El rostro del teniente D'Hubert no reflejó la menor señal de convencional regocijo. Continuó paseando por el polvoriento suelo del cuarto. -Siéntese en esa silla, doctor -murmuró. El médico se sentó.
– El asunto es juzgado de muy distintas maneras…, tanto en la ciudad como en el ejército. En realidad, la diversidad de opiniones es francamente divertida.
– ¿Es posible? -farfulló el teniente D'Hubert, paseando incesantemente de un muro al otro. Pero íntimamente le sorprendía que, pudieran existir dos opiniones sobre el asunto.
El cirujano continuó:
– Naturalmente, como no se conocen los detalles de lo ocurrido…
– Me imaginé que aquel individuo lo pondría al corriente de los hechos -le interrumpió D'Hubert.
– Algo dijo -admitió el otro- la primera vez que lo vi. Y, a propósito, lo encontré efectivamente en el jardín. El golpe que recibió en la cabeza lo tenía aturdido y se expresaba con cierta incoherencia. Más tarde se mostró más bien reticente.
– ¡No esperaba, por cierto, que tuviera la honradez de manifestarse avergonzado! -murmuró D'Hubert, reanudando sus paseos mientras el doctor decía:
– ¡Qué divertido! ¡Vergüenza! ¡Avergonzado! No era precisamente éste su estado de ánimo. Sin embargo, se podría considerar el asunto bajo otro aspecto.
– ¿De qué está hablando? ¿A qué asunto se refiere? -preguntó D'Hubert, lanzando una mirada de reojo al canoso y meditabundo personaje sentado en la silla de madera.
– Sea lo que fuere -dijo el cirujano, con cierta impaciencia-, no quiero juzgar su conducta…
– ¡Cielos! ¡Ya lo creo que seria más prudente! -estalló D'Hubert.
– ¡Vea, vea! No se apresure tanto en desenvainar la espada. Es una costumbre que a la larga no aporta ningún beneficio. Comprenda de una vez por todas que yo no pincharía jamás a ninguno de ustedes, sino con los instrumentos de mi oficio. Pero mis consejos son buenos. Si continúa así, se forjará una mala reputación.
– ¿Continuar cómo? -preguntó el teniente D'Hubert, deteniéndose bruscamente, muy asombrado-. ¡Yo! ¡Yo!… Forjarme una reputación… ¿Qué se ha imaginado usted?
– Ya le he dicho que no quiero pronunciarme ni para bien ni para mal en este incidente. No es asunto mío. Sin embargo…
– ¿Qué diablos le ha dicho él? -interrumpió el teniente D'Hubert, con cierto temor.
– Ya le conté que al principio, cuando lo encontré en el jardín, estaba un poco incoherente. Más tarde se manifestó reservado. Pero, por lo menos, he llegado a deducir que no pudo rehusar.
– ¿Que no pudo?… -gritó el teniente D'Hubert, con voz tonante, y en seguida murmuró en forma impresionante-: ¿Y qué dice de mí? ¿Habría podido rehusar yo?
El cirujano se puso en pie. Ya comenzaba a pensar en su flauta, la constante compañera de la voz consoladora. Junto a las ambulancias militares, al cabo de veinticuatro horas de pesada labor, se le había escuchado turbar con sus dulces sonidos la tremenda calma de los campos de batalla, entregados al silencio y la muerte. Se acercaba su hora cotidiana de solaz, y en los tiempos de paz él atesoraba estos minutos como el avaro sus monedas.
– ¡Por supuesto!… ¡Por supuesto!… -dijo con indiferencia-. Así lo cree usted. ¡Qué divertido! Sin embargo, siendo absolutamente neutral y encontrándome en términos amistosos con ambos, he consentido en traerle un mensaje del teniente Feraud. Tal vez piense usted que lo hago sólo por complacer a un enfermo, como quiera. Desea que usted sepa que el asunto no ha terminado. Pretende mandarle sus padrinos apenas haya recobrado sus fuerzas…, a condición, naturalmente, de que el ejército no se encuentre entonces en. campaña.
– Eso pretende, ¿eh? Pues está muy bien – exclamó el teniente D'Hubert, furioso.
Los motivos de su exasperación eran desconocidos por el visitante, pero su furor confirmó al cirujano en la creencia -que ya comenzaba a extenderse por la ciudad de que entre los dos jóvenes oficiales había surgido un serio altercado, algo lo suficiente grave para cubrirse con el misterio, algo de la más trascendental importancia. Para saldar su violenta pendencia estos hombres no habían vacilado en exponerse a la muerte y al descrédito en el comienzo mismo de su carrera. El cirujano temía que la investigación subsiguiente no satisficiera la curiosidad del público. Seguramente no harían a éste la confidencia de aquel hecho de naturaleza tan vergonzosa que los llevara al extremo de arriesgarse a una acusación por asesinato…, ni más ni menos. ¿Pero qué podría ser aquello?
El cirujano no era curioso por temperamento, pero esta obsesionante interrogación le obligó aquella noche a retirar dos veces el instrumento de sus labios y permanecer silencioso durante un minuto entero -justo en medio de una nota-, buscando esforzadamente una conjetura plausible.
CAPITULO II
No obstante, él no obtuvo mayor éxito en esta tarea que el resto de la guarnición y las familias de la ciudad. Ignorados hasta la fecha, los dos jóvenes oficiales fueron distinguidos con la curiosidad general que el origen secreto de su disputa provocaba. El salón de Madame de Lionne fue el centro de elaboración de toda clase de suposiciones; ella misma fue, durante algún tiempo, objeto de mil interrogaciones por haber sido la última persona conocida que habló con aquellos dos desgraciados e intrépidos jóvenes antes de que salieran juntes de su casa para trabarse en tremendo combate en medio de la obscuridad de un jardín particular. Madame de Lionne aseguraba no haber observado nada de especial en su conducta. El teniente Feraud se había manifestado visiblemente contrariado al ser requerido para salir. Pero eso era muy natural; a ningún hombre le gusta ser interrumpido en medió de una charla con una mujer famosa por su elegancia y su talento. La verdad era que a Madame de Lionne el asunto la fastidiaba, ya que ni con la mejor voluntad se lograría conectar su persona con los comentarios suscitados por el incidente. Y la irritaba oír insinuar que pudiera haber una mujer mezclada en el asunto. Esta irritación no nacía ni de su inteligencia ni de su sentido de la elegancia, sino de una parte más instintiva de su naturaleza. Por último llegó a tal extremo su exasperación, que prohibió terminantemente se comentara el asunto bajó su techo. La orden fue obedecida juntó a su diván, pero en los rincones más apartados del salón se levantaba furtivamente el sudario del silenció impuesto. Un personaje, de largó rostro pálido, con la expresión de una oveja, opinaba, moviendo la cabeza, que se trataba de una antigua disputa emponzoñada por el tiempo. Se le objetó que los, adversarios eran demasiado jóvenes para semejante teoría. También pertenecían a diferentes y distantes provincias de Francia. Luego existían otros obstáculos físicos. Un subcomisario de la Intendencia, un solterón agradable y culto que vestía unos pantalones de casimir, botas hesianas y una chaqueta azul con bordados en encaje de plata, y pretendía creer en la transmigración de las almas, insinuó la idea de que ambos se hubieran conocido en una existencia anterior. El rencor se remontaría a un olvidado pretérito. Podía ser algo inconcebible en el estado actual de su ser, pero sus almas recordaban el agravio y manifestaban un instintivo antagonismo. Desarrolló su tesis en tono festivo. Sin embargo, el asunto resultaba tan absurdo desde el punto de vista social, militar, del honor o la cordura, que esta extravagante explicación parecía la más razonable de todas.
Ninguno de las dos oficiales había pronunciado ante nadie una declaración definida. La humillación de haber caído herido con el arma en la mano y la incómoda sensación de haberse visto envuelto en una riña por la injusticia de su destino, hacían guardar al teniente Feraud un agresivo silencio. No confiaba en la comprensión de la humanidad. Esta se inclinaría, sin duda, en favor del elegante oficial de Estado Mayor. Tendido en su lecho, despotricaba ante la hermosa criada que atendía a sus necesidades con paciente devoción y escuchaba con alarma sus terribles imprecaciones. Que se "hiciera pagar" al teniente D'Hubert, le parecía muy natural y justo. Pero su principal preocupación era que el teniente Feraud no se exaltara demasiado. Para su humilde corazón, era él un personaje tan magnifico y fascinante, que sólo deseaba que mejorara pronto, aunque no lograra con esto sino la reanudación de las visitas al salón de Madame de Lionne.