Se sentó junto a su pobre y triste vestido, sintiéndose ella misma pobre y triste, y más asustada de lo que nunca lo había estado. Jamás se había imaginado lo importante que era la ropa para poder tener valor, pero ahora sólo deseaba cubrirse decentemente, aunque fuese con una enagua de algodón. ¿Y la ropa de los criados? «Pero en esta casa sólo trabajan hombres». Estaba bastante claro: en esos momentos era una prisionera. Incluso aunque decidiese romper su palabra, no podía partir para reencontrarse con Crofton con los pies descalzos y en combinación.
Estiró la espalda y se puso de pie. Tendría que hacer lo que pudiese, y lo primero era ponerse lo más decente posible antes de que el duque se entrometiera. Para empezar, descorrió las cortinas y dejó que la luz brillante del verano se llevara la penumbra. Entonces comenzó a vestirse. Cogió el corsé del suelo. Debajo encontró los pendientes y el dinero de Crofton, que le sería útil, así que se lo guardó debajo del corsé de momento. Entonces se dio cuenta de que ella no se podría volver a hacer los lazos sola, igual como no había podido desabrochárselos. Se tumbó en la cama negándose a llorar. Tampoco se podía cerrar el vestido por detrás, aunque si se lo ponía, al menos habría hecho algo.
¡La bata! La bata que le había traído. ¿Dónde estaba? La buscó y vio que se había resbalado al suelo, en el otro extremo de la cama, donde él la había dejado cuidadosamente. Se la puso, sintiendo la fría y pesada seda contra su piel, con ese atormentador olor a sándalo. Intentó ceñírsela, pero las mangas eran demasiado largas.
Con una ligera risa, se puso manos a la obra. En primer lugar enrolló las mangas hasta que asomaron sus manos. Luego se abrochó los botones de delante. Pero un buen trozo de tela le arrastraba por el suelo, y cuando se miró en el espejo vio a una niña jugando a vestirse con la ropa de los mayores. Sin embargo, estaba cubierta, decente. ¡Decente!
Había vivido durante veintiún años en Matlock y era un miembro serio y respetable de la sociedad local, digna de pies a cabeza. ¿Volvería alguna vez a ser decente? Apartó ese pensamiento. De todos modos nada de lo que la abatía se podía cambiar y, además, si su plan funcionaba, sus padres y ella pronto estarían de vuelta a la impasible decencia de Matlock. Ahora debía centrase en sus propósitos y en no permitir que las emociones se entrometiesen en su camino, debilitándola. Se sentó en una silla junto a la chimenea apagada para planear la estrategia que debía llevar a cabo con el duque de Saint Raven. Nunca se iba a creer que ella era una prostituta y se negaría a llevarla a Stokeley Manor, por lo que su única opción era escapar, para lo que necesitaría ropa cómoda, un buen calzado y un mapa; o decirle la verdad y obtener su ayuda.
Hizo una mueca. Tal vez lo mejor sería contarle algo de la verdad, para poder salir de esa situación sin tener que decirle su verdadero nombre. ¿La ayudaría con su plan? Por lo general sería raro pensar que un duque podría ser útil en un robo, pero éste no era un duque normal. Podría urdir un cuento en el que…
Llamaron a la puerta. Dio un salto, agarrando la bata alrededor de su cuerpo. Él giró el picaporte antes de golpear de nuevo:
– Señorita…
¡Pero si, era una voz femenina! Agarró la tela que le sobraba y se precipitó hacia la puerta para girar la llave y abrirla de par en par. Y allí estaba, para su bendición, una respetable mujer de mediana edad, que llevaba una gran jarra humeante.
– Buenos días, señorita -le dijo la mujer con una sonrisa-. Aquí tiene agua caliente. Su excelencia me ha enviado para que me haga cargo de usted.
Aunque Cressida sentía que el mundo había vuelto a dar un extraño giro, éste era maravilloso:
– Pase, por favor.
La mujer entró, y vertió el agua en el lavamanos muy animada. Traía más toallas, que colgó en el toallero, y sacó de su bolsillo una pastilla de jabón nueva.
– Delicioso y floral, señorita. Imagino que no querrá utilizar el que usa su excelencia.
Cressida no estaba tan segura, pero sin duda sería mejor así. Estaba profundamente conmovida por tan considerado trato. Había pensado en su situación y enviado a una criada. Se dirigió al lavamanos desabrochándose la bata.
– El duque me dijo que no tenía mujeres a su servicio.
– Así es, señorita, y si necesita de alguna para ciertas ocasiones, sólo acepta mujeres mayores, cosa que está bien. -Y añadió con un guiño-: Aunque eso signifique suponer que estamos muertas del cuello para abajo después de cumplir los cuarenta.
Cressida se rió sin saber qué decir. La mujer la ayudó con los botones:
– Soy Annie Barkway, señorita. Vivo en el pueblo y tengo un hijo que trabaja aquí de lacayo y también en el campo. Es una gran cosa tener aquí a su excelencia. Es un buen amo, aunque sus modos sean algo salvajes.
La mujer le quitó la bata y comenzó a enjabonar un paño. Un fresco y delicioso perfume a flores y limón impregnó el aire. Cressida salió de su aturdimiento y le cogió el jabón y el paño.
– Gracias.
Cuando se comenzó a lavar, se preguntó qué historia le habría contado el duque para justificar que estuviese allí en ese estado. La señora Barkway se puso a hacer la cama. Cressida la observó mientras se lavaba y vio cómo la mujer hacía una mueca al ver el estado de su vestido.
– Una seda preciosa, señorita. No sé si me atrevería a planchársela.
– No importa, me lo tengo que poner de todas formas. El duque dijo que él me traería el desayuno…
Entonces se dio cuenta de que ahora ya no sería necesario; que podría hacerlo la señora Barkway. Mejor aún.
– No tenga prisa, señorita. Ha salido a caballo -le comentó mientras terminaba de estirar la colcha-. Ordenó que tuviera listo el desayuno a las diez y dijo que lo tomaría con usted, así que mejor intentemos adecentarla.
Cressida se giró para enjuagarse con el paño y ocultar sus mejillas ruborizadas que delataban su emoción.
– ¿Le explicó cómo había venido a parar aquí?
– ¡Qué historia tan impactante! -exclamó la señora Barkway mientras desdoblaba una toalla y la sostenía para que Cressida la usara-. No pensé que quedaran todavía hombres que quisieran raptar a jóvenes herederas. Por suerte que apareció su excelencia cuando usted huyó.
Tal vez a la mujer le pareció que el silencio de Cressida se debía al miedo y añadió:
– Ahora todo irá bien, señorita. No se preocupe.
Cressida le sonrió agradecida. Pensó que esa ingeniosa historia no era menos extravagante que la verdad. Le pareció que el duque era un hombre que pensaba en todo. A lo mejor sería un buen socio como delincuente.
– No se preocupe por los chismes, señorita. Su excelencia paga bien por tener la boca cerrada y sabe que no voy a decir nada que la avergüence.
Cressida se secó con el suave paño.
– Gracias, señora Barkway, es usted muy amable.
La mujer se ruborizó.
– Sigamos con usted. Ahora siéntese y veré qué puedo hacer con su pelo, aunque no soy más que una sirvienta.
La maravillosa mujer extrajo de su bolsillo un peine y Cressida se sentó en el tocador. Por supuesto que tenía nudos en el pelo, pero ella la peinó con tanta delicadeza como pudo.
– No tengo rizos -se disculpó Cressida y le enseñó su turbante con los falsos rizos que colgaban de la parte delantera.
– Muy lista, señorita, pero se ven muy raros, ¿verdad? Como un gato asustado escondido en una bolsa -le dijo entre risas, mientras deslizaba su mano por el cabello de Cressida-. Su pelo es precioso, señorita. Como seda marrón oscura, espeso y largo hasta la cintura. ¿Cómo desea llevarlo?
Cressida se dio cuenta de lo mucho que le disgustaban las gorras y los turbantes con esos rizos falsos. Le parecían necesarios porque su padre deseaba que fuera a la moda, pero ahora no necesitaba algo tan tonto. En Matlock siempre llevaba una sencilla trenza enroscada como una espiral en la nuca. Dejó a un lado el turbante y le pidió a la señora Barkway que hiciera algo similar. Mientras la mujer trabajaba, ella dejó que su confusa mente divagara.