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La clara simplicidad de este argumento penetró el entendimiento del coronel. Clavó la mirada en su subalterno:

– Siéntese, teniente -lo invitó rudamente-. Es éste el asunto más endiablado que… ¡Siéntese!

– ¡Mi coronel! -empezó de nuevo D'Hubert-. No temo a los comentarios. Existe una manera efectiva de acallarlos. Pero también hay que tomar en cuenta mi tranquilidad de conciencia. No podría soportar la idea de que había arruinado la carrera de un compañero de armas. Sea cual fuere la acción que usted emprenda, forzosamente tendrá que llevarla hasta el final. Se renunció a la investigación…, dejemos las cosas como están. El juicio habría sido decididamente fatal para el teniente Feraud.

– ¡Eh! ¿Cómo? ¿Tan censurable fue su conducta?

– Sí, muy incorrecta -murmuró el teniente D'Hubert. Y encontrándose aún bastante débil, sintió deseos de llorar.

Como el otro oficial no pertenecía a su regimiento, el coronel no tuvo dificultad en creer lo que D'Hubert decía. Comenzó a pasearse por la pieza. Era un buen jefe, hombre capaz de manifestar una discreta comprensión. Pero también era humano en otros sentidos, y esto quedó demostrado porque era incapaz de fingir.

– Lo peor de todo, teniente -declaró ingenuamente-, es que ya he declarado mi propósito de llegar al fondo mismo de esta cuestión. Y cuando un coronel dice algo…, usted comprenderá…

El teniente D'Hubert lo interrumpió con gravedad:

– Le ruego, mi coronel, que acepte mi palabra de honor, de que me vi colocado en una situación enojosa en la cual no tenía alternativa, no tenía otra salida honorable que se ajustara a mi dignidad de hombre o de oficial… Al fin y al cabo, mi coronel, la razón del incidente no es más que esto. El resto no es 'sino simple detalle.

El coronel se detuvo bruscamente. Había. que tomar en cuenta la fama de buen criterio y buen carácter de que el teniente D'Hubert gozaba. Poseía un cerebro lúcido y un corazón franco, claro como el día. Siempre intachable en su conducta. Era preciso confiar en él. El coronel dominó virilmente una inmensa curiosidad.

– ¡M,m! Me lo asegura como hombre y como oficial… Ninguna alternativa, ¿eh?

– Como oficial…, como oficial del 4º regimiento de húsares también -insistió el teniente D'Hubert-. No la tenía. Y ése es el secreto del asunto, mi coronel.

– Sí, pero aun no comprendo por qué a su coronel… Un coronel es como un padre…, que diable!

No debió haber dejado escapar tan fácilmente al teniente D'Hubert. Este comenzaba a ser presa de su debilidad física con- un sentimiento de humillación y desesperación. Pero lo embargaba la mórbida testarudez de los enfermos y al mismo tiempo sintió, con desconsuelo, que los ojos se le llenaban de lágrimas. Esta dificultad parecía irreprimible. Una lágrima cayó rodando por la demacrada y pálida mejilla del teniente D'Hubert.

El coronel le volvió rápidamente la espalda. Se habría podido escuchar la caída de un alfiler.

– Se trata de algún estúpido enredo de mujeres…, ¿no es así?

Al pronunciar estas palabras, el jefe giró súbitamente sobre sus talones para sorprender la verdad, que no es un bello objeto oculto al fondo de un pozo, sino un pájaro huidizo más fácil de coger por medio de estratagemas. Fue ésta la última maniobra diplomática del coronel. Vio la luminosa verdad claramente reflejada en el ademán del teniente D'Hubert, que levantaba sus débiles brazos y los ojos al cielo en un ademán de suprema protesta.

– ¿Que no es un asunto de mujeres? -gruñó el coronel con mirada severa-. No le pregunto quién es ni cómo sucedió. Lo único que deseo saber es si hay una mujer mezclada en este asunto.

El teniente D'Hubert dejó caer los brazos y pronunció con voz patéticamente temblorosa:

– No se trata de eso, mi coronel.

– ¿Me da su palabra de honor? -insistió el viejo guerrero.

– Se la doy.

– Está bien -dijo pensativo el coronel y se mordió el labio. Los argumentos del teniente D'Hubert, apoyados por la simpatía que el individuo le inspiraba, lo habían convencido. Por otra parte, era sumamente molesto que esta intervención, de la cual no había hecho ningún misterio, no diera resultados palpables. Entretuvo aún algunos minutos al teniente D'Hubert y luego lo despidió amablemente:

– Permanezca unos días más en cama, teniente. ¿Qué diablos pretende el médico al declararlo a usted apto para el servicio?

Al salir de las oficinas del coronel, el teniente D`Hubert no dijo una palabra de lo sucedido al amigo que lo esperaba afuera para acompañarlo a su casa. No dijo nada a nadie. El teniente D'Hubert no tuvo un solo confidente. Pero en la noche de aquel mismo día, mientras paseaba con su ayudante bajo los olmos que crecían junto a sus habitaciones, el coronel abrió los labios.

– He llegado al fondo de la cuestión -declaró.

El teniente coronel, un hombrecito seco y moreno con un par de cortas chuletas, abrió prontamente los oídos aunque sin manifestar en lo más mínimo su viva curiosidad.

– No se trata de una bagatela -agregó el coronel en tono de oráculo.

El otro esperó mucho rato antes de murmurar:

– Es posible, señor.

– No es una bagatela -repitió el coronel mirando fijamente hacia adelante-. De todos modos, he prohibido a D'Hubert lanzar o aceptar un desafío de Feraud dentro de los doce meses próximos.

Había imaginado esta prohibición a fin de salvar su prestigio de coronel. Pretendía con ello dar un carácter oficial al misterio que rodeaba la mortal disputa. El teniente D'Hubert rechazaba con impasible silencio todas las tentativas encaminadas a arrancarle su secreto. Un tanto inquieto al principio, el teniente Feraud recobraba su aplomo a medida que avanzaba el tiempo. Disimulaba su ignorancia del motivo de la tregua impuesta, con risitas sarcásticas, como si le divirtiera la naturaleza del secreto que guardaba. "¿Pero qué vas a hacer?",. le preguntaban continuamente sus amigos. El se contentaba con replicar: “Qui vivra verra”, con un gesto ligeramente truculento. Y todos admiraban su discreción.

Antes de que la tregua llegara a su término, el teniente D'Hubert obtuvo su mando. Este ascenso era bien merecido; sin embargo, nadie lo esperaba. Cuando el teniente Feraud se impuso de ello en una reunión de oficiales, murmuró entre dientes:

– ¿Es posible?

Inmediatamente descolgó su sable de una percha junto a la puerta, se lo abrochó cuidadosamente a la cintura y abandonó la sala sin decir más. Se dirigió lentamente a sus habitaciones, raspó su pedernal y encendió la vela de sebo. En seguida, cogiendo un inocente vaso de cristal de sobre la repisa de la chimenea, lo lanzó violentamente al suelo.

Ahora que D'Hubert era un oficial de rango superior, era imposible intentar otro duelo. Ninguno de los dos podía lanzar o aceptar un desafío sin exponerse a comparecer ante una corte marcial. No se podía pensar en ello. El teniente Feraud, que desde hacia algún tiempo no había sentido ningún deseo de enfrentarse con el teniente D'Hubert con las armas en la mano, se rebelaba ahora contra la sistemática injusticia de su destino. "¿Acaso supone que de este modo se me podrá escapar?", pensó con indignación. Inmediatamente creyó ver en este ascenso una intriga, una conspiración, una cobarde maniobra. Ese maldito coronel sabía lo que hacia. Se había apresurado a recomendar a su favorito para la promoción. Era inconcebible que un hombre pudiera evadir las consecuencias de sus actos en una forma. tan oscura y tortuosa.

De una naturaleza bohemia, de un temperamento más belicoso que militar, el teniente Feraud se había contentado hasta entonces con dar y recibir golpes por puro amor a la lucha y sin pensar mayormente en progresar en su carrera; pero ahora despertó en él una violenta ambición. Este luchador por vocación decidió aprovechar toda oportunidad de lucirse y suscitar la opinión favorable de sus jefes, como un vulgar cortesano. Se sabía tan valiente como el que más y no dudaba de su seducción personal. Sin embargo, ni su bravura ni su simpatía parecían producir los efectos deseados. Su carácter despreocupado y animoso de beau sabreur experimentó un cambio. Empezó a hacer amargas alusiones respecto a los "individuos que no se detienen en nada con tal de avanzar". El ejército estaba lleno de estos sujetos, decía; no había más que mirar alrededor. Pero mientras afirmaba esto, sólo pensaba en una persona: su adversario, D'Hubert. Una vez declaró a un amigo comprensivo: