– ¿Iba yo a dejar que aquel inmundo conejo civil se limpiara las botas con el uniforme del 7.0 regimiento de húsares?
El teniente D'Hubert no podía permanecer insensible a este simple argumento. El individuo.era un loco, pensó, pero de todos modos había mucho de razón en lo que decía.
– Naturalmente no sé hasta qué punto su acto sea justificado -empezó conciliador-. Y acaso el mismo general no esté bien informado. Esa gen-te lo tiene aturdido con sus lamentaciones.
– ¡Ah! El general no está bien informado -masculló el teniente Feraud, apresurando el paso a medida que aumentaba su cólera ante la injusticia de su destino-. No está bien… ¡Y, sin embargo, ordena que se me arreste, con sólo Dios sabe qué consecuencias!
– No se exalte así -le reconvino el otro-.
La familia de su adversario es muy influyente y el asunto está tomando mal cariz. El general tuvo que atender inmediatamente sus quejas. No creo que tenga intención de ser demasiado severo con usted. Pero lo mejor que puede hacer es mantenerse retirado por algún tiempo.
– Estoy muy agradecido al general -murmuró rabiosamente entre dientes el teniente Feraud-. Y tal vez se le ocurra que también debo estarle agradecido a usted…, por la molestia que se ha dado en ir a buscarme al salón de una dama que…
– Francamente -lo interrumpió el teniente D'Hubert con una sonrisa ingenua-, me parece que debiera estarlo. No sabe cuánto me costó averiguar dónde se encontraba. No era precisamente el lugar donde debía usted lucirse en las presentes circunstancias. Si el general lo hubiera sorprendido allí, haciéndole la corte a la diosa del templo… ¡Oh, Dios mío!… Usted sabe que detesta que lo molesten con quejas de sus oficiales. Y esta vez el caso tenía, más que nunca, los caracteres de una simple baladronada.
Los dos oficiales habían llegado ya a la puerta de calle de la casa donde vivía el teniente Feraud. Este se volvió hacia su acompañante.
– Teniente D'Hubert -dijo-; tengo que decirle algo que no podría exponer aquí en la calle. No puede usted negarse a subir.
La hermosa criada había abierto la puerta. El teniente Feraud pasó como una exhalación junto a ella, que levantó los ojos para dirigir una angustiada e interrogadora mirada al teniente D'Hubert, el cual se limitó a encogerse ligeramente de hombros mientras seguía a. su compañero con cierta reticencia.
Ya en su aposento, el teniente Feraud se desabrochó el dolmán, lo lanzó sobre la cama y, cruzando los brazos sobre el pecho, se volvió hacia el otro húsar.
– ¿Cree usted que soy hombre que se resigne mansamente a una injusticia? -preguntó en tono enfático.
– ¡Oh, sea razonable! -aconsejó el teniente D'Hubert con alguna irritación.
– ¡Soy razonable! ¡Soy perfectamente razonable! -replicó el otro, esforzándose en dominarse-. No puedo pedir explicaciones al general por su proceder, pero usted va a responderme por su propia conducta.
– No tengo por qué escuchar sus tonterías -murmuró el teniente D'Hubert con una leve mueca desdeñosa.
– ¿Conque lo llama tonterías? Me parece que he hablado bien claro, a menos que usted no entienda el francés.
– ¿Qué significa todo esto?
– ¡Significa -gritó súbitamente el teniente Feraud- que le voy acortar a usted las orejas para que aprenda a no molestarme más con las órdenes del general cuando estoy en compañía de una dama!
Un profundo silencio siguió a esta loca declaración, y, por la ventana abierta, el teniente D'Hubert escuchó el tranquilo canto de los pájaros. Tratando de conservar la calma, dijo entonces:
– ¡Vamos! Si lo toma así, por supuesto, estaré a su disposición en cuanto esté en libertad de atender a este asunto; pero no creo que pueda cortarme las orejas.
– Voy a atender este asunto inmediatamente -declaró el teniente Feraud, con truculento énfasis-. Si esperaba ir esta noche a exhibir su gracia y donaire en el salón de Madame de Lionne, estaba muy equivocado.
– En realidad es usted un individuo intratable -dijo el teniente D'Hubert, que comenzaba a exasperarse-. Las órdenes que el general me dio fueron de arrestarlo y no de trincharlo en lonjas, ¡Hasta luego!
Y volviendo la espalda al pequeño gascón que, siempre sobrio en la bebida, parecía haber nacido ebrio por el sol de su tierra de viñas, el nórdico, que en algunas ocasiones era buen bebedor, pero poseía el temperamento sereno que abunda bajo los lluviosos cielos de Picardía, se dirigió hacia la puerta. Pero al escuchar el inconfundible chirrido de una espada al ser desenvainada, no le quedó más remedio que detenerse.
"¡Que el diablo se lleve a este loco meridional!”, pensó, dándose vuelta y observando con frialdad la agresiva actitud del teniente Feraud, con una espada desnuda en la mano.
– ¡Ahora! ¡Ahora! -tartamudeaba éste, fuera de sí.
– Ya le di mi respuesta -dijo el otro, con admirable dominio.
Al principio, D'Hubert sólo se había sentido molesto y un tanto divertido; pero ya comenzaba su rostro a nublarse. Se preguntaba seriamente qué podría hacer para salir del paso. Era imposible huir de un hombre armado, y, en cuanto a batirse con él, le parecía perfectamente absurdo. Aguardó un momento y luego dijo exactamente lo que pensaba:
– ¡Dejemos esto! No voy a batirme con usted. No quiero ponerme en ridículo.
– ¡Ah! ¿No quiere? -silbó el gascón-. Supongo que preferirá usted que se le deshonre. ¿Oye lo que le digo?… ¡Que se le deshonre!… ¡Infame! ¡Infame! -gritaba, empinándose, y con el rostro congestionado.
En cambio, por un momento, el teniente D'Hubert palideció intensamente al escuchar el desagradable epíteto, pero en seguida se sonrojó hasta la raíz de sus rubios cabellos.
– ¡Pero si no puede salir a batirse puesto que se encuentra arrestado, demente! -objetó con indignado desprecio.
– Tenemos el jardín; es lo bastante grande para tender allí su largo esqueleto -vociferó el otro, con tal violencia, que, hasta cierto punto, el enojó del otro se aplacó ligeramente.
– Esto es perfectamente absurdo -contestó, pensando con satisfacción que había encontrado la forma de salir del paso-. No lograremos nunca que alguno de nuestros camaradas nos sirva de padrino. Es ridículo.
– ¡Padrinos! ¡Al diablo con los padrinos! No los necesitamos. No se preocupe por ello. Le mandaré un mensaje a sus amigos para que vengan a enterrarlo cuando haya terminado con usted. Y si desea testigos, le mandaré decir a la vieja solterona que se asome por la ventana que da al jardín. ¡Vamos! Allí está el jardinero. Nos bastará con él. Es sordo como una tapia, pero tiene dos buenos ojos en la cabeza. ¡Sígame! Ya le enseñaré, oficialito de Estado Mayor, que el transmitir las órdenes de un general no es siempre un juego de niños.
Mientras así peroraba, se había desabrochado la vaina vacía de la espada. La lanzó bajo la cama y bajando la punta del arma, pasó como una tromba junto al perplejo teniente D'Hubert, gritando:
– ¡Sígame!
Apenas abrió la puerta se escuchó una leve exclamación, y la hermosa criada, que había estado escuchando por la cerradura, se apartó cubriéndose los ojos con las palmas de las manos. Feraud no manifestó haber advertido su presencia, pero ella corrió tras él y le cogió el brazo izquierdo. El la empujó a un lado y entonces la muchacha se precipitó sobre D'Hubert y se apoderó de la manga de su uniforme.
– ¡Malvado! -sollozó-. ¿Para esto lo andaba buscando?
– ¡Suélteme! -suplicó el teniente D'Hubert, tratando de desasirse suavemente-. Esto es como estar en un manicomio -protestó exasperado-. Por favor, déjeme; no le haré ningún daño.
Una amenazadora carcajada de Feraud sirvió de comentario á este consuelo.
– ¡Vamos! -gritó, dando una patada en el suelo.