Inmediatamente giró sobre los talones y vio que ella lo había seguido con los ojos. Y cuando se encontraron éstos con su mirada, no los bajó. La expresión de su rostro era también enteramente nueva para él. Era como si se hubieran trastrocado los valores. Ahora los ojos lo contemplaban con grave seriedad, mientras las líneas exquisitas de su boca temblaban en una sonrisa reprimida. Este cambio hacia menos misteriosa, y mucho más accesible a la comprensión del hombre, su extraordinaria belleza. Una maravillosa sensación de bienestar invadió al general… y hasta sus ademanes participaron de esta confortable experiencia. Avanzó por el cuarto con la misma placentera exaltación que hubiera experimentado al atacar una batería que vomitara muerte, fuego y humo; en seguida se detuvo contemplando sonriente a la joven cuyo matrimonio (que debía celebrarse la próxima semana) había sido cuidadosamente dispuesto por la sabia, la buena, la admirable Leonie.
– ¡Ah, mademoiselle! -exclamó en tono de gentil lamentación-. ¡Si sólo pudiera estar seguro de que no ha venido usted corriendo esta mañana sólo por afecto a su madre!
Impasible, pero íntimamente emocionado, aguardó la respuesta. Y en un vacilante murmullo, bajando las pestañas en un gesto seductor, ella contestó:
– No es preciso que sea tan méchant como insensato.
Entonces el general D'Hubert se precipitó hacia el diván, en un movimiento impetuoso que nada habría podido detener. Este mueble no se encontraba precisamente frente a la puerta. Pero al regresar envuelta en una liviana capa y con un chal sobre el brazo, destinado a ocultar el comprometedor desorden de los cabellos de Adela, Madame Leonie creyó distinguir la fugaz visión de su hermano arrodillado que se incorporaba.
– Vamos, mi querida niña -gritó desde la puerta.
Nuevamente, dueño de si mismo, en el más amplio sentido de la palabra, el general D'Hubert demostró la viveza de un ingenioso oficial de caballería y las energías de un conductor de hombres.
– No pretenderás que se dirija caminando al carruaje -exclamó con indignación-. No se encuentra en estado de hacerlo. Yo la llevaré en brazos.
Procedió a ello lentamente, seguido de su impresionada y respetuosa hermana, pero rápido como una centella regresó para borrar todas las señales de su noche de angustia y aquella mañana de guerra, y ataviarse en seguida con los festivos ropajes del conquistador antes de dirigirse a la otra casa. De no mediar estás circunstancias, el general D'Hubert se habría sentido capaz de montar un caballo y volar en seguimiento de su adversario con la única intención de abrazarlo como efecto, de su dicha excesiva. "Se lo debo todo a este estúpido -pensó-. Ha hecho evidente en una sola mañana lo que yo tal vez habría tardado años en descubrir…, pues soy sin duda un tímido. No tengo la menor confianza en mí mismo. Soy un perfecto cobarde. ¡Y el chevalier! ¡Qué viejo encantador!" El general D'Hubert anhelaba abrazarlo a él también.
Pero el chevalier estaba en cama. Durante varios días estuvo enfermo. Los hombres del Imperio y las damas de la época post-revolucionaria eran demasiado fuertes para él. Se levantó la víspera de la boda y, curioso por naturaleza, llamó aparte a su sobrina para sostener con ella una conversación privada. Le aconsejó que interrogara a su marido sobre el verdadero origen de su lance de honor, cuya imperativa urgencia la puso a ella al borde de la tragedia.
– Como esposa tienes derecho a saber. Y el próximo mes, más o menos, podrás preguntarle cuánto desees averiguar, mi querida niña.
Más tarde, cuando la pareja de desposados acudió a visitar a la madre de la novia, Madame la Générale D'Hubert comunicó a su querido tío la verdadera historia del duelo, obtenida sin mayor dificultad de labios de su marido.
El chevalier escuchó con profunda atención hasta el final, cogió una pulgarada de rapé, sacudió los granos de tabaco de su pechera y preguntó calmosamente:
– ¿Y eso era todo?
– Sí, tío -contestó Madame la Générale, abriendo mucho los lindos ojos-. ¿No le parece divertido? C´est insensé…¡Pensar de lo que son capaces los hombres!
– ¡M,m! -comentó el anciano émigré-. Depende de qué clase de hombres. Esos soldados de Bonaparte eran unos salvajes. Sin duda, es insensé. Como esposa, querida, debes creer ciegamente todo lo que tu marido te diga.
Pero al esposo de Leonie, el chevalier confió su verdadera opinión:
– Si ésta es la versión que él inventó para su esposa, y durante la luna de miel, puede estar seguro de que nadie conocerá jamás el secreto de este asunto.
Al cabo de un buen tiempo, el general D´Hubert consideró llegada la hora y la oportunidad propicia de escribir al general Feraud. Esta carta comenzaba negando todo sentimiento de animosidad:
“ Nunca deseé su muerte en todos los años que duró nuestra deplorable disputa -escribió D'Hubert, continuando en estos términos-: Permítame devolverle íntegramente la prenda de su vida. Seria justo que nosotros, después de haber compartido tantas glorias militares, sostuviéramos públicamente una amistosa relación."
La misma carta contenía un párrafo de información doméstica. Refiriéndose a este último, el general Feraud contestó, desde una pequeña aldea situada a orillas del Garona, en la siguiente forma:
"Si el nombre de uno de sus hijos hubiera sido Napoleón, José o aún Joaquín, podría felicitarlo del acontecimiento con mayor entusiasmo. Como usted ha considerado oportuno darle los nombres de Charles Henri Armand, me afirmo en mi convicción de que jamás "amó" al Emperador. La imagen de aquel héroe sublime, encadenado a una roca en medio del bravío océano, resta a tal punto valor a mi vida, que recibirla con placer su orden de volarme los sesos. Me considero privado del honor de suicidarme. Pero conservo la pistola cargada en mi cajón."
Después de leer esta respuesta, Madame la Générale levantó las manos en un gesto de desesperación.
– Ya ves. No quiere reconciliarse -dijo su marido-. Nunca, por ningún motivo, ha de saber de dónde procede el dinero. No estaría bien. No lo podría soportar.
– Eres un brave homme, Armand -dijo Madame la Générale, con orgullo.
– Querida, tenía todo derecho a matarlo, pero como no lo hice, no podemos dejarlo morir de hambre. Ha perdido su pensión y es absolutamente incapaz de hacer nada para ganarse el sustento. Tenemos que cuidar de él, secretamente, hasta el último día de su vida. ¿Acaso no 1e debo el momento más dichoso de mi existencia?… ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Dos millas por los campos, corriendo sin cesar¡ No podía creer lo que oía… A no ser por su estúpida ferocidad, habría tardado años en desenmascararte. Es extraordinario cómo, de un modo u otro, este hombre se las ha arreglado para introducirse en mis más hondos sentimientos.