Saludaron, lanzaron una mirada a su alrededor y observaron casi al mismo tiempo:
– Es un mal terreno.
– No sirve para el caso.
– ¿Para qué preocuparnos del terreno, las medidas y lo demás? Simplifiquemos las cosas. Cargad los dos pares de pistolas. Yo tomaré las del general Feraud y él usará las mías. O más bien, mezclémoslas. Y nos batiremos con una de cada par. Nos internaremos en el bosque y dispararemos a discreción, mientras ustedes permanecen afuera. No hemos venido aquí a celebrar una ceremonia sino a trabarnos en una guerra a muerte. Cualquier terreno sirve para esta finalidad. Si yo caigo, debéis abandonarme y huir. No sería prudente que os descubrieran aquí después de esto.
Al cabo de una corta consulta, el general Feraud se manifestó dispuesto a aceptar estas condiciones. Mientras los padrinos cargaban las pistolas, se le oyó silbar y se le vio frotarse las manos con absoluta satisfacción. Se despojó alegremente de la chaqueta, y el general D'Hubert procedió en igual forma doblando la suya cuidadosamente sobre una, piedra.
– Podría usted conducir a su apadrinado al Otro lado del bosque y dejarlo entrar exactamente dentro de diez minutos, a contar desde este momento -sugirió el general D'Hubert tranquilamente, pero con la sensación de que estaba dando instrucciones para su- propia ejecución. Fue éste, sin embargo, su último momento de debilidad.
– Espere, comparemos antes los relojes. Sacó el suyo. El oficial de la nariz mutilada se dirigió al general Feraud para pedírselo prestado. Durante un momento permanecieron inclinados sobre las esferas.
– Eso es. A las seis menos cuatro minutos en el suyo. Menos siete en el mío.
El coracero permaneció junto al general D'Hubert, con su único ojo clavado persistentemente en la blanca circunferencia del reloj que sostenía en la palma de la mano. Abrió la boca en espera del golpe del último segundo, mucho antes de gritar:
– Avancez!
El general D'Hubert se adelantó, abandonando el sol brillante de una mañana provenzal por la sombra fresca y aromática de los pinos. El terreno era liso entre los troncos rojizos, cuyas líneas innumerables, inclinadas en ángulos ligeramente diferentes, confundieron en un principio su visual. Era como entrar en batalla. La confianza en sí mismo que da el hábito del mando despertó súbitamente en su pecho. Se sintió íntegramente posesionado de su papel. El problema era cómo matar al adversario. Nada menos podría librarlo de esta estúpida pesadilla. "No vale de nada herir a este bruto", pensó el general D'Hubert. Tenía fama de ser un hombre de recursos. Años atrás, sus camaradas tenían costumbre de llamarlo "El Estratega". Y era un hecho que ante el enemigo podía pensar. En cambio, Feraud era sólo un luchador, pero desgraciadamente un hombre de inmejorable puntería.
– Tengo que provocar su disparo a la mayor distancia posible – se dijo el general D'Hubert. En ese instante divisó algo blanco que se movía muy lejos entre los árboles: la camisa de su adversario. Inmediatamente abandonó su refugio junto a un tronco, exponiéndose de pleno, y en seguida, rápido como el rayo, saltó atrás. Fue una maniobra arriesgada, pero logró su objeto. Casi simultánea al estampido de un balazo, una astilla arrancada por la bala, se le clavó dolorosamente en la oreja.
Con un proyectil menos, el general Feraud fue más prudente. Asomándose por un lado del árbol, el general D'Hubert no logró divisarlo. Esta ignorancia de la ubicación de su enemigo le produjo una sensación de inseguridad. El general D'Hubert se sintió terriblemente expuesto por los flancos y la retaguardia. De nuevo percibió un blanco revoloteo. ¡Ah!; el enemigo se encontraba aún al frente, entonces. Había temido un movimiento envolvente. Pero al parecer, el general Feraud no pensaba en ello. D'Hubert lo vio pasar, sin especial premura, de un árbol a otro, con francas intenciones de aproximación. Con gran lucidez mental, el general D'Hubert dominó el impulso de su mano. El blanco se encontraba aún demasiado lejos. Sabía bien que no era un buen tirador. Su táctica le indicaba esperar… para matar.
A fin de aprovechar el mayor espesor del tronco, se echó al suelo. Completamente extendido, con la cabeza hacia el enemigo, cubría perfectamente el cuerpo de todo ataque. No le convenía exponerse ahora, pues el otro se encontraba ya demasiado cerca. La idea de que el general Feraud pudiera cometer una imprudencia, produjo el efecto de un bálsamo en el alma de D'Hubert. Pero le resultaba incómodo y de ninguna utilidad, por el momento, mantener el mentón levantado del suelo. Atisbó cuidadosamente exponiendo una fracción de la cabeza, con gran temor, aunque en realidad con escaso riesgo. En efecto, su enemigo no esperaba ver parte alguna de su humanidad a tan escasa altura. El general D'Hubert obtuvo una fugaz visión de su adversario pasando de un árbol a otro con calmosa cautela. "Desprecia mi puntería", pensó, dando prueba de aquella clarividencia en los propósitos del antagonista, que tanto sirve en el victorioso desenlace de las batallas. Se reafirmó en su táctica de inmovilidad. "Si sólo pudiera vigilar mi espalda y el frente al mismo tiempo", pensó con ansiedad, anhelando lo imposible.
Le exigió cierta fuerza de voluntad el depositar sus pistolas en el suelo, pero obedeciendo a una súbita ocurrencia, el general D'Hubert lo hizo muy suavemente, dejando una a cada lado. En el ejército se le había considerado un tanto presuntuoso por su costumbre de afeitarse y ponerse una camisa limpia los días de batalla. En realidad, había sido siempre muy cuidadoso de su aspecto físico. En un hombre de cuarenta años, enamorado de una joven y encantadora muchacha, este encomiable rasgo de respeto humano puede conducir a pequeñas debilidades como, por ejemplo, la de llevar, en-una elegante funda de cuero provista de un espejillo, un pequeño peine de marfil. Con las manos libres, el general D'Hubert buscó en los bolsillos de su pantalón este instrumento de inocente vanidad, muy excusable en el poseedor de unos largos y sedosos bigotes. Lo sacó y, en seguida, con la mayor sangre fría y rapidez, se tendió sobre la espalda. En esta postura, con la cabeza ligeramente levantada, sosteniendo el espejillo fuera del árbol, escrutó su superficie con el ojo izquierdo mientras el derecho podía mantener una vigilancia directa sobre la retaguardia. De esta manera quedó probada la frase de Napoleón que afirma que "para un soldado francés no existe la palabra imposible". Precisamente el árbol que le interesaba llenaba casi el espacio que el espejo podía abarcar.
– Si se mueve de ahí -reflexionó con satisfacción-, tendré que ver forzosamente sus piernas. De ninguna manera podrá sorprenderme desprevenido.
Y tal como lo previera, vio de pronto surgir y desaparecer las botas del general Feraud, eclipsando momentáneamente toda otra imagen reflejada en el espejillo. Cambió de posición de acuerdo con este movimiento. Pero obligado- a formarse un juicio de la nueva situación mediante esta visual indirecta, no se imaginó que ahora sus pies y parte de sus piernas quedaban enteramente a la vista de su adversario.
Gradualmente crecía en el general Feraud el desconcierto ante la asombrosa habilidad de su enemigo para mantenerse a cubierto. Había ubicado con vengativa precisión el árbol tras el cual se refugiaba. Estaba absolutamente seguro de ello. Sin embargo, no había logrado hasta entonces divisar ni la punta de su oreja. Como lo buscaba a una altura de cinco pies y diez pulgadas del suelo, no era de sorprenderse; pero esta circunstancia resultaba extrañamente misteriosa para el general Feraud.
La vista de esos pies y piernas provocaron una brusca afluencia de sangre a su cabeza. Literalmente se tambaleó a efectos de la sorpresa y hubo de apoyarse con una mano en el árbol. ¡El otro estaba tendido en tierra, entonces! ¡Caído! ¡Y absolutamente inmóvil! ¡Expuesto! ¿Qué podía significar eso?… La idea de que había acabado con su adversario al primer disparo, se insinuó en la mente del general Feraud. Una vez arraigada allí esta creencia, empezó a tomar cuerpo apoyada en la más atenta observación, sobreponiéndose a toda otra suposición, irresistible, triunfante, feroz.