– ¡Una visita! -exclamó-. ¡Iría a visitar al diablo!
Volviéndole la espalda mientras doblaba los pantalones de húsar sobre una silla, la muchacha protestó con una risita irritada:
– ¡No, por Dios! Fue a visitar a Madame de Lionne.
El teniente D'Hubert lanzó un suave silbido. Madame de Lionne era la esposa de un alto funcionario, mantenía un concurrido salón y tenía fama de elegante y erudita. El marido era un civil ya anciano, pero el salón era de carácter militar y juvenil. El teniente D'Hubert no silbó porque le desagradara perseguir hasta aquel recinto al teniente Feraud, sino porque habiendo llegado hacía poco tiempo a Estrasburgo, no había tenido ocasión aún de procurarse una tarjeta de presentación para Madame de Lionne. "¿Y qué estaría haciendo ahí aquel fanfarrón de Feraud, pensó. No le parecía la especie de hombre apropiada para…
– ¿Está segura de lo que dice? -preguntó el teniente D'Hubert.
La muchacha lo estaba. Sin volverse para mirarlo, le explicó que el cochero de la casa vecina conocía al maitre d'hótel de Madame de Lionne. Por este conducto, ella obtenía sus informaciones. Y estaba absolutamente segura. Al hacer esta afirmación, suspiró. El teniente Feraud iba allá casi todas las tardes, agregó:
– ¡Ah! ¡Bah! -exclamó irónicamente el teniente D'Hubert. Su opinión sobre Madame de Lionne descendió varios grados. El teniente Feraud no parecía un individuo particularmente merecedor del aprecio de una mujer que se reputaba inteligente y elegante. Pero no había nada que hacer. En el fondo, todas eran iguales, mucho más prácticas que idealistas. Pero el teniente D'Hubert no se dejó distraer por estas reflexiones.
– ¡Truenos y centellas -exclamó en voz alta-. El general va allí a veces. Si por desgracia lo encuentra ahora haciéndole la corte a una dama, se armará un escándalo. Le puedo asegurar que nuestro general no goza de un carácter fácil.
– !Apresúrese, entonces! ¡No se quede aquí parado, ya que le he dicho dónde se encuentra! – gritó la muchacha, enrojeciendo hasta los ojos.
– Gracias, querida. No sé qué habría hecho sin usted.
Después de manifestarle su agradecimiento en una forma agresiva, que al principio fue violentamente resistida, pero luego tolerada con una rígida y aun más desagradable indiferencia, el teniente D'Hubert se marchó.
Con aire marcial y abundante tintinear de espuelas y sables, avanzó rápidamente por las calles. Detener a un compañero en un salón donde no era conocido, no lo incomodaba en lo más mínimo. El uniforme es un pasaporte. Su situación como oficier d'ordonnance del general le añadía aplomo. Además, ahora que sabía dónde encontrar al teniente Feraud, no le quedaba otra alternativa. Era asunto de servicio.
La casa de Madame de Lionne presentaba un aspecto imponente. Abriéndole la puerta de un gran salón de reluciente suelo, un criado de librea lo anunció y se apartó en seguida para darle paso. Era día de recepción. Las damas lucían enormes sombreros recargados con profusión de plumas; con sus cuerpos enfundados en vaporosos vestidos blancos, suspendidos desde las axilas hasta la punta del escotado zapato de raso, semejaban frescas ninfas en medio de un despliegue de gargantas y brazos desnudos. En cambio los hombres que con ellas departían estaban ataviados con pesados ropajes multicolores, con altos cuellos hasta las orejas y anchos fajines anudados a la cintura. El teniente D'Hubert cruzó airosamente la sala inclinándose reverente ante la esbelta forma de una mujer recostada en un diván, le presentó las excusas por su intrusión, que nada podría justificar si no fuera la extrema urgencia de la orden oficial que debía comunicar a su camarada Feraud. Se proponía regresar en una oportunidad más normal para disculparse por interrumpir la interesante plática…
Antes de que terminara de hablar, la dama extendió hacia él, con exquisita languidez, un bello brazo desnudo. Respetuosamente rozó la mano con sus labios e hizo la observación mental de que era huesuda. Madame de Lionne era una rubia de cutis maravilloso y rostro alargado.
– C' est ça! -dijo con una sonrisa etérea que descubría una hilera de anchos dientes-. Venga esta noche a defender su causa.
– No faltaré; madame.
Entretanto, magnifico en su flamante dolmán y sus relucientes botas, el teniente Feraud se mantenía sentado a corta distancia del diván, con una, mano apoyada en el muslo y la otra atusando la retorcida guía del mostacho. Respondiendo a una significativa mirada de D'Hubert, se levantó con desgano y lo siguió al hueco de una ventana.
– ¿Qué desea de mí? -preguntó con asombrosa indiferencia.
El teniente D'Hubert no podía comprender que, con plena inocencia y total -tranquilidad de conciencia, el teniente Feraud considerara su duelo desde un punto de vista en el cual no figuraban el remordimiento ni siquiera el temor racional a las consecuencias posibles. Había escogido por padrinos a dos experimentados amigos. Todo se había hecho de acuerdo a las reglas que rigen esta clase de aventuras. Además, es evidente que los duelos se llevan a cabo con el propósito deliberado de, por lo menos, herir a alguien, cuando no de matarlo. El civil resultó herido. También eso estaba en orden. El teniente Feraud se sentía perfectamente tranquilo; pero D'Hubert tomó su calma por afectación, y le habló con cierta viveza.
– El general me ha enviado para ordenarle que se retire inmediatamente a sus habitaciones y que permanezca allí estrictamente arrestado.
Tocaba ahora al teniente Feraud el sentirse asombrado.
– ¿Qué diablos me dice usted? -murmuró débilmente, y se sumió en tan honda reflexión, que sólo pudo seguir mecánicamente los movimientos del teniente D'Hubert.
Los dos oficiales -el uno alto, de facciones interesantes y con unos bigotes color maíz; el otro bajo, macizo, con una nariz ganchuda y una masa de cabellos negros y crespos- se acercaron a la dueña de casa para despedirse Mujer de gustos eclécticos, Madame de Lionne sonrió a ambos oficiales con imparcial sensibilidad y una igual participación de Interés. Madame de Lionne disfrutaba de la infinita variedad de la especie humana. Todos los ojos siguieron a los oficiales que salían, y cuando se hubieron alejado, uno o dos de los invitados que ya habían tenido conocimiento del duelo comunicaron la noticia a las frágiles damas que la acogieron con débiles exclamaciones de humana comprensión.
Entretanto, los dos húsares caminaban juntos: el teniente Feraud esforzándose en captar las razones ocultas de los sucesos que en esta oportunidad escapaban al dominio de su inteligencia; el teniente D'Hubert fastidiado con el papel que se le había asignado, pues las instrucciones del general puntualizaban claramente que debía atender, en persona, a que el teniente Feraud cumpliera con exactitud e inmediatamente las órdenes impartidas.
"Al parecer, el jefe conoce bien a este animal", pensó, observando a su compañero, cuya cara redonda, redondos ojos y hasta los retorcidos bigotes, parecían animados por la exasperación mental que le producía lo incomprensible.
Luego en voz alta manifestó en tono de reproche:
– El general está indignado con usted.
El teniente Feraud se detuvo bruscamente al borde de la acera y exclamó con acento de indudable sinceridad:
– ¿Pero por qué diablos está indignado?
La inocencia de espíritu del fiero gascón se reflejó en el gesto desesperado con que se cogió la cabeza, como para impedir que estallara de perplejidad y confusión.
– Por el duelo -dijo cortante el teniente D'Hubert. Se sentía profundamente molesto por lo que consideraba una farsa perversa.
– ¡El duelo! El…
El teniente Feraud pasó de un paroxismo de asombro a otro. Dejó caer las manos y se echó a andar lentamente, tratando de ajustar la información que se le daba a su actual estado de ánimo. Era imposible. Entonces prorrumpió indignado: