Esta frase fanfarrona debió inspirarse en el más puro maquiavelismo. A menudo los meridionales ocultan una cierta cantidad de peligrosa astucia bajo una apariencia externa de espontaneidad de acción y palabra.
Desconfiando de la justicia de los hombres, el teniente Feraud no deseaba en absoluto la intervención de un tribunal de honor, y la frase anterior, tan ajustada a su temperamento, tuvo la virtud de servirlo a maravilla. Fuera o no su intención, antes de veinticuatro horas sus palabras habían penetrado en el dormitorio del teniente D'Hubert. De manera que al día siguiente, reclinado en las almohadas, éste recibió la proposición declarando que era aquél un asunto de tal naturaleza, que no admitía discusión.
El rostro pálido del oficial herido, la voz débil que aun debía medir cuidadosamente y la severa dignidad de su actitud produjeron profunda impresión en sus oyentes. El relato de esta entrevista fue más efectivo para ahondar el misterio que las amenazas del teniente Feraud. Este se sintió inmensamente aliviado con el resultado de la comisión. Empezó a disfrutar de la expectación general y se complacía en agregar al desconcierto adoptando una actitud de estricta discreción.
El coronel del regimiento del teniente D'Hubert era un guerrero fogueado y canoso, que tomaba sus responsabilidades con franca sencillez. "No puedo -se dijo- permitir que mis mejores subalternos se maten por una minucia. Tengo que averiguar privadamente hasta el fondo de este asunto. D'Hubert tendrá que contármelo todo, por grave que sea. El coronel ha de ser más que un padre para estos muchachos."
Y, en efecto, amaba a sus hombres con el mismo afecto que el padre de una familia numerosa experimenta hacia cada miembro individual de ella. Si por un descuido de la Providencia los seres humanos nacían como simples civiles, volvían a nacer en el regimiento, como los niños en un hogar, y sólo este nacimiento militar era válido.
Al presentarse ante él, el teniente D'Hubert, muy pálido y demacrado, el anciano guerrero sintió de pronto su corazón invadido de sincera compasión. Todo su amor por el regimiento -aquel conjunto de hombres que con su solo poder podía lanzar al ataque o retirarlo del fuego, que constituía su legítimo orgullo y ocupaba todos sus pensamientos- se concentró por un momento en aquel brillante subalterno. Se aclaró la voz con amenazador carraspeo y adoptó una expresión severísima.
– Debe comprender -comenzó- que la vida de cualquiera de los individuos del regimiento me importa un bledo. Los enviaría a los ochocientos cuarenta y siete, hombres y caballos, al más seguro de los desastres sin más remordimientos que si hubiera muerto una mosca.
– Sí, mi coronel, pero usted iría a la cabeza del regimiento -dijo el teniente D'Hubert con una lánguida sonrisa.
El coronel comprendía que debía usar de todo su tino diplomático, y al escuchar esto, lanzó un verdadero rugido.
– Quiero que comprenda, teniente D'Hubert, que bien podría hacerme a un lado y contemplar cómo todos ustedes se precipitaban en. el infierno, si era necesario. Soy hombre capaz de eso y mucho más cuando el servicio y mi deber hacia la patria me lo exigen. Pero esto es inverosímil, de manera que ni siquiera lo insinúe usted.
Sus ojos echaban chispas, pero su voz se había suavizado.
– Es usted todavía un niño, no obstante sus bigotes, hijo mío. No tiene idea de lo que es capaz un hombre como yo. Me escondería detrás de un almijar si… ¡No sonría, señor! ¿Cómo se atreve? Si no fuera ésta una conversación privada, lo… ¡Vea! Soy responsable del uso adecuado de las vidas que bajo mi mando se encuentran, para mayor gloria de la patria y honor del regimiento. ¿Ha comprendido? Bueno, entonces, ¿qué demonios se propone usted al dejarse zarandear así por ese individuo del 7.° regimiento de húsares? Es simplemente deshonroso.
El teniente D'Hubert se sintió extraordinariamente ofendido. Sus hombros se movieron lentamente. No contestó. No podía dejar de aceptar su responsabilidad.
El coronel bajó los ojos y su voz adquirió un tono menor.
– ¡Es muy lamentable! -murmuró, y volvió a elevar la voz-. ¡Vamos! -continuó persuasivo, pero con aquella nota autoritaria que poseen en su registro los verdaderos directores de hombres-: Hay que arreglar este asunto. Deseo que me diga usted sinceramente de qué se trata. Se lo exijo como su mejor amigo.
La fuerza avasalladora de la autoridad, el poder persuasivo de la bondad, afectaron hondamente al hombre que acababa de abandonar su lecho de enfermo. La mano del teniente D'Hubert, apoyada sobre el pomo de un bastón, temblaba ligeramente. Sin embargo, su temperamento nórdico, sentimental pero cauteloso, lúcido no obstante su idealismo, dominó el impulso inicial de confesar el peligroso absurdo en que se veía envuelto. Siguiendo los preceptos de la sabiduría práctica, contó hasta siete antes de hablar. Y, entonces, sólo pronunció un discurso de agradecimiento.
El coronel lo escuchó, interesado al principio, pero luego decepcionado. Finalmente frunció el ceño.
– ¿No se atreve?… Mille tonnerres! ¿No le he dicho acaso que condesciendo en discutir el asunto con usted… como amigo?
– Si, mi coronel -contestó suavemente el teniente D'Hubert-. Pero temo que después de haberme escuchado como amigo, actúe usted como superior.
Mirándolo atentamente, el coronel apretó las mandíbulas.
– ¿Y qué importaría eso? -dijo francamente-. ¿Tan vergonzosa y grave es su historia?
– No lo es -refutó el teniente D'Hubert en voz baja, pero firme.
– Naturalmente, tendría que actuar en vista de la mayor corrección del servicio. Nadie me lo podría impedir. ¿Para qué cree usted que deseo saber?
– Ya sé que no es por simple curiosidad -protestó el teniente D'Hubert-. Estoy seguro de que procederá con la mayor justicia y prudencia. ¿Pero qué será del buen nombre del regimiento?
– Este no podrá ser jamás afectado por la locura juvenil de algún teniente -pronunció severamente el coronel.
– No, tiene usted razón. Pero las malas lenguas lo pueden perjudicar. Dirán que un oficial del 4º regimiento de húsares, temeroso de enfrentarse a un adversario, se refugia tras las espaldas de su coronel. Y eso sería peor que esconderse detrás de un almijar… por el bien del servicio. No puedo exponerme a ello, mi coronel.
– Nadie se atrevería a decir una cosa semejante -apuntó el coronel, en un tono al principio violento, pero que al terminar la frase se notaba un tanto inseguro.
El valor del teniente D'Hubert era de todos conocido. Pero el coronel sabía perfectamente que el valor que se precisa para un duelo, el arrojo necesario para emprender el combate individual, era, con razón o sin ella, considerado un coraje de naturaleza especial. Y era imprescindible que un oficial de su regimiento poseyera todos los valores imaginables… y supiera probarlo. El coronel proyectó hacia adelante el labio inferior y miró a lo lejos con una mirada extrañamente fija. Era ésta la expresión de su perplejidad, expresión prácticamente ignorada por los hombres de su regimiento, pues la perplejidad es un sentimiento incompatible con el rango de coronel de caballería. El mismo se sentía desconcertado por la desagradable novedad de esta sensación. Como no estaba acostumbrado a reflexionar sino sobre asuntos profesionales, relativos al bienestar de hombres y caballos y a su correcto desempeño en los gloriosos campos de batalla, sus esfuerzos intelectuales degeneraron en la simple repetición de algunas frases profanas: Mille tonnerres!… Sacré nom de nom!
El teniente D'Hubert tosió lastimeramente y continuó con voz cansada:
– No faltarían las malas lenguas que dijeran que soy, un cobarde. Y no creo que usted espere que yo tolere eso. Es muy probable que entonces me viera comprometido en una docena de duelos, en vez de uno solo.