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– Si este lugar os parece lo suficiente reservado -les dijo el general D'Hubert, lanzando una mirada a los viñedos rodeados de un margen purpúreo y dominados por el nido de muros grises y pardos de una aldea prendida sobre el extremo cónico de una colina, de tal manera que la tosca torre de la iglesia parecía sólo una coronación de roca-: Si consideráis este lugar lo bastante discreto, podéis hablar con él al punto. Y os ruego, camaradas, que habléis francamente y con entera confianza.

Al oír esto, cavilaron un momento después de llevarse de nuevo las manos al sombrero con marcada ceremonia. Luego, el de la nariz amputada, hablando por ambos, dijo que se trataba de un asunto confidencial que había de tratarse con suma discreción. Su cuartel general se encontraba establecido en aquella aldea donde los endemoniados campesinos -¡malditos fueran sus traidores corazones monárquicos! – observaban con hostilidad a los tres modestos militares. Por el momento, sólo deseaba preguntar el nombre de los amigos del general D'Hubert.

– ¿Qué amigos? -preguntó éste con asombro y enteramente despistado-. Vivo allí con mi cuñado.

– Bueno, él podría servir en este caso -dijo el mutilado veterano.

– Somos los padrinos del general Feraud -intervino el otro, que había permanecido silencioso hasta ese momento, observando con su único ojo al hombre que "jamás" amó al Emperador. Era algo digno de contemplarse. Pues hasta los engalanados Judas que lo vendieron a los ingleses, los mariscales y príncipes, lo amaron siquiera en alguna época de su vida. Pero este hombre "nunca" lo amó. El general Feraud lo había declarado perentoriamente.

El general D'Hubert sintió una fuerte conmoción dentro del pecho. Durante la fracción infinitesimal de un segundo, le pareció que la rotación de la tierra se hacía perceptible con un leve y espantoso crujido que perturbaba la calma eterna de los espacios. Pero este rumor de la sangre en sus oídos se desvaneció pronto. Involuntariamente murmuró:

– ¡Feraud! Había olvidado su existencia.

– Existe y en forma por demás incómoda, es verdad, en la infame posada de ese nido de salvajes que se ve allí. arriba -pronunció seca-mente el coracero tuerto-. Llegamos aquí hace una hora montados en caballos de alquiler. El espera ahora con impaciencia nuestro regreso. Tenemos prisa, ya se lo puede imaginar. El general ha contravenido la orden ministerial, a fin de obtener de usted la satisfacción a que las leyes del honor le dan derecho, y, naturalmente, está ansioso de terminar pronto, antes que la gendarmerie de con su pista.

El otro aclaró un poco más la idea. -Tenemos que regresar a nuestro retiro, ¿comprende? ¡Uf! Nada más prudente. Nosotros

también andamos escapados. Su amigo el rey se consideraría feliz de podernos suprimir la sabrosa pitanza en la primera oportunidad. Corremos un grave riesgo. Pero el honor está ante todo.

El general había recobrado el uso de la palabra.

– De manera que ustedes vienen así, por el camino, a invitarme a una degollina con ese…, ese…

Y se apoderó de él una especie de furia hilarante.

– ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!

Con las manos empuñadas sobre las caderas reía sonoramente, sin reprimirse, mientras sus interlocutores permanecían rígidos en su extrema flacura, como si súbitamente se les hubiera hecho surgir del suelo por medio de una trampa. Aunque sólo veinticuatro años antes fueran los amos de Europa, ya tenían el aspecto fantasmal de los seres del pasado; parecían menos substanciales, con raídos capotes, que sus estrechas sombras estiradas oscurísimas, sobre el blanco camino; sombras militares y grotescas de veinte años de guerra y conquistas. Tenían el aspecto exótico de dos imperturbables bonzos de la religión de la espada. Y el general D'Hubert, también él uno de los ex amos de Europa, se reía de estos graves fantasmas que lo detenían en su camino.

Indicando al risueño general con un movimiento de cabeza, uno de ellos dijo:

– Es un alegre compañero éste.

– Algunos entre nosotros ni han sonreído siquiera desde el día en que el Otro se fue -observó su camarada.

Un violento impulso de lanzarse y golpear a estos fantasmas insubstanciales atemorizó al general D'Hubert. Bruscamente cesó de reír. Ahora sólo deseaba librarse de ellos, apartarlos pronto de su vista antes que perdiera todo dominio de sí mismo. Le asombraba la indignación que sentía crecer gradualmente en su pecho. Pero en este momento no tenía tiempo para reflexionar sobre la naturaleza de esta extraña sensación.

– Comprendo que deseen terminar conmigo lo más pronto posible. No perdamos tiempos en ceremonias huecas. ¿Ven aquel bosque al pie de ese faldeo? Sí, el bosque de pinos. Encontrémonos allí al amanecer. Llevare conmigo mi espada o mis pistolas, o ambas si lo preferís.

Los padrinos del general Feraud se miraron.

– Las pistolas, general -dijo el coracero.

– Está bien. Au revoir, hasta mañana temprano. Permitidme que os aconseje que hasta entonces permanezcáis ocultos si no queréis que la gendarmerie investigue vuestra presencia aquí antes de que oscurezca. Los forasteros son muy escasos en esta parte del país.

Se saludaron en silencio. Volviendo la espalda a las siluetas que se alejaban, el general D'Hubert permaneció largo rato inmóvil en medio del camino, mordiéndose el labio inferior y con la vista clavada en el suelo. En seguida echó a andar en línea recta, volviendo así sobre sus pasos hasta situarse frente a las rejas del jardín de la casa de su prometida. Ya había anochecido. Como paralizado, estuvo mucho rato mirando a través de los barrotes la mansión, que se señalaba claramente entre los árboles y arbustos. El cascajo crujió de pronto bajo unos pasos y una alta y desgarbada figura surgió de la avenida lateral que seguía por dentro del muro del parque.

Le Chevalier de Valmassigue, tío de la adorable Adela, ex brigadier en el ejército de los príncipes, encuadernador en Altona, más tarde zapatero en otra ciudad alemana (reputado por su elegancia en la confección del calzado femenino), lucía medias de seda en sus flacas piernas, usaba zapatillas con hebillas de plata y una levita de brocado. Una casaca de largos faldones, a la française, cubría con sus amplios pliegues la delgada y encorvada espalda. Un pequeño tricornio reposaba sobre una masa de cabellos empolvados, atados en singular coleta.

– Monsieur le Chevalier -lo llamó suavemente el general D'Hubert.

– ¿Qué? ¿Usted de nuevo aquí, mon ami? ¿Ha olvidado, algo?

– ¡Cielos! Eso es precisamente lo que me sucede. Había olvidado algo. He venido a decírselo: No…, aquí afuera. Junto a esta pared. Es demasiado horroroso para pronunciarlo donde ella vive.

El chevalier salió inmediatamente con aquella benevolente resignación que algunos ancianos demuestran hacia los raptos de la juventud. Superando por un cuarto de siglo la edad del general D'Hubert, en el fondo de su corazón lo consideraba como un joven enamorado un tanto impulsivo y fastidioso. Había oído muy bien sus enigmáticas palabras, pero no atribuía una importancia exagerada a lo que un exaltado joven de cuarenta años pudiera decir o hacer. La mentalidad de la generación francesa, desarrollada durante sus años de exilio, le resultaba casi ininteligible. Sus sentimientos se le antojaban demasiado violentos, faltos de finura y medida, su lenguaje innecesariamente exagerado. Salió tranquilamente al camino para reunirse al general y anduvieron un trecho en silencio, mientras éste trataba de dominar su agitación y gobernar debidamente su voz.

– Es perfectamente exacto; había olvidado algo. Olvidé hasta hace media hora que tengo entre manos un urgente desafío de honor que atender. Es increíble, pero es la verdad.

Durante un momento todo quedó quieto. Luego en el profundo silencio nocturno de los campos se elevó la vieja voz aguda, ligeramente temblorosa del chevalier: