Pero no sólo oía los latidos de su corazón.
Cascos de caballos.
Apareció un jinete que bajó del caballo. Era el señor Lyne sin sombrero y con la ropa descolocada. Los miró a los dos y después se inclinó.
– Señorita Mandeville.
– Como siempre llegas tarde, Cary -le dijo Tris en un tono suave y frío-. La señorita Mandeville finalmente me ha convencido de que no hubo un malentendido. -Dio un paso atrás e hizo una gran reverencia-. Buen viaje.
Giró sobre sus talones y volvió a grandes pasos a su cabriolé, se subió a él, e hizo que los caballos se pusieran a cabalgar a toda velocidad.
– Si ha dicho algo que la haya ofendido, señorita Mandeville, debe excusarlo. Está muy afectado.
Cressida no se iba a poner a discutir también con ese hombre.
– Espero que pueda seguirlo, señor Lyne. Conduce bien, pero…
La expresión de él fue desilusión, aunque amable.
– No se preocupe. Me haré cargo de él. Buen viaje señorita Mandeville; sólo deseo de que esté muy segura de cuál es su destino. Se subió al caballo y partió enseguida. Ella esperó un momento antes de volverse a subir al carruaje. Su madre se mordió el labio inferior y la miró preocupada. Su padre la miraba disgustado, y Cressida hizo un movimiento brusco en cuanto el vehículo comenzó a avanzar.
– Si querían que me casara con un duque, me lo tenían que haber dicho. Les hubiera evitado mucho sufrimiento. Pero esto es el final.
– Seguro que así es -gruñó su padre-. Sólo espero que sepas lo que estás haciendo.
– «¿Pueden cambiar de piel los etíopes -citó- o los leopardos sus manchas?»
Su padre resopló y volvió a su libro; su madre suspiró y volvió a su tejido.
Cressida recitó el resto del pasaje de Jeremías para sí misma y así darse fuerzas.
«… he visto sus adulterios y sus jadeos, la lascivia de sus prostíbulos y sus abominaciones…»
Algún día recordaría aquello y comprobaría que tenía razón.
Cary alcanzó a Tris cuando estaba dando descanso a los caballos en el camino de Camberley.
– Entonces, ¿nos vamos a Mount?
– Claro. Hay que preparar un baile de máscaras.
Cary se mordió el interior de la mejilla. No era el momento de discutir sobre la señorita Swinamer. Había que darle uno o dos días a Tris para que se enfriara. En Camberley, Cary hizo que devolvieran el caballo a su cuadra de Londres, y mandó un mensaje para que enviaran tanto sus pertenencias, como las de Tris, a Mount Saint Raven. No tardó mucho. Una vez que cambió los caballos, Tris estuvo listo para partir. No le hacía falta que le explicara que quería alejarse cuanto antes de los Mandeville.
Tampoco dijo una palabra las cinco horas que tardaron en llegar a Amesbury, lugar que con toda seguridad estaba lejos de las posibles paradas de Cressida Mandeville y su familia. Saltándose su costumbre, Tris solicitó dos habitaciones separadas, entró en la suya y cerró la puerta. La posadera, una mujer de aspecto amable, dijo:
– ¿Qué va a querer su excelencia para cenar?
– Si quiere comer, ya se lo dirá. En cuanto a mí -dijo Cary con una sonrisa-, póngame lo mejor que tenga, señora Wheeling. Estoy muerto de hambre. Y tráigame una jarra de cerveza para regarlo todo bien.
Fue a su habitación y se desplomó en la silla, se inclinó hacia atrás para pensar, aunque no le fue de gran ayuda. La señorita Mandeville no quería jueguecitos y no quería casarse con Saint Raven, lo que no era del todo sorprendente. El no era una persona fácil, tenían muy poco en común, y ser duque o duquesa era algo endiablado a menos que te guste jugar a ser Dios.
Pero a pesar de todo, en el fondo de su corazón, Tris Tregallows era uno de los mejores hombres que conocía, y se merecía conseguir una buena esposa y la oportunidad de tener una vida feliz.
CAPITULO 32
Los corazones rotos no se curan, pero cicatrizan. En los seis tranquilos días que tardaron en llegar a Plymouth, Cressida consiguió sentir cierta paz en cuanto a su futuro. Tal vez la ayudó observar detenidamente a sus padres.
Su padre era como Tris en muchos sentidos, aunque su debilidad eran las aventuras que vivía en sus viajes, más que el desenfreno salvaje. Para Cressida era algo nuevo el brillo que veía en sus ojos, sus expectativas y el entusiasmo ante el avenir.
Con Tris había sido al contrario. Primero había conocido al hombre real. El caballero elegante que se presentaba en sociedad era una versión incompleta de sí mismo que tenía que representar porque era su obligación. Después de pasar varios días pensando en ello llegó a la conclusión de que Saint Raven había supuesto que ella era como él, que la mujer que conoció al principio era la real, y que su decoro era una actuación. Pero ella no tenía ningunas ganas de volver al libertinaje y las orgías. Lo que es más, ella no era como su madre. Desde que supo la razón por la que su madre dejó la India, había intentado comprenderla, pero al final no había sido capaz. De hecho, parecía tener una bendita capacidad para estar contenta con cualquiera que fuese su destino. Algo admirable, aunque tal vez demasiado conformista.
Cressida comprendió que el matrimonio de sus padres estaba basado en el cariño más que en la pasión, y quizá para Louisa no fue difícil alejarse de su marido. Afirmaba que había disfrutado mucho de su aventura en la India, pero que no había sufrido cuando decidió volver a su país.
– Tu salud era lo más importante -dijo como si eso lo explicara todo-, y sabía que tu padre se las podía arreglar bien sin mí.
– Pero ¿no pensó en reunirse con él después de algún tiempo?
– Quizá cuando te casaras.
Lo decía sin reproche, pero Cressida se sentía nuevamente culpable por su negligencia. Si lo hubiera sabido se habría casado hacía varios años. Cressida no se podía aferrar a la idea de que su madre estaba siendo arrastrada al extranjero en contra de su voluntad. Cuando no estaba tejiendo, leía libros sobre la India o hacía que su marido le enseñara frases útiles. Ella también aprendía esas expresiones obedientemente, aunque cuando tuvieron a la vista los barcos del puerto de Plymouth, sólo la idea de tener que volver a enfrentarse al duque de Saint Raven le impidió echarse atrás.
King's Arms era una posada cómoda, y tenían habitaciones espaciosas. Su barco, el Sally Rose, estaba en el puerto y ya habían cargado sus posesiones de Londres, así como ciertas mercaderías que su padre había comprado para hacer negocio. Sir Arthur se ocupaba de revisarlo todo y de seguir entrando carga al barco. Su madre iba de aquí para allá comprando caprichos y cosas indispensables para el viaje.
Cressida podía haber colaborado, pero pasaba el tiempo dando largos paseos. No era demasiado práctico porque tenía mucho tiempo para pensar, pero como sentía tanta nostalgia, había decidido que debía acabar con ella cuanto antes. Sentía nostalgia de Inglaterra así como de un hombre. O por un aspecto de un hombre con muchas caras…
Entonces, un día en que volvía caminando a la posada, vio que se acercaba una figura conocida. Su corazón se paralizó durante un instante, pero enseguida se dio cuenta de que no era Tris, sino su primo francés.
– Señor Bourreau -dijo en francés.
Él se inclinó.
– Señorita Mandeville.
– ¿Qué diantres hace en Plymouth?
– Tan cerca del fin de la Tierra, ¿verdad? Voy de camino a Mount Saint Raven para despedirme de mi primo.
¿Se suponía que tendría que preguntarle cómo estaba? Esperó en silencio.
Él llevaba un pequeño cuaderno de notas forrado en piel y lo abrió. Si era otra carta de Tris, se pondría a gritar. Pero no era un cuaderno de notas, sino una especie de portafolios. Sacó una hoja y se la entregó.
– Para usted, señorita Mandeville.
Con una mirada descubrió que era Tris, brillantemente dibujado a lápiz, con un vaso de algo en una mano, despreocupado y desarreglado, con la camisa con el cuello abierto.