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– Qué estúpido he sido al pensar que pude errar el tiro -murmuró para sí-. Se expuso en plein…, ¡el idiota!…, por casi dos segundos.

El general Feraud observó las piernas inmóviles, fundiéndose los últimos vestigios de la sorpresa ante una inmensa admiración por su mortífera habilidad de tirador.

"¡Con los pies arriba! ¡Dios de la guerra, qué buen disparo! -se regocijaba mentalmente-. Le di en la cabeza, sin duda, precisamente donde apunté, cayó tambaleándose detrás de ese árbol, resbaló sobre la espalda y murió."

¡Y miraba! Con los ojos clavados, olvidándose de avanzar, casi sobrecogido, casi apesadumbrado. Pero por nada del mundo hubiese deshecho lo cometido. ¡Qué disparo! ¡Qué disparo! '¡Resbaló sobre la espalda y murió! Pues era esta posición indefensa, tendido sobre la espalda, lo que daba tal convencimiento al general Feraud. Jamás se imaginó que hubiera sido adoptada deliberadamente por un hombre vivo. Era inconcebible. Quedaba fuera de toda suposición sensata. No era posible dudar de la razón de aquella postura. Ha de agregarse que los pies del general D'Hubert parecían auténticamente muertos. El general Feraud expandió el pecho para lanzar un llamado a sus padrinos, pero se retuvo un momento, de lo que consideró una manifestación de excesivos escrúpulos.

"Iré primero a ver si todavía respira", murmuró para si, abandonando sin cuidado el amparo del árbol.

Este movimiento fue inmediatamente captado por el ingenioso general D'Hubert. Pensó que se trataba de un nuevo cambio de refugio; pero cuando las botas desaparecieron de la superficie del espejo, se inquietó. El general Feraud se había apartado sólo ligeramente de la línea, pero su adversario no podía imaginarse que avanzara hacia él con perfecta despreocupación. Pensando en dónde se habría ocultado el otro, el general D'Hubert se encontraba tan completamente desprevenido, que la primera señal de peligro consistió en la larga sombra matinal de su enemigo cruzando al sesgo sus piernas extendidas. ¿No había oído siquiera el ruido de los pasos, casi imperceptibles sobre el blando suelo?

Esto fue superior a su calma proverbial. Se incorporó de un salto, impulsivamente, dejando sus pistolas en tierra. El instinto irresistible de cualquier hombre (a menos que se encontrara completamente paralogizado por la sorpresa) habría sido de inclinarse a recoger sus armas, exponiéndose a ser muerto en esta postura. Pero, naturalmente, el instinto es irreflexivo. Esta es su definición misma. Pero valdría la pena averiguar si en el hombre reflexivo se atrofian los impulsos mecánicos del instinto por el hábito de pensar. En su juventud, el estudioso y prometedor oficial Armand D'Hubert había emitido la opinión de que en la guerra "jamás se debía intentar corregir un error". Esta idea, defendida y desarrollada en muchas discusiones, había entrado a formar parte de sus nociones adquiridas, se había convertido en parte integral de su personalidad mental. Sea que esta idea hubiera arraigado tan profundamente al extremo de afectar los dictados de su instinto o simplemente porque -como lo declaró él mismo más tarde- estaba "tan asustado que se olvidó de la existencia de las malditas pistolas", el hecho es que el general D'Hubert no intentó recogerlas. En vez de corregir su error, se cogió con ambas manos al tronco áspero y se ocultó detrás con tal impetuosidad que, esquivando justo a tiempo el fogonazo y el estampido del balazo, reapareció al otro lado del árbol para encontrarse cara a cara con el general Feraud. Completamente desconcertado por esta prueba de agilidad de parte de un difunto, éste temblaba aún. Una levísima nube de humo permanecía suspendida a la altura de su rostro, dándole un aspecto extraño, como si la mandíbula inferior se hubiera desgonzado.

– ¡No erré! -gritó, con voz ronca, desde 1o hondo de la garganta seca.

Este sonido siniestro rompió el hechizo que embotaba los sentidos del general D'Hubert.

"Si,.erró…, a bout portant", oyó exclamar su propia voz casi antes de haber recobrado el completo dominio de sus facultades. La recuperación de sus sentidos fue acompañada de un súbito instinto de furia homicida, reuniendo en su violencia todo el rencor acumulado en una vida entera. Durante largos años, el general D'Hubert se había sentido humillado y exasperado por el atroz absurdo que le imponía el capricho_ salvaje de este hombre. Además, en esta última ocasión, había experimentado tan particular aversión a exponerse a la muerte, que la reacción de su angustia debía lógicamente involucrar el deseo de matar.

– Y todavía me quedan dos disparos a discreción -agregó, con crueldad.

El general Feraud apretó los dientes y en su rostro se pintó una expresión altanera e iracunda.

– ¡Dispare, pues! -dijo, siniestramente. Estas habrían sido sus últimas palabras si el general D'Hubert hubiese tenido las pistolas en las manos. Pero en ese momento se encontraban aún abandonadas al pie de un pino. D'Hubert tuvo el segundo de tiempo necesario para recordar que había temido a la muerte, no como hombre, sino como enamorado; no como un peligro, sino como un rival; no como una amenaza a la vida, sino como un obstáculo al matrimonio. ¡Y he aquí que ante él se encontraba el rival vencido…, completamente desarmado, agobiado, destruido para siempre!

Recogió las armas con gesto mecánico, y en vez de descargarlas en el pecho del general Feraud, expresó la idea dominante en su cerebro:

– Ya no volverá usted a batirse en duelo. Su tono de serena e inefable satisfacción fue demasiado para el estoicismo de Feraud.

– ¡Qué está pensando, que no dispara, maldito petimetre con sangre de horchata! -estalló bruscamente, aunque manteniendo el rostro impasible y erguido sobre el cuerpo rígido.

El general D'Hubert descargó cuidadosamente las pistolas. Esta operación fue observada con una extraña mezcla de sentimiento de parte del otro militar.

– Erró la puntería dos veces y la última a un paso de distancia -dijo fríamente el vencedor, pasando las dos pistolas a una mano-. Según todas las reglas del código, su vida me pertenece. Eso no quiere decir que desee acabar con usted en este momento.

– No deseo su clemencia. -murmuró sombríamente el general Feraud.

– Permítame decirle que no es eso lo que pretendo -dijo D'Hubert, cuyas palabras eran dictadas por una exquisita delicadeza de sentimientos. En un rapto de ira habría muerto a ese hombre, pero a sangre fría le repugnaba humillar con su generosidad a este ser insensato, camarada en la Grande Armée, compañero en las glorias y derrotas de la formidable epopeya militar-. Supongo que no pretenderá indicarme lo que debo hacer con algo que me pertenece.

El general Feraud miró asombrado, mientras el otro continuaba:

– Usted me ha obligado, por un compromiso de honor, a mantener mi vida a su disposición durante quince años. Está bien. Ahora que la cuestión se ha resuelto:a mi favor, haré lo que me plazca con su vida, basándome en el mismo principio. Se mantendrá usted a mi disposición durante el tiempo que me parezca conveniente. Ni más ni menos. Permanecerá comprometido por su honor hasta que yo le avise.

– Convenido. Pero, sacrêbleu! Esta es una situación absurda para un general del Imperio -exclamó Feraud, con acentos de profunda y desesperada convicción-. Eso significa que tendré que pasar el resto de mi vida con una pistola cargada en un cajón, esperando a que usted decida. Es…, es estúpido. Seré un motivo… de… de burla.

– ¿Absurdo? ¿Estúpido? ¿Le parece? -interrogó el general D'Hubert, con socarrona gravedad-. Es muy posible, Pero no veo cómo pueda remediarse. En todo caso, puede estar seguro de que no voy a pregonar los detalles de esta aventura. No hay motivo para que se sepa nada al respecto. Tal como hasta la fecha nadie conoce el origen de nuestra disputa… Ni una palabra más -agregó terminantemente- no puedo discutir este asunto con un hombre que, en cuanto a mi respecta, no existe.