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Cuando los dos duelistas salieron al campo raso, el general Feraud caminando un poco rezagado y con un aspecto de sonámbulo, los dos padrinos se precipitaron hacia ellos, cada uno desde su sitio en el deslinde del bosque. El general D'Hubert les habló con voz fuerte y clara:

– Señores, me complazco en declararles solemnemente, en presencia del general Feraud; que nuestra diferencia ha quedado definitivamente resuelta. Podéis informar al mundo entero de esta circunstancia.

– ¡Reconciliados, por fin! -exclamaron a una.

– ¿Reconciliados? No es eso exactamente. Es algo muchísimo más comprometedor, ¿no le parece, general Feraud?

Este sólo inclinó la cabeza en señal de asentimiento. Los dos veteranos se miraron. Más tarde, cuando se encontraron lejos de su melancólico amigo, el coracero observó bruscamente:

– Hablando en términos generales, puedo ver con mi único ojo tanto como un ser normal. Pero esta vez me declaro vencido. Y él no quiere decir nada.

– Entiendo que en este lance de honor existió siempre algo que nadie en el ejército pudo jamás desentrañar -declaró el cazador de la nariz mutilada-. Empezó en el misterio, se desarrolló en el misterio y, al parecer, ha de terminar en la misma forma.

El general D'Hubert se dirigió a su casa a largos trancos apresurados, aunque la viveza de su paso no era en ningún modo inspirada por una sensación de triunfo. Había vencido, pero su conquista no parecía aportarle nada. La noche antes lamentó exponer su vida, que le parecía magnífica y digna de ser conservada, por la oportunidad que le brindaba de obtener el amor de una joven. En ciertos momentos había experimentado la maravillosa ilusión de que este amor ya le pertenecía y su vida amenazada se le figuraba entonces un instrumento portentoso de tierna devoción a la amada. Ahora que su existencia se encontraba a salvo, perdió de súbito su calidad especial. En cambio, adquirió un aspecto particularmente alarmante, como si un cerco se estrechara en torno. En cuanto a la espléndida ilusión del amor conquistado, que por algunos momentos lo deslumbró durante su noche de vigilia -que bien pudo ser su última sobre la tierra-, comprendía ahora su verdadera naturaleza. No habla sido más que el paroxismo de su vanidad delirante. De manera que a este hombre, serenado por el victorioso desenlace del duelo, la vida se le antojó desprovista de encantos, simplemente, porque ya nada la amenazaba.

Acercándose a la casa por atrás, pasando por el huerto y el jardín de la cocina, no pudo observar la agitación que reinaba en la parte delantera. No encontró a nadie. Sólo al avanzar cautelosamente por el corredor, se dio cuenta de que ya todos estaban despiertos en la casa y que ésta parecía más bulliciosa que de costumbre. Abajo se llamaba a los criados en un rumor confuso de idas y venidas. Con cierta inquietud observó que la puerta de su propio departamento se encontraba abierta, aunque los postigos permanecían cerrados. Había tenido la esperanza de que su matinal excursión pasara inadvertida. Esperó encontrar algún sirviente que acabara de entrar, pero los rayos del sol, que se filtraban por las rendijas, le permitieron distinguir en el diván un bulto que revelaba la forma de dos mujeres abrazadas. Sollozantes y desolados murmullos brotaban misteriosamente de aquel grupo. El general D'Hubert abrió violentamente los postigos que encontró más a mano. Una de las mujeres se incorporó entonces con precipitación. Era su hermana. Permaneció un momento inmóvil, con el cabello suelto y los brazos levantados, y luego se lanzó hacia él, con un grito ahogado. El la abrazó tratando al mismo tiempo de desprenderse de ella. La otra mujer no se levantaba. Al contrario, parecía agarrarse con más fuerza al diván tratando de ocultar el rostro en los cojines. También llevaba suelto el cabello, de un admirable colorido rubio. El general D'Hubert lo reconoció con intensa emoción. ¡Mademoiselle de Valmassigue! ¡Adela! ¡Adela afligida!

Profundamente alarmado, se deshizo definitivamente del abrazo de su hermana. Madame Leonie extendió entonces un bello brazo desnudo que emergía de las sedas de su peignoir y apuntó dramáticamente hacia el diván:

– Esta pobre niña ha corrido aterrorizada desde su casa, dos millas a campo traviesa sin detenerse un instante.

– ¿Pero qué ha sucedido? -preguntó en voz baja y agitada el general D'Hubert.

Pero Madame Leonie continuó en el mismo tono enfático:

– Tocó la campanilla, de la reja y despertó a toda la casa…, estábamos durmiendo todavía. Te puedes imaginar qué susto espantoso nos llevamos… Adela, mi niña querida, siéntate.

La expresión del general D'Hubert no era precisamente la de un hombre en situación de "imaginar" con facilidad. Sin embargo, creyó desentrañar del caos de sus conjeturas que su futura suegra había muerto repentinamente, pero apenas concebida esta idea hubo de rechazarla al punto. No lograba suponer la naturaleza del acontecimiento o catástrofe que había podido inducir a Mademoiselle de Valmassigue, dueña de una casa llena de criados, a llevar las noticias personalmente, corriendo a pie las dos millas que los separaban.

– ¿Pero por qué se encuentran en esta pieza? -murmuró sobrecogido.

– Naturalmente vine aquí a ver, y esta niña…, no me di cuenta…, me siguió. Fue todo culpa de ese absurdo chevalier -continuó Madame Leonie, mirando hacia el diván-. Su pelo está en completo desorden. Te imaginarás que no se iba a detener a llamar a su criada para que la peinara antes de partir… Adela, querida, siéntate… Se lo confesó todo esta mañana a las cinco y media. Ella se habla despertado temprano y abrió los postigos para respirar el aire fresco; entonces lo divisó desplomado sobre un banco, al extremo de la gran avenida. ¡A esta hora…, ya te lo puedes imaginar¡ Y la víspera había declarado que se sentía indispuesto. Se vistió rápidamente y corrió hacia él. Cualquiera se inquietaría por menos. El la adora, pero no en forma muy inteligente. Había permanecido toda la noche, en pie, sin desvestirse y el pobre anciano se encontraba completamente agotado. No estaba, pues, en situación de inventar una historia verosímil… ¡Qué confidente escogiste! Mi marido estaba furioso y dijo: "Ahora no podemos intervenir". De manera que nos sentamos a esperar. Y esta niña que se vino acá corriendo, con el cabello suelto. Seguramente más de alguien la ha visto en el campo. También despertó a toda la servidumbre. Esto resulta muy comprometedor para ella. Afortunadamente se casan ustedes la próxima semana… Adela, siéntate. Ha vuelto a casa por sus propios píes… Esperábamos verte llegar sobre angarillas…, ¡o qué sé yo! Anda a ver sí el carruaje está listo. Debo conducir a esta niña a su casa inmediatamente. No conviene que permanezca aquí un minuto más.

El general D'Hubert no se movió. Parecía que no hubiera oído. Madame Leonie cambió de opinión.

– Iré a ver yo misma. También tengo que buscar mí capa… Adela… -comenzó, pero esta vez no agregó: siéntate.

Salió diciendo en voz muy alta y alegre: -Dejaré la puerta abierta.

El general D'Hubert avanzó hacía el diván, pero entonces Adela se sentó y esto lo detuvo. Pensó: "No me he lavado esta mañana. Debo tener el aspecto de un viejo vagabundo. Tengo la espalda sucia de tierra y en el pelo briznas de pino". Reflexionó que esta situación requería un gran tacto de su parte.

– Lo lamento muchísimo, mademoiselle -empezó vagamente, pero en el acto abandonó esta línea. Ella estaba ahora sentada, con las mejillas más sonrosadas que de costumbre y el pelo muy rubio, cubriéndole los hombros, lo que constituía para el general un cuadro insólito. Se alejó entonces, y mirando por una ventana para darse compostura, dijo con acentos de sincera desesperación:

– Temo que piense usted que he procedido como un loco.