El teniente D'Hubert guardaba silencio por la sencilla razón de que, fuera de un estúpido soldado, no tenía a nadie más con quien hablar. Luego descubrió que el asunto, profesionalmente tan grave, tenía, sin embargo, su lado cómico. Cuando pensaba en ello sentía nuevos deseos de torcer el cuello al teniente Feraud. Pero esta figura era más simbólica que exacta y expresaba más bien un estado de ánimo que un impulso físico. Al mismo tiempo, este joven poseía un sentido de solidaridad profesional y una bondad que le impedían agravar en lo más mínimo la situación ya delicada de su adversario. No quería, pues, divulgar nada sobre el desgraciado incidente. No obstante, en la investigación, tendría, sin duda, que declarar en defensa propia. Y ya esta perspectiva lo irritaba.
Pero la investigación no se llevó a cabo. En cambio, el ejército salió a campaña. Puesto en libertad sin mayores observaciones, el teniente D'Hubert volvió a hacerse cargo de sus tareas militares, mientras el teniente Feraud, con su brazo recién libre del cabestrillo y sin haber sido interrogado, cabalgó a la cabeza de su escuadrón para terminar su convalecencia en el humo de los campos de batalla y al aire fresco de los vivaques nocturnos. Este vigorizante tratamiento le sentó tan bien que, al primer rumor de la firma de un armisticio, giraron inmediatamente sus pensamientos en torno a su contienda privada.
Esta vez tendría qué ser un duelo ajustado a todas las reglas. Envió dos amigos a presentarse ante el teniente D'Hubert, que se encontraba con su regimiento a escasas millas de distancia. Estos amigos no hicieron preguntas a su apadrinado. "Me debe una ese bello oficialito", había dicho Feraud, sombríamente; y ellos se marcharon muy contentos a cumplir con su misión. El teniente D'Hubert no tuvo dificultad en encontrar dos amigos igualmente discretos y leales.
– Hay un individuo a quien tengo que dar una lección -había declarado él escuetamente, y ellos se consideraran satisfechos con esta explicación.
Bajo estos pretextos se convino un duelo a espada, debiendo llevarse a cabo, al alba, en un campo apropiado. A la tercera arremetida, el teniente D'Hubert se encontró tendido sobre la hierba húmeda de rocío, con una herida en el costado. A su izquierda se extendía un paisaje de prados y bosques, iluminado por un sol apacible. Un cirujano no, el flautista, esta vez, sino otro se inclinaba sobre él y palpaba la herida.
– Una buena escapada. Pero no será grave. El teniente D'Hubert escuchó estas palabras con placer. Sentado en la hierba húmeda y. sosteniéndole la cabeza sobre las rodillas, uno de sus padrinos dijo:
– Los azares de la guerra, mon pauvre vieux. ¿Qué le parece? ¿No cree conveniente hacer las paces como un hombre sensato? Sea razonable.
– No sabe usted lo que pide -murmuró el teniente D'Hubert, con voz débil-. Sin embargo, si él…
Al otro extremo del prado los padrinos del teniente Feraud le insistían para que fuera a estrechar la mano de su adversario.
– Ya se ha pagado usted como lo deseaba…, que diable! Es lo único que le queda por hacer. Ese D'Hubert es un tipo decente.
– Conozco bien la decencia de estos favoritos de los generales -murmuró el teniente Feraud, con los dientes apretados, y la sombría expresión de su rostro desalentó toda insistencia a concertar la reconciliación. Saludándose desde cierta distancia, los padrinos condujeron a los duelistas fuera del campo. El teniente D'Hubert, muy estimado entre sus compañeros por su gran valor unido a un carácter franco y siempre parejo, fue muy visitado aquella tarde. Se observó que el teniente Feraud no frecuentó, como era costumbre, los lugares donde sus amigos pudieran darle sus felicitaciones. No le habrían faltado, pues él también era querido por la exuberancia de su naturaleza meridional y la sencillez de su carácter. En todos los sitios donde los oficiales tenían costumbre de reunirse al final del día, el duelo de aquella mañana fue comentado bajo diversos aspectos. Aunque el teniente D'Hubert resultó herido esta vez, su juego de esgrima fue notable. Nadie podía negar que era muy arriesgado y científico. Llegó a decirse que había sido herido sólo porque deseaba manifiestamente hacer gracia a su adversario. Pero muchos opinaban que el vigor y el empuje de los ataques del teniente Feraud eran irresistibles.
Los méritos de ambos oficiales como esgrimistas eran francamente discutidos, pero su actitud reciproca después del duelo fue comentada apenas y con la mayor prudencia. Eran irreconciliables, lo que resultaba por demás lamentable. Pero al fin y al cabo, ellos sabían mejor que nadie la forma en que debían cuidar de su honor. No era una cuestión en la que debieran entrometerse demasiado sus compañeros. En cuanto al origen de la querella, la impresión general era que se remontaba a los tiempos en que ambos estaban de guarnición en Estrasburgo. Al oír esto, el cirujano flautista sacudió la cabeza. El creía positivamente que databa de más larga fecha.
– Pero, por supuesto, usted debe saberlo todo -exclamaron varias voces, ávidas de curiosidad-. ¿Qué fue lo que sucedió?
Lentamente el doctor apartó la vista de su copa.
– Aunque lo supiera todo, no podéis esperar que os lo diga cuando los dos protagonistas del incidente prefieren guardar su secreto.
Se levantó y se marchó, dejando tras sí una honda sensación de misterio. No podía quedarse allí más rato, pues ya se acercaba la hora mágica de su musical sola.
– Es evidente que tiene los labios sellados -observó solemnemente un oficial muy joven cuando se hubo marchado el médico.
Nadie puso en duda la perfecta exactitud de ` la observación. En cierto modo, añadía 'un sensacional sabor al asunto. Varios oficiales mayores de ambos regimientos, inspirados únicamente en la bondad y su amor a la armonía, propusieron formar un tribunal de honor, al cual los dos jóvenes adversarios confiarían la tarea de su reconciliación. Desgraciadamente, iniciaron las gestiones, presentándose primero al teniente Feraud, suponiendo que por haber infligido recientemente un duro castigo, estaría más tranquilo y dispuesto a la moderación que el vencido.
Este razonamiento era lógico. No obstante, los resultados fueron negativas. En aquella relajación de la fibra moral, que se produce frecuentemente en el éxtasis de 'la vanidad halagada, el teniente Feraud había consentido en revisar íntimamente el caso, y así llegó hasta el extremo de dudar, si no de la justicia de su causa, por lo menas de la absoluta cordura de su proceder. De tal manera que ahora se sentía poco dispuesto a discutir el asunto. La proposición de los hombres más prudentes del regimiento lo colocaba en una situación difícil. El proyecto lo incomodaba y por una lógica paradoja esta molestia reavivó su animosidad contra el teniente D'Hubert. ¿Habría de importunarlo eternamente este individuo, que de algún modo se las arreglaba siempre para inclinar la opinión en su favor? Sin embargo, era difícil rehusar perentoriamente una mediación sancionada por el código del honor.
Afrontó la dificultad con una actitud de sombría reserva. Se torció el bigote pronunciando frases vagas. Su caso era perfectamente claro. No le avergonzaba exponerlo ante un tribunal debidamente constituido, como no temía defenderlo en el campo del honor. No veía, sin embargo, ningún motivo para aceptar precipitadamente una proposición, antes de ver cómo la recibiría su adversario.
Más tarde, habiendo aumentado considerablemente su exasperación, se le oyó decir con ironía "que seria una gran suerte para el teniente D`Hubert, pues la próxima vez que se batieran no podía esperar escapar con la bagatela de tres semanas de cama".