaccionó por simple incredulidad. Esto no podía ser. Aguardó truenos, terremotos, cataclismos naturales, pero nada ocurrió. La pesada carga de un ocio irremediable cayó sobre el general Feraud, quien, por no contar dentro de si mismo con recursos de salvación, se sumió en un estado de lastimoso entorpecimiento. Deambulaba por las calles del pueblecito, con la mirada opaca fija en una vaga lejanía, indiferente a los sombreros que se levantaban en un saludo a su paso, y la gente al verlo se codeaba diciendo:

– Ese es el pobre general Feraud., Tiene el corazón destrozado. Te puedes imaginar cuánto amaba al Emperador.

Los demás despojos sobrevivientes del naufragio napoleónico rodeaban al general Feraud con infinito respeto. El mismo se imaginaba que el dolor desgarraba su. alma. Padecía de deseos rápidamente sucesivos de llorar, aullar, morderse los puños hasta hacerlos sangrar; de pasar los días tendido sobre el lecho con la cabeza bajo la almohada; pero estos arrebatos eran simplemente provocados por el tedio, por la angustia de un inmenso, indescriptible e inconcebible aburrimiento. Su incapacidad mental para captar la naturaleza irremediable de su caso fue lo único que lo salvó del suicidio. No pensaba en nada… Perdió el apetito, y la dificultad que experimentaba para expresar la abrumadora opresión de sus sentimientos (ni las más furiosas blasfemias lograban aliviarlo) lo sumió gradualmente en un obstinado silencio, especie de muerte para el temperamento meridional.

Inmensa fue, pues, la sorpresa que experimentaron los anciens militaires que frecuentaban cierto pequeño café infestado de moscas, cuando en una tarde sofocante aquel "pobre general Feraud" estalló bruscamente en una formidable andanada de maldiciones.

Había estado tranquilamente sentado en su rincón preferido, revisando los diarios parisienses, con el mismo interés que un condenado a muerte podría manifestar por las noticias el día antes de su ejecución. Un racimo de rostros marciales y bronceados, entre los cuales se destacaba uno al cual faltaba un ojo y otro que había perdido la punta de la nariz, helada en la campaña rusa, lo rodearon llenos de ansiedad.

– ¿Qué sucede, general?

Muy rígido, éste sostenía el periódico doblado con el brazo muy extendido para ver mejor la pequeña letra de imprenta. Leyó para sí, una vez más, fragmentos de la noticia que había causado lo que podría llamarse su resurrección.

Estamos informados de que el general D'Hubert, con permiso de convalecencia hasta la fecha, será llamado para asumir el mando de la 5ª. brigada de Caballería…

Dejó caer pesadamente el diario… Llamado a asumir el mando…, y de pronto se dio en la frente una ligera palmada:

– Casi lo había olvidado -murmuró en tono de remordimiento.

Un veterano de hundido pecho gritó desde un extremo del café:

– ¿Alguna nueva infamia del gobierno, general?

– Las infamias de estos desalmados son innumerables -tronó el general Feraud-. Una más, una menos…

Y bajó la voz para decir:

– Pero por lo menos he de corregir una de ellas.

Observó los rostros agrupados a su alrededor.

– Existe un melindroso y elegante oficialillo de Estado Mayor, favorito de uno de los mariscales que vendieron a su padre por un puñado de oro inglés. Tengo que hacerle presente ahora que aún estoy vivo -declaró en tono dogmático-. Pero éste es un asunto privado. Un antiguo conflicto de honor. ¡Bah! Ya nuestro honor no significa nada. Henos aquí desechados, con las orejas gachas como un tropel de caballos de batalla inservibles…, dignos sólo del equipo de un titiritero. Pero sería como vengar al. Emperador… Messieurs, necesito el apoyo de dos de vosotros.

Todos dieron un paso adelante. Profundamente conmovido por esta demostración, el general Feraud llamó a su lado, con visible emoción, al veterano coracero que carecía de un ojo y al oficial de cazadores a caballo que había perdido en Rusia la punta de la nariz. Se excusó ante los demás por su elección.

– Se trata de un asunto de caballería…, de manera que…

Le respondió un animado coro de Parfaitement, mon Général… C'est fuste… Parbleu, c'est connu… Todo el mundo estaba satisfecho. Los tres salieron juntos del café, acompañados de gritos de Bonne chance!

Afuera se tomaron del brazo, dejando al general en medio. Los tres ajados tricornios, colocados en bataille con una siniestra inclinación sobre los ojos, obstruían casi de lado a lado la estrecha calleja. El caluroso pueblecito de piedras grises y rojos tejados dormía aquella tarde provinciana bajo su cielo muy azul. Los rudos golpes de un tonelero que colocaba los arcos a un casco retumbaban con regularidad entre las casas. A la sombra de los muros el general avanzaba arrastrando un poco el pie izquierdo.