Выбрать главу

– Ojalá pudiese.

El se rió y reposó su cabeza contra la suya por un momento. Después retrocedió con las manos apoyadas sobre sus hombros.

– Si no ha regresado para llevarme al cielo, preciosa ¿qué la hizo venir?

El espacio que se hizo entre ellos parecía que se hubiese helado, pero ella consiguió disculparse con una ligera sonrisa.

– Lo siento, estoy demasiado cansada para pensar. El caso es que no consigo quitarme el vestido y el corsé. Como me había dicho que los sirvientes estaban durmiendo…

– Y además todos son hombres -le contestó mientras la hacía girarse y le desabrochaba el vestido.

– Por cierto, esto es Nun's Chase -le dijo, separando la espalda del vestido y desatando las cuerdas del corsé.

– ¿Nun's Chase? -repitió ella, mientras sujetaba su vestido por delante, sin poderse creer lo que estaba haciendo.

– Construida sobre los cimientos de un convento del siglo XVI. Estoy seguro de que Chase se refiere inocentemente a un coto de caza, pero es un nombre demasiado provocativo como para resistirse.

Tenía el pensamiento lascivamente puesto en las sugerentes manos que iban desanudando los lazos de abajo arriba, liberándola de esa opresión tan conocida alrededor del cuerpo. Sentía como si se le estuviesen aflojando algo más que el corsé…

– Aquí celebro fiestas para caballeros -le contó como quién habla del tiempo-. No tengo servicio femenino por si algún invitado tiene la tentación de comportarse inadecuadamente. ¡Ya está!

Ella sintió cómo él daba un paso atrás y se giraba, consciente de que su ropa se le deslizaría por el cuerpo.

– Es usted un libertino -le dijo al mismo tiempo que se daba cuenta demasiado tarde de que ella no debería mirarlo así.

– ¿Qué es un libertino? No bebo en exceso y no soy un jugador empedernido. No violo a las chicas del servicio, y en realidad tampoco a las damas. Pero me gustan las mujeres, tanto su compañía como sus cuerpos. -Con los ojos puestos en ella reafirmó sus palabras con la mirada de una manera inquietante-. Tengo un sano apetito por las mujeres y me gusta darles placer, ver cómo se derriten… La verdad es que debería marcharse.

Durante todo su extraordinario discurso no había visto que él moviese ni un músculo, pero era como si ella misma pudiese verse a través de sus ojos, alborotada, con su larga melena cayéndole por la espalda, y su vestido deslizándose por su cuerpo, apenas sujeto por sus generosos senos. Era como si pudiese sentir su deseo, como si fuera el calor de un incendio. Retrocedió, pero se le enredó un pie en la falda medio bajada y se tambaleó. Él la cogió con un brazo y con la otra mano tocó uno de sus pechos que aún tenía tapado por el corsé a medio desabrochar. Lo miró como si se librara una batalla dentro de él. Apartó la mano e hizo que ella se girara, intentando colocarle el vestido en su sitio y la llevó hasta la puerta abierta.

– Buenas noches, dulce ninfa. -Se despidió y cerró la puerta detrás de ella.

Se dirigió tambaleándose hasta su habitación, pensando en Hamlet: «Ninfa, que todos mis pecados sean recordados en tus oraciones».

Pecados. Ella también debería rezar por ambos. En lugar de eso, dejó caer su vestido y se deshizo del corsé. Tuvo que reconocer que de alguna manera lamentaba que no fuese un hombre más pecador y que no hubiera intentado seducirla. Vio los billetes y los pendientes, pero ni si siquiera se molestó en recogerlos. ¿Intentar seducirla? No le habría hecho falta más que arrastrarla hasta su cama y continuar con lo que estaba haciendo.

Se metió en la cama con la combinación y se tapó con las mantas, aún temblando. Tenía que estar agradecida por la fuerza de voluntad de él, aunque una parte de ella lamentaba la ocasión perdida, oportunidad que probablemente no se volviera a repetir.

Cressida se despertó en un lugar extraño. Recordaba los acontecimientos de la noche anterior y donde estaba. Todo era muy raro. El duque de Saint Raven jugando a ser el bandolero Le Corbeau la había arrebatado de las manos de lord Crofton y la había llevado a una casa de perversión llamada Nun's Chase. Nunca hubiese podido ni soñar un sitio así. Además, pretendía protegerla de la desgracia y para eso le había prometido permanecer allí por lo menos hasta el desayuno. Mantendría su palabra, pero debía completar su viaje hasta Stokeley Manor. Todo dependía de ello.

¿Le funcionaría todavía su plan para engañar a Crofton? Quizá sí, pero si fallaba tendría que pasar por lo peor: convertirse en la amante de lord Crofton durante una semana. Pero de pronto recordó algo que le tensó el cuerpo de pies a cabeza. Su plan dependía de una botellita con un líquido que estaba en su bolso de mano ¡y que se había quedado en el carruaje!

Se echó la colcha por encima de la cabeza como si eso pudiese salvarla. ¿Cómo podría encontrar ese vomitivo? Si convenciera al duque de que la dejara ir a Stokeley, podría conseguir más. Retiró la ropa de cama y se sentó, apartándose de la cara unos cabellos. Su vida se había convertido en un desastre tras otro. Pero no fallaría, tenía que ganar.

Una rendija de luz a través de las pesadas cortinas indicaba que ya era de día y que había llegado el momento de hacerle frente. Salió de la cama, echó un vistazo entre las cortinas y se encontró con que fuera había un agradable jardín que limitaba con un bosque. Por el ángulo de la luz imaginó que debían ser las nueve o las diez de la mañana. Oyó un silbido, y entonces un hombre bajo y fornido que vestía camisa, bombachos, polainas y botas, apareció por un camino con una azada al hombro.

Volvió a mirar la habitación, de alguna manera perturbada por lo corriente de la escena. Su anfitrión le había aconsejado que no se dejara ver por los sirvientes, y ella estaba de acuerdo. No le parecía tan terrible ir a Stokeley Manor y ser vista allí, sobre todo porque lord Crofton le había prometido que podría llevar una máscara. Sin embargo, ser vista aquí, en una casa común por sirvientes normales, le parecía mucho más chocante.

Se quedaría en su habitación. Recordó que Saint Raven había prometido llevarle el desayuno él mismo. Se miró en el espejo y dio un alarido. Su arrugado vestido apenas le cubría las pantorrillas y con el cabello todo revuelto parecía una puta desaliñada. Buscó entre su pelo las horquillas que todavía tenía puestas, se las quitó e intentó peinarse con las manos. Sin esperanzas de poder poner en orden su cabellera, buscó en los cajones algún peine o cepillo, pero no había nada.

En algún lugar de la casa un reloj comenzó a sonar. Se quedó totalmente quieta y contó las campanadas: dos. Pero no eran las dos en punto, sin duda eran algo y media. ¿Y qué importaba? Debía vestirse. La llave. Se precipitó hacia ella y cerró la puerta. Ahora, al menos, no podría entrar antes de que estuviera decente.

Interrumpir…

El recuerdo del incidente de la noche anterior volvió a su mente y se tuvo que apoyar en la puerta. La visión de su cuerpo, su mirada, la forma en la que la había besado… ¡El modo en el que ella había reaccionado! Respiró profundamente y soltó el aire. Había sido como si hubiese estado vagando por otro mundo. Hacía muy poco tiempo que su único problema cada mañana era qué vestido ponerse para recibir a las visitas, o si quería asistir a un baile elegante que seguro que iba a ser aburrido. En ese mundo era escandaloso que un hombre se acercase más de la cuenta en el baile, o que intentase llevarla a un lado para darle un beso furtivo.

Dejó la puerta y se concentró en su ropa. Su vestido de seda había quedado tirado en el suelo, y cuando lo recogió estaba tan arrugado como se temía. Lo sacudió y lo estiró en la cama, pero sólo una plancha podría solucionar aquello. Y era el único vestido que tenía allí. Eso, su combinación, su turbante y su corsé eran sus únicas posesiones. ¿Cuándo había perdido el mantón? Era de seda de Norwich y muy caro, pero ésa ahora mismo no era su principal preocupación, sino más bien encontrar algo decente con lo que cubrirse. Sus ligas y medias las habían cortado, y no tenía ni idea de lo que había pasado con sus zapatos.