Matlock. El año pasado había decidido conocer la sociedad elegante de Londres. Su pueblo le parecía entonces muy aburrido, pero ahora era un santuario que luchaba por recuperar. Sin embargo, tenía que admitir que sentía añoranza con respecto a la capital. ¿No había dicho el doctor Johnson que el que está cansado de Londres está cansado de la vida?
Era el corazón del mundo. Los hombres poderosos vivían allí, tomando decisiones que afectaban al destino de millones de personas de todo el planeta. Era el centro de las artes y de las ciencias, cuna de grandes descubrimientos. Había conocido a personas fascinantes en todas partes: exploradores, poetas, oradores, científicos, pecadores… ¡Y los teatros! Tenían un teatro en Matlock, pero no como el Drury Lane o el Royal Opera House.
De pronto recordó la vez que había visto al duque de Saint Raven en el Drury Lañe. Había sido hacía unos meses. Estaba allí con sus padres y los Harbison en el estreno de la obra «Una dama atrevida». Los típicos murmullos de entusiasmo en la sala de pronto se intensificaron. Un revuelo de miradas se dirigió hacia uno de los mejores palcos en donde estaba una dama esplendorosa acompañada de un oscuro y guapo caballero.
«¡El duque de Saint Raven!», exclamó lady Harbison en un susurro, una de las habilidades más apreciadas de la alta sociedad. «¡Por fin ha llegado!»
Parecía una observación sin sentido, así que Cressida agradeció que su madre pidiera más información, ya que todo el teatro estaba mirando y cuchicheando de alguien que debía de ser importante.
Y en unos momentos lo supo. El duque había heredado el título de su tío el año anterior y después había desaparecido. Y ahora, sin fanfarrias, pisaba el escenario que lo había estado esperando: un duque casadero, un príncipe de la ciudad.
Sin embargo, de acuerdo con lady Harbison, su compañía esa noche mataba muchas esperanzas. Lady Anne Peckworth era hija del duque de Arran, una familia muy adecuada, y, por lo que parecía, la pareja ya estaba comprometida. Él había besado la mano de lady Anne como si quisiese acabar con las especulaciones. Cressida recordó con nostalgia su propio deseo. No de que el duque de Saint Raven le besara la mano así, pero sí de que algún hombre lo hiciera con tanta elegancia natural y que la mirara a los ojos con tan profunda devoción. Ella tenía pretendientes, era la heredera de un mercader, pero ninguno le había hecho una reverencia así. Seguramente para entonces el duque ya habría besado a lady Anne como la había besado a ella la noche anterior, y más cosas… Una mujer con suerte.
– Ahora veamos lo de su ropa, señorita. Aunque no esté en estupendas condiciones, estoy segura de que se sentirá mejor vestida.
Cressida volvió de su ensueño. Si alguna tonta idea nacía en su mente sobre Saint Raven debía recordar que era de la clase de hombres que intentan seducir a una dama mientras cortejan a otra. Eso es todo lo que significaban sus reverentes besos en la mano.
Se centró en sí misma y vio que su peinado estaba muy bien. Le dio las gracias a la mujer y se subió el vestido. La señora Barkway tiró con tanta fuerza de los cordones de su corsé que ella tuvo que respirar profundamente. Aun así, era reconfortante volver a la compostura y el orden. Su vestido de noche parecía fuera de lugar por la mañana, pero, por otra parte, le devolvía la respetabilidad, aunque estuviera arrugado. Cogió el collar de perlas y los pendientes y se los puso.
– ¿Dónde están sus zapatos y sus medias señorita?
Cressida, que se estaba mirando en el espejo, se dio la vuelta, aún sabiendo que se le habían subido los colores.
– Creo que se me perdieron en la aventura.
– ¡Vaya, por Dios! Los míos no le caben. Si no le importa, señorita, voy a ir a ver qué puedo encontrar para usted.
– No me importa en absoluto, ha sido muy amable conmigo. -Cualquiera lo sería en una situación como ésta. La señora Barkway vertió el agua sucia en una palangana enorme, recogió y se fue.
CAPITULO 4
Cressida volvió a comprobar su aspecto, pero añoraba llevar un vestido adecuado, especialmente unas medias sencillas y unos zapatos resistentes. Ahora estaba vestida, pero sus pies descalzos la hacían sentirse todavía más rara, realmente sin sentido. Le debería haber pedido a la señora Barkway que le encontrase un pañuelito para taparse el escote. Pero en fin, no tenía intenciones de dejarse ver en público.
Se acercó a la ventana para contemplar el mundo normal, deseando pertenecer a él. Tal vez debería escapar en cuanto tuviese la oportunidad. La gente pobre a veces va descalza. Tal vez no fuese tan malo. Le había dado su palabra a Saint Raven, pero le había advertido que podría no mantenerla si veía la oportunidad de escapar.
La puerta se abrió y ella se dio la vuelta; sólo era la señora Barkway. ¡Alabado fuera el cielo! ¡Traía sus zapatos! Cressida corrió hacia ella.
– ¡Oh! ¿Dónde los ha encontrado?
– Los tenía el señor Lyne, señorita. Pero me temo que no hay ni rastro de sus medias. Puedo traerle unas del pueblo, pero serán de un material corriente.
Cressida deslizó los pies en sus zapatillas de seda verde.
– Cualquier cosa me iría fenomenal. También llevaba puesto un chal, pero creo que debo haberlo perdido lejos de aquí. ¿Sería posible que me buscara un pañuelo?
– Pobrecita mía, iré a ver qué puedo hacer. Su excelencia no ha vuelto aún. ¿Desea algo de comer o de beber mientras espera? No veo por qué usted debe pasar hambre por su culpa.
Cressida se rió y quiso abrazar a aquella mujer.
– Me encantaría tomar algo, un café, un chocolate, un té. Lo que sea más fácil, y tal vez un poco de pan.
– Se lo traeré y después iré al pueblo. Ninguna mujer desea estar sin sus medias y unas ligas buenas y firmes.
Cressida estuvo de acuerdo y sintió que nada podía ser tan terrible en un lugar que incluía a la señora Barkway. Enseguida estuvo bebiendo un rico chocolate y disfrutando de un panecillo dulce recién hecho untado de mantequilla. El duque vivía bien en su sencillo entorno, lo cual no le sorprendía. Pero a pesar de sus maneras campechanas y su sencilla casa, su título era lo más cercano a la realeza.
¿Por qué jugaba a hacer de bandolero? Se había roto la cabeza pensando en eso, aunque ya sabía que los aristócratas a menudo se permitían esos extraños comportamientos. Había lores que jugaban a hacer de cocheros. Entonces, ¿por qué un duque no podía hacerse pasar por un asaltante de caminos? La pequeña diferencia era que se trataba de algo ilegal y peligroso. ¿Estaría loco, tal vez? ¡Habría luna llena anoche!
Llamaron a la puerta. Entró el duque, y Cressida se puso de pie de un salto. Con su traje de montar: chaqueta oscura, pantalones de ante y botas altas, parecía un hombre normal. Pero no, no era normal; sus pantalones estaban manchados de tierra y tenía el labio hinchado.
– ¡Por la gran Juno! ¿Se ha estado peleando?
– ¿Qué le hace pensar eso? -le dijo con una sonrisa, para a continuación sacar un pañuelo manchado de sangre y tocarse con él ligeramente el labio
– Se ve mucho mejor, querida ninfa.
Lunático. Duque. Cressida estaba en desventaja.
– He desayunado. Nadie parecía saber dónde estaba o si volvería.
Él le echó una mirada a su plato.
– Eso no es un desayuno. Volveré en un momento y luego podremos hablar.
Ella se quedó mirando fijamente la puerta. Era un excéntrico, como mínimo, y no le quedaba más remedio que tratar con él. Se volvió a sentar y mordisqueó el último trozo del panecillo. Si pudiera convencerlo para que la ayudase, sería como un regalo del cielo. Podría volver a casa pronto, intacta y victoriosa… si consiguiera utilizar a un duque a su voluntad.