– Es una duda que ha provocado usted misma.
Pero le volvió a ofrecer el dibujo, y esta vez ella lo cogió con lágrimas en los ojos. Era Tris, no el duque, relajado y normal, excepto por su aspecto. Se veía infeliz, solo y desesperanzado.
– Tiene mucho talento.
– Claro que sí.
– ¿Es verdad?
– Exacto. Le di el dibujo suyo, y no lo rechazó. -Gracias por eso, por darme esperanzas. Tardaré muy poco. Corrió a sus habitaciones y se encontró con su madre tejiendo. La miró y se levantó.
– ¿Cressida? ¿Qué ocurre, querida?
– He cometido un terrible error, mamá. Tengo que ir a Mount Saint Raven.
Para su sorpresa su madre floreció de alegría.
– ¡Oh, querida, estoy tan feliz de que te hayas dado cuenta! Tu padre dice que tenemos que dejar que sigas tu camino. Eres tan práctica e inteligente, aunque le preocupa un poco lo desenfrenado que es el duque. Pero tienes que seguir los dictados de tu corazón, aunque te ponga en peligro. Y nosotros continuaremos en cuanto podamos. No podemos quedarnos vigilándote como si estuvieras de nuevo yendo de aquí para allá temerariamente.
Cressida negó con la cabeza, se apresuró en dar a su madre un gran abrazo, después salió corriendo de la habitación y bajó las escaleras para reunirse con Bourreau que tenía preparado un cabriolé.
– Se parece al de Tris -dijo mientras se subía.
– Es el de él. Reza para que no volquemos.
En cuanto partieron ella se agarró a la baranda.
– ¿No eres buen conductor?
– No especialmente -gritó alegremente animando a los caballos para que corrieran.
Cressida se agarró con más fuerza, pero no le pidió que redujera la velocidad. Bourreau no tenía la pericia de Tris, y los caminos eran peores. En algunas partes tuvo que dejar que los caballos fueran caminando. Eran cerca de las nueve, y el sol se había puesto cuando se aproximaron a una gran casa blanca que estaba encima de una colina, cuyas ventanas resplandecían, aunque no eran las llamas del infierno.
Pero para ella era el cielo pues había llegado a tiempo. Había muchos carruajes entrando. El acontecimiento había comenzado.
Jean-Marie, con quien durante el viaje había comenzado a tutearse, se apartó del camino principal.
– ¿Adonde vamos? -dijo ella gritando.
– No podemos entrar por la puerta principal, pero sé cómo se llega a los establos. Desde allí se puede entrar en la casa. Y si Tris ya está reunido con sus invitados, necesitaremos un traje.
Entraron en un estrecho camino y Cressida se puso a rezar. Rezaba para que Tris estuviera todavía en su habitación, y que no le hubiera propuesto nada a la señorita Swinamer antes de la fiesta. En cuanto llegaron a los atestados establos, ella bajó de un salto del cabriolé. Jean-Marie hizo lo mismo y corrieron a la casa. La condujo por las estrechas escaleras de los sirvientes y subieron hasta un amplio pasillo alfombrado. Entraron en un gran dormitorio forrado de terciopelo rojo que llevaba una inscripción heráldica bordada en oro.
Era la habitación de Tris. Cressida lo supo por su majestuosidad, pero también por el olor a sándalo y todo lo que sintió. Pero no se encontraba ahí. Exploraron la gran estancia, pero ¡Tris no estaba allí!
Jean-Marie volvió a maldecir.
– ¡Quédate aquí! -dijo y desapareció.
Cressida se paseó por el dormitorio retorciéndose las manos, y un montón de veces estuvo a punto de salir corriendo por la casa. Pero hubiera parecido una loca y probablemente los sirvientes la hubieran echado. Entonces regresó Jean-Marie con una monja con un tocado con alas. Una monja que se sacó su complicada toca y se comenzó a desnudar.
– Sal de aquí -le ordenó Miranda Coop a su amante-. Ve a vigilar que Tris no haga nada estúpido.
No hizo falta que le dijera nada a Cressida, que se comenzó a sacar su vestido; felizmente no le haría falta ayuda. Y es que esta vez no tenía que quitarse la combinación, la ropa interior o el corsé.
– Es un hábito muy decoroso -dijo.
– Es que me he reformado -dijo Miranda riéndose-. Toma.
Le pasó el largo traje negro, y Cressida se lo puso, consciente, con cierto asombro, de que estaba acompañada de una antigua prostituta, y que aunque ambas estuvieran en paños menores, no lo sentía como algo escandaloso.
En cuanto se anudó la cuerda en torno a la cintura advirtió que la ropa interior de Miranda era de seda color rosa, y que su corsé estaba bordado con hilo rosado y tenía lazos color escarlata. Sus medias color carne llevaban hojas de parra bordadas que terminaban en flores cerca de las ligas. Cressida imaginó que a Tris le gustaría una ropa interior así.
Se puso el canesú blanco en el cuello y Miranda se lo ató. Después se colocó la media máscara en la cara, y entonces Miranda hizo que se sentara para ajustarle el tocado y ocultar sus rizos sujetándolos con horquillas.
– Ya está -dijo-. ¡Vamos!
Cressida se puso de pie, pero se detuvo un momento.
– ¿Cómo va vestido?
– Con el traje de Jean-Marie. Pero hay una docena como él.
– ¡Santo cielo! ¿Y cómo va la señorita Swinamer? Miranda se rió.
– De pastorcilla. Llena de volantes rosados. ¡Vete! Gira a la izquierda y sigue por el pasillo. La sala de baile está al final de la casa, pero él puede estar en cualquier sitio.
Cressida salió al pasillo y caminó hacia la izquierda, pero entonces se abrió una puerta y se vio obligada a detenerse. Apareció una pareja disfrazada con ropa medieval. Le hicieron una inclinación de cabeza y siguieron charlando por su mismo camino. Maldición, ahora tenía que avanzar siguiendo un ritmo majestuoso o parecería rara. ¿Cuál era el precio de ser peculiar? A esas alturas no le importaba, así que pasó rozándolos y siguió a toda prisa, a pesar de las exclamaciones ofendidas.
Tuvo que doblar otras dos veces por el pasillo, hasta que llegó a un descansillo que se encontraba encima de la puerta principal. Allí se detuvo un momento para buscar entre la muchedumbre. Era un baile de máscaras, por lo que el anfitrión no tenía que recibir a sus invitados. Aún así, lo estaba haciendo una mujer gruesa con un largo vestido de terciopelo y una diadema.
Vio tres sombreros de ala ancha con grandes plumas, pero ninguno era el de Tris. Dos pastorcillas, pero ninguna parecía ser la señorita Swinamer.
Dios mío, haz que Jean-Marie haya encontrado a Tris a tiempo para impedirle que se comprometa. O haz que el señor Lyne lo tenga bajo control.
Siguió adelante, esta vez más lento, pues por todas partes estaba lleno de gente. Deseó ser más alta para poder ver por encima de la multitud. También le hubiera gustado no llevar esos cuernos que la hacían toparse con todo. Llegó al salón de baile donde sonaba música, aunque aún no era de baile. Estaba iluminado con cuatro candelabros y varias lámparas apoyadas en los muros. Cressida hizo una pausa para respirar, calmarse y recuperar su ingenio. Entonces un puritano, con sombrero en forma de campana, se puso a su lado.
– Jean-Marie está con él, pero está buscando a la señorita Swinamer.
– Señor Lyne. -La asaltó una urgencia extrema que la dejó llena de dudas-. Tal vez sea a ella a quien quiere.
– Desde que nos alejamos del carruaje de su familia, no se ha permitido mostrar sus deseos. Si está buscando garantías -añadió con severidad puritana-, no las hay. Usted le hizo mucho daño.
Ella se mordió los labios.
– Me lo debió haber explicado todo.
– Y usted tuvo que haber confiado en él.
Le había pedido que confiara en él, pero ella nunca se fiaba de nada ciegamente.
– Sólo le pido que me ayude a buscarlo. ¿Por dónde debería comenzar?
– Lo dejé en cuanto entramos al salón. Y no sé dónde están los Swinamer.
Cressida no podía ver más allá de la gente que tenía a su alrededor. Miró hacia arriba y vio que en cada esquina había unos balconcillos con cortinas.
– Subiré allí para poder buscarlo.