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Y el teniente D'Hubert lo siguió. No podía hacer otra,cosa. Sin embargo, como prueba de su cordura, se ha de dejar constancia de que, al pasar por el vestíbulo, la idea de abrir la puerta y precipitarse a la calle se presentó a este valiente joven, aunque, naturalmente, la rechazó al punto, pues estaba seguro de que el otro lo perseguiría sin vergüenza ni piedad. Y la posibilidad de que un oficial de húsares fuera perseguido por las calles por otro, con una espada en la mano,. no podía considerarse seriamente ni un instante siquiera. De manera que siguió hacia el jardín. Tras él avanzaba lloriqueando la muchacha. Con los labios secos y los ojos desorbitados por el pánico, cedía al impulso de una espantosa curiosidad. También pensaba que si fuera necesario podría interponerse entre el teniente Feraud y la muerte.

Completamente ignorante de los hombres que se acercaban, el jardinero sordo continuó regando sus flores hasta que el teniente Feraud le golpeó la espalda. Al ver bruscamente a su lado a un individuo furioso, con una espada desnuda en la mano, acometido por violento temblor, el pobre viejo soltó la regadera. Inmediatamente el teniente Feraud la lanzó lejos de una rabiosa patada y cogiendo al jardinero por la garganta lo colocó de espaldas contra un árbol. Lo sostuvo allí gritándole al oído:

– ¡Quédate aquí y mira! ¿Comprendes? ¡Tienes que mirar! ¡No te atrevas a moverte de este sitio!

El teniente D'Hubert avanzó lentamente por el sendero, desabrochándose el dolmán con evidente contrariedad. Aun entonces, con la mano sobre la empuñadura de la espada, titubeó en desenvainarla, hasta que un grito de: "En Barde, fichtre! ¿Para qué cree que ha venido aquí?", casi simultáneo al ataque del adversario, lo obligaron a colocarse lo más rápidamente posible en actitud defensiva.

El chocar de las armas llenó de ruido el primoroso jardín que hasta entonces no había escuchado más sonido guerrero que el golpeteo de las tijeras de podar; y, de pronto, una anciana asomó bruscamente la mitad del cuerpo por una ventana del piso alto. Levantó los brazos sobre su capota blanca, lanzando despavoridas protestas con su voz quebrada. El jardinero permanecía pegado al árbol, con la desdentada boca abierta en un gesto de idiota estupefacción, y un poco más lejos, como hechizada sobre un estrecho espacio de césped, la hermosa muchacha corría de un lado a otro, retorciéndose las manos y murmurando frases incoherentes. No se precipitó entre los combatientes; las estocadas del teniente Feraud eran tan violentas que le 'faltaba el valor para exponerse. Todas sus facultades concentradas en la defensa, el teniente D'Hubert precisó de la mayor pericia y su máximo conocimiento en el manejo de las armas para detener los ataques del adversario. Ya dos veces había tenido que retroceder. Le molestaba sentirse inseguro sobre los redondos guijarros secos del sendero, que se escurrían bajo la suela dura de sus botas. Era éste un terreno muy poco apropiado para el caso, pensó, observando atentamente, con los ojos fruncidos, sombreados por las largas pestañas, la feroz mirada de su robusto enemigo. Este incidente absurdo echaría por tierra su reputación de,oficial mesurado, inteligente y prometedor. Por lo menos perjudicaría sus perspectivas inmediatas y le haría perder la confianza del general. Estas mundanas preocupaciones se encontraban, sin duda, fuera de lugar en momento tan solemne. Un duelo -se le considere como una ceremonia en el culto del honor o simplemente reducido a su esencia moral como un deporte viril- requiere una absoluta claridad de intención y un espíritu de homicida desesperación. Sin embargo, esta viva preocupación por su futuro produjo un excelente efecto al despertar la ira del teniente D'Hubert. Hablan transcurrido cerca de diecisiete segundos desde que cruzaran armas y de nuevo tuvo que retroceder para no ensartar a su intrépido adversario como un escarabajo en una colección de insectos. Pero equivocando la razón de este retroceso, el teniente Feraud intensificó el ataque, lanzando una especie de bramido triunfal. "Este animal rabioso me arrinconará contra la pared dentro de un momento", pensó el teniente D'Hubert. Se imaginó mucho más cerca de la casa de lo que en realidad se encontraba y no se atrevía a dar vuelta la cabeza; le parecía que mantenía a su contrincante alejado más por el poder de su mirada que por el de la punta de su espada. El teniente Feraud se recogía y saltaba con una felina agilidad capaz de arredrar al más valiente. Pero más asombrosa que su furia, comparable a la de un animal salvaje cumpliendo con integra inocencia una función natural, era la determinación implacable de esa voluntad feroz que sólo el hombre es capaz de manifestar. En medio de sus frívolas preocupaciones, el teniente D'Hubert lo comprendió por fin. Era éste un asunto perjudicial y absurdo, pero sea cual fuere el estúpido pretexto que aquel individuo hubiera esgrimido para provocarlo, era evidente que ahora tenía el propósito de matar, y nada menos. Lo deseaba con una fuerza de voluntad muy por encima de las facultades inferiores de un tigre.

Como sucede siempre con hombres orgánicamente corajudos, el evidente peligro interesó al teniente D'Hubert. Y apenas surgió este interés, el largo de su brazo y la lucidez de su ánimo rindieron a su favor. Tocó ahora al teniente Feraud retroceder con un feroz rugido de rabia contenida. Intentó una leve finta y en seguida se precipitó adelante:

"¡Ah! ¿Te gustaría, eh?, te gustaría ensartarme", exclamó mentalmente el teniente D'Hubert. El combate duraba ya más de dos minutos, 'espacio suficiente para enardecerse, fuera de los estímulos de la misma lucha. Y de pronto todo terminó. Tratando de aproximarse bajo la guardia de su adversario, el teniente Feraud recibió una estocada en el brazo encogido. No la sintió, pero el golpe detuvo su empuje y resbalando sobre 1 cascajo cayó violentamente de espaldas. El choque sumió su mente excitada en la perfecta quietud de la insensibilidad. Junto con la caída, a hermosa criada lanzó un grito, mientras la anciana solterona, asomada a la ventana, interrumpió sus protestas y empezó a santiguarse piadosamente.

Viendo a su adversario tendido en absoluta inmovilidad con el rostro hacia el firmamento, el teniente D'Hubert creyó haberlo muerto instantáneamente. La impresión de haber atacado con fuerzas suficientes para cortar en dos a su adversario, lo invadió un momento con el exagerado recuerdo de la intensa voluntad que había puesto en la estocada. Se arrodilló presuroso junto al cuerpo postrado. Habiendo descubierto que ni siquiera el brazo estaba cercenado, experimentó una leve decepción mezclada a un sentimiento de alivio. Aquel individuo merecía lo peor. Pero sinceramente no deseaba la muerte de ese pecador. Ya el asunto era bastante feo tal como se presentaba, y el teniente D'Hubert se dedicó a contener la hemorragia. Pero estaba escrito que en esta ingrata tarea la hermosa criada habría de estorbarlo ridículamente. Desgarrando el aire con gritos de horror, lo atacó por la espalda y enredando los dedos en sus cabellos le tiró la cabeza hacia atrás. No podía comprender por qué había elegido precisamente ese momento para atacarlo. Tampoco lo intentó. Todo le parecía una alucinante y espantosa pesadilla. Dos veces, para impedir que lo derribara, tuvo que levantarse y echarla a un lado. Lo hizo estoicamente, sin pronunciar una palabra, hincándose al punto para continuar su labor. Pero habiendo terminado, la tercera vez que hubo de repeler su asalto, la cogió enérgicamente y la sostuvo con los brazos pegados al cuerpo. Tenia la capota en desorden, el rostro enrojecido y sus ojos brillaban de furia insensata. La miró suavemente mientras ella lo calificaba de miserable, traidor y asesino, repetidamente. Esto no lo molestó tanto como el convencimiento de que ella había logrado arañarle profusamente el rostro. Con esto se agregaba el ridículo al escándalo del incidente. Se imaginaba la anécdota adornada que correría por la guarnición de la ciudad, por todo el ejército de la frontera, desfigurada por todas las suposiciones posibles de motivos, sentimientos y circunstancias que pondrían en tela de juicio la serenidad de su conducta y la distinción de su gusto, hasta llegara los oídos mismos de su honorable familia. El caso no tenia importancia para un individuo como Feraud, que no tenía relaciones ni parientes que le preocuparan, cuya única virtud era el valor, que, en todo caso, era una cualidad común que hasta el último soldado de la caballería francesa poseía en abundancia. Sujetando siempre con fuerza los brazos de la muchacha, el teniente D`Hubert miró por encima del hombro. El teniente Feraud había abierto los ojos. No se movió. Como un hombre que despertara de un sueño profundo, contemplaba inexpresivamente el cielo vespertino.